marzo de 2024 - VIII Año

Laicidad, sociedad abierta y emancipación ciudadana

LaiciteLa laicidad es un principio básico de nuestro ordenamiento jurídico que, desde la separación entre las iglesias y el Estado, informa y organiza la libertad y la diversidad de creencias y convicciones en el seno de una sociedad vertebrada por unos valores compartidos y caracterizada por ser radicalmente democrática, tal como auspicia la Constitución española. El preámbulo de la misma, redactado en 1978 por el profesor Tierno Galván, señala entre los objetivos de la carta magna, consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular. De esta frase del preámbulo se extrae con nitidez la idea, formulada por vez primera en la Constitución de Cádiz, de que la voluntad popular (entonces llamada soberanía) es el origen y la causa del ordenamiento constitucional; que, a diferencia de lo que ocurría en aquel cuerpo legal, no se invoca para nada a la divinidad, lo que evita (o, al menos, ahuyenta), cualquier interferencia en los asuntos públicos de quienes pudieran considerarse sus portavoces; y que en el Estado de Derecho alumbrado, resulta indiscutible, por tanto, la autonomía del legislador. Bastaría con esta somera referencia a un solo párrafo del preámbulo de la Constitución para hallar el fundamento más sólido a la laicidad. El secularismo es la expresión de que el mundo se explica, simplemente, por la vida de sus habitantes y que, por tanto, la sociedad se rige por el fruto de la experiencia humana. El secularismo implica la separación entre lo religioso y lo que pertenece ‘al siglo’, y conduce a que el gobierno de los hombres deba basarse en la ciencia y no en la superstición. La Constitución de Cádiz fue una primera norma secularizadora cuando, por vez primera, previó que la religión se ejerciera en el marco de la legislación del Reino.

La llamada norma constituyente, el artículo primero, al señalar que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, cuatro conceptos al servicio de los cuales se ha puesto siempre la Francmasonería. Esta declaración tiene un valor normativo directo sobre la elaboración y la aplicación de las leyes, y al interpretarla no cabe olvidar el significado histórico de su presencia en el artículo primero, que no es otro que el de la consagración del rompimiento con todas aquellas concepciones de España que durante el siglo XIX y el siglo XX se consideraron a sí mismas contrarias a la libertad, la igualdad, la justicia o el pluralismo, es decir, las que sometieron a los súbditos a la arbitrariedad del poder, las que construyeron o perpetuaron privilegios, las que negaron la libertad en cualquiera de sus facetas y las que instrumentalizaron la impartición de justicia al servicio de sus intereses. La Constitución, por tanto, rompe con el absolutismo de Fernando VII y de los defensores de la monarquía católica, con el tradicionalismo carlista y con el nacional-catolicismo franquista, sin posibilidad de vuelta atrás. A pesar de las declaraciones de algunos protagonistas de la transición política sobre el carácter integrador de la Constitución, en el sentido de la superación de la teoría de las dos Españas, este aserto sólo responde a la verdad en la medida en que tal integración se consigue a través del reconocimiento a todos de los derechos de la ciudadanía, una cuestión ajena por completo a la España ‘blanca’ que veía en el Estado una amenaza a la religión o que, como mal menor, toleraba un Estado sometido sin matices a la religión, considerando una afrenta a la misma el pluralismo religioso, la libertad de conciencia, la enseñanza pública, la increencia, los cementerios civiles o la autonomía del Derecho privado en materia de matrimonio, filiación o vida asociativa, por poner sólo algunos ejemplos. Tras la Constitución asienta sus reales la España liberal, la que se descubrió a sí misma en Cádiz hace ya más de doscientos años, que es un país para todos. La España liberal es, en primer lugar, secular, y, poco a poco, en 1870 y en 1931, laica.

laicoEl eventual enfrentamiento entre el ciudadano, configurado por el ordenamiento, y el fiel, descrito en algunas opciones religiosas, es resuelto por el artículo 10 de la Constitución al incluir entre los fundamentos del orden político y de la paz social el libre desarrollo de la personalidad. Una vez más, entre la nostalgia tradicionalista del sometimiento clerical y la apuesta liberal por la autonomía personal, la norma primera no toma la vía del medio, sino que considera la emancipación de los ciudadanos como un imperativo constitucional. Así ha de entenderse del magnífico itinerario de construcción de la ciudadanía contenido, precisamente, en el recién mencionado artículo 10: en él se parte de la dignidad de la persona, para protegerla mediante una esfera de derechos inviolables, que permiten y conducen hacia el libre desarrollo de la personalidad, como ya he señalado, mediante el respeto a la Ley, que es también respeto a los demás, importante hasta tal extremo que se opta por otorgarle la garantía de los tratados y de la jurisdicción internacional.

Por si fuera poco, el valor igualdad halla su contrapartida, con naturalidad, en la prohibición en el artículo 14 de la Constitución de la discriminación por nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social. Esta prohibición compele a los poderes públicos al desarrollo de políticas activas antidiscriminatorias y no sólo al mantenimiento del statu quo.

En este marco, la ciudadanía alcanza a todos y no admite exclusiones de clase alguna. En materia de convicciones, en lo que aquí interesa, el artículo 16.1 de la Constitución garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de individuos y comunidades, como un lógico complemento de los principios de igualdad y de no discriminación, recién glosados. Nos hallamos ante un rompimiento histórico con el clericalismo católico sostenedor firme de la religión de Estado y con la prevención hacia cualquier nuevo clericalismo que pudiera surgir, por ejemplo, bajo la máscara engañosa del llamado multiculturalismo. La libertad ideológica, religiosa y de culto tiene dos vectores o, como se dice habitualmente, fueros: uno interno, que corresponde exclusivamente a cada persona y que le permite ejercer en cada momento su autodeterminación individual e indelegable sobre la materia; otro, externo, que afecta no sólo a los individuos, sino también a las comunidades, para que puedan practicar el culto en los templos o incluso, con sujeción al ordenamiento común, en las calles. No existe, sin embargo, un derecho de las comunidades religiosas a mantener a sus miembros bajo su férula si ellos no lo desean, ni a ejercer ningún tipo de violencia física o psicológica para retenerles en sus filas o para constreñirles a una determinada conducta, ni a desarrollar un proselitismo agresivo. Sí existe, en cambio, el derecho a cambiar de religión o de abandonar la religión. Cualquier tipo de policía de las buenas costumbres es contraria al valor de libertad, al libre desarrollo de la personalidad y a la libertad ideológica, así como al sistema axiológico de una sociedad abierta. El principio de laicidad no excluye a las religiones ni las combate, sino que, como he dicho, las integra en la Ciudad, otorgándoles una patente democrática. El mecanismo que utiliza la laicidad es el sometimiento de las confesiones religiosas a la Ley, dejando el control de este sometimiento, como ocurre con cualquier persona, en manos de jueces y tribunales.

laicidadLa libertad ideológica, religiosa y de culto coadyuva al libre desarrollo de la personalidad, como es propio de todas y cada una de las libertades, las cuales a su vez ni son absolutas, pues han de cohonestarse entre ellas, ni son más que especificaciones de la libertad como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico. La Constitución, al usar el singular, considera la existencia de una sola libertad descrita por tres adjetivos. Forzoso es interpretar que esta opción significa la estrecha unidad entre las tres dimensiones de un mismo concepto, así como la adhesión a los instrumentos jurídicos internacionales, como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, que lo utilizan. En méritos de esta libertad el ciudadano ve reconocida su independencia frente a cualquier poder, político, económico o religioso, que quisiera restringir su capacidad de definir su concepción del mundo en general o sobre cuestiones específicas en particular. Así formulada, hace innecesarias las disquisiciones sobre el concepto de religión o de ideología, porque su alcance es omnicomprensivo. La libertad ideológica, religiosa y de culto –que podría resumirse como libertad de conciencia, si le damos a este concepto su significado más generoso- es ausencia de coerción (la inmunidad de coacción de la sentencia del Tribunal Constitucional de 15 de febrero de 2001), por lo que se garantiza removiendo las barreras que pudieran suponer la existencia de esta última. No obstante, la naturaleza de estos obstáculos es muy diversa, dado que pueden proceder de una actuación política incorrecta, de una injerencia de ciertas opciones sobre otras o de la condena a la marginalidad derivada de situaciones de precariedad explicables por circunstancias ajenas a la propia ideología o confesión.

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