abril de 2024 - VIII Año

Platon, ¿empirista?

Nietzsche (1844-1900) sostuvo que la tarea de la filosofía del futuro, y de la suya propia, claro, consistiría en invertir el platonismo. Es decir, en eliminar la dualidad establecida por Platón (427-347 a.C.)  entre el “mundo de las esencias” y el “mundo de las apariencias”. O sea, la abolición de la dualidad de la esencia frente a la apariencia, para reivindicar la apariencia, es decir, el fenómeno. Mas la recusación nietzscheana no sería original de Nietzsche, pues reconduce a Hegel (1770-1831) y, más aún, a Kant (1724-1804). Y es que tanto Kant, como Hegel, centraron casi completamente su filosofía en esos asuntos. Y, desde luego, es más que dudoso que Nietzsche quisiera expresar lo mismo que ellos.

Quizá resulte demasiado abstracta esa idea nietzscheana de “invertir” el platonismo, que recuerda un poco lo que se ha dicho a menudo que hizo Marx (1818-1883) con Hegel, al darle presuntamente la vuelta. Y, además, ese propósito expresado de realizar la “inversión del platonismo”, ente otras dificultades, deja en la penumbra, casi fuera de visión, las motivaciones metodológicas reales de Platón para haber establecido esa dualidad. La motivación real de la Teoría de las Ideas platónica no se puede rastrear desde esa idea de “inversión”, sino que ha de buscarse, sobre todo, en el propósito platónico de seleccionar, pero de seleccionar ¿qué?

La dialéctica de Platón trataba de establecer un procedimiento de diferenciación que permitiese distinguir entre la “cosa” o el “objeto” mismos, de las imágenes con las que se nos presenta. Platón no buscaba meramente clasificar con más o menos acierto. Buscaba distinguir en los objetos que se perciben, en la realidad, lo que participa del ideal de cada uno de ellos, para seleccionarlo. Y para ese propósito se le hacía imprescindible dividir y separar el original (o modelo ideal) de las copias (o los objetos sensibles percibidos). De ese modo, era factible poder apreciar con claridad los modelos ideales de sus diferentes representaciones en la realidad y, sobre todo, permitía distinguirlos y separarlos de sus falsas representaciones (simulacros).

La dialéctica platónica, en principio, parecería así consistir en el desarrollo de un procedimiento de especificación.  Aparentemente, se trataría de ir dividiendo un género en las especies diferentes y hasta contrarias, que lo componen, al objeto de subsumir el objeto investigado bajo la especie adecuada. Pero esta visión de la especificación platónica resulta superficial en exceso. Si se considerase solo esto, sería muy correcta la objeción de Aristóteles (384-322 a. C.) de que la división y separación que conduce a la especificación es un silogismo mal construido y, por tanto, inaceptable. Pero no es un silogismo, sino un método empírico de indagación de la verdad.

El propósito real del proceso platónico de división y separación, no es el de dividir un género en especies para clasificar algo, Lo que pretende, desde la comprobación empírica (el diálogo), es determinar líneas de ascendencia que permitan efectuar la selección de los originales que se aproximan a los modelos ideales. En el diálogo El Político, al definir a éste como “pastor de hombres”, surgen otros como el médico, el educador o el mercader, que también pretenden reclamar para sí esa conceptuación de “pastor de hombres”, pero ¿quién es el que puede reclamar verdaderamente ese concepto para él? La división y separación tienen una finalidad mucho más profunda.

La selección opera sobre las aspiraciones de los diferentes pretendientes. La selección busca distinguir y separar lo auténtico de lo falseado, lo puro de lo impuro, la verdad del error y el bien del mal. La división y separación constituyen la prueba de oro, la prueba crucial. Es el método que permite someter al juicio de la razón a los diferentes pretendientes para juzgarlos. Así, se puede separar a quien participa del ideal, o quien se aproxima al modelo, de los falsos pretendientes, que no pasan de meros simulacros, fantasmas del modelo. El platonismo es una auténtica “Odisea del Espíritu”. Al igual que Penélope debe descubrir al verdadero pretendiente (Ulises) y rechazar a los falsos pretendientes que la acechan, debe el filósofo descartar lo falso y erróneo para alcanzar lo auténtico.

Claro que “participar” no es ser. En el mejor de los casos participar es tener, pero en un segundo orden. Platón, antes de llegar aquí, ha partido de una primera determinación al distinguir la esencia de la apariencia, lo inteligible de lo sensible, la Idea de sus imágenes, el original y la copia, el modelo y el simulacro. Las expresiones no son inocentes. Desde la esencia se llega al modelo de las copias, que no son en sí mismas el ideal. Las copias participan del ideal, pero solo lo poseen en segundo término. La distinción se ha desplazado para desembarcar en la realidad sensible, dentro de la que se selecciona entre dos clases de imágenes: las copias y los simulacros. Las copias poseen el ideal en ese segundo grado y, por tanto, son pretendientes bien fundados acreditados por su semejanza con el modelo. Por el contrario, los simulacros son como falsos pretendientes, construidos sobre una desemejanza, una disimilitud.

Este es el sentido en el que Platón divide el dominio de las imágenes e ideas. De una aparte, se han de situar las imágenes icónicas, copias verdaderas, que son los pretendientes verdaderos. Del otro lado, se sitúan los simulacros fantasmales, las copias falsas, los falsos pretendientes. Y la aspiración del platonismo es la de seleccionar a los verdaderos pretendientes y rechazar a los falsos. Diferenciar las buenas y las malas copias o, mejor aún, las copias bien fundadas de los simulacros, condenados por la desemejanza. Se trata, como en La Odisea, de asegurar el triunfo de Ulises sobre los falsos pretendientes, de asegurar la primacía de las copias y rechazar los simulacros, para mantenerlos encadenados fuera del dominio del saber.

La dualidad verdaderamente trascendente en Platón no es tanto la que diferencia el ideal de las imágenes, sino la que asegura la distinción entre dos clases de imágenes existentes en el mundo sensible, dando para ello un criterio concreto. La relación entre las imágenes que efectúa el platonismo no es externa de cada una de ellas respecto a las otras. Es una relación interior de cada una de las imágenes directamente con el ideal, a través de la semejanza con el modelo. La semejanza es la medida de la pretensión. No se trata de saber si esta sentencia judicial es más justa que esa, o que aquella otra, sino de precisar qué relación tiene esta sentencia directamente con la justicia, y hasta qué punto se funda en ella. Las “copias” se analizan en función de su aproximación al modelo, y las copias bien fundadas son las que más perfectamente imitan al “modelo”.

El planteamiento de Platón no remite pues a la definición de los modelos ideales y al juicio, desde ellos, de las representaciones sensibles, empíricas de cada uno de ellos. El procedimiento es el inverso. Se inicia por la revisión empírica de las copias en presencia. Como antes se mencionó, en El Político, se trata de conocer primero quienes pueden reclamar para sí la conceptuación de “pastor de los hombres”. El desarrollo del diálogo realiza la determinación del modelo ideal de “pastores de hombres”, a la vez que revisa los fundamentos de cada uno de los pretendientes, que soportan o no el paso de las sucesivas pruebas. El método platónico no rehúye, rechaza o excluye la comprobación empírica, al contrario, arranca de ella

El empirismo no se ha contrapuesto nunca a la razón. Lo opuesto al racionalismo no es el empirismo, sino que es el irracionalismo. Pero el empirismo siempre advierte contra el uso abusivo de la razón. Lo característico del empirismo es poner el acento en la experimentación, para someter a prueba los conocimientos y verificarlos. De este modo constituye también un límite al ejercicio excesivo de la racionalidad: pone en guardia frente a los excesos logicistas y a la matematización excesiva de los saberes, si no se mantiene la más estrecha relación con la comprobación experimental. El empirismo niega la pretensión de establecer verdades racionales necesarias, fuera del ámbito de las matemáticas y la lógica. Fuera de esos ámbitos, no cabe establecer verdades que valgan de manera tan absoluta, que haga innecesaria, absurda o contradictoria su verificación.

El platonismo ha sido considerado siempre un racionalismo radical, y quizá lo sea. Pero no sería menos cierto que Platón nunca minusvaloró o despreció la verificación empírica, que está situada en la misma base de su método dialéctico. Paradójicamente sí le sucedió esto al aristotelismo que, pese a su “realismo” confió en exceso en la potencia de la lógica y la matemática como para desarrollarlas, aún contra la evidencia empírica, a veces. La escolástica medieval ofrece abundantes ejemplos de esto último, pues tuvo que realizar una exhaustiva depuración de paralogismos y razonamiento falsos, pero de correcta apariencia de construcción lógica.

En el momento de esplendor de la escolástica medieval, en los siglos XII y XIII, la escolástica franciscana se diferenciaría de la escolástica de los dominicos por la inspiración platónica franciscanos, frente a la inspiración aristotélica de los dominicos. Y sería en el entorno de la escolástica franciscana -platónica y agustinista- donde aparecerían las primeras formulaciones claramente empiristas en filosofía, de la mano de los británicos Rogerio Bacon (1214-1294) y su maestro Roberto Grosseteste (1175-1253). Ambos sentaron en Inglaterra las líneas básicas de lo que, con el paso de los siglos, se conocería como el empirismo inglés.

Grosseteste realizó una amplia revisión crítica del pensamiento aristotélico, restando valor a los “silogismos demostrativos” y proponiendo la técnica del experimento controlado como el método innovador para la investigación. Para él, la aplicación sistemática de las matemáticas sobre datos cuantificables, calificables y catalogados sería condición sine qua non para el éxito de un experimento. Su discípulo Rogerio Bacon, coetáneo de Santo Tomás de Aquino (1224-1274) enriqueció dicha visión de la praxis científica, poniendo el énfasis en el papel que tienen la observación y la experiencia. También propuso la creación de una scientia experimentalis para abordar el conocimiento de la naturaleza.

Más tarde, en el Renacimiento, sería el español Juan Luis Vives (1492-1540) en su obra De Disciplinis, quien daría un nuevo impulso al desarrollo de la investigación científica. Es precisamente en esta obra de Vives donde mejor se aprecia la gran innovación que él significó en el cambio de actitud respecto a los saberes científicos. La actitud de Vives fue trascendental en la percepción de la importancia y de las implicaciones que tenían las ciencias en el ámbito del conocimiento. Para él, los nuevos saberes científicos derivaban de la observación, de la experimentación, de la medición y, a partir de los datos obtenidos, usando el método inductivo, era posible establecer leyes generales de la naturaleza. Vives, iniciador de la reforma de la filosofía escolástica en el Renacimiento, partía de una visión inspirada en el platonismo.

Casi siempre constituye un error el aplicar calificaciones modernas o incluso actuales a los antiguos. Pueden resultar útiles, a veces, para facilitar la comprensión. A cambio desnaturalizan y mucho, tanto a la propia calificación, como a lo calificado por terminologías extemporáneas, aplicadas retrospectivamente. Las calificaciones de “idealismo”, “empirismo”, “materialismo” u otras, son de creación demasiado posterior al mundo helénico como para poder ser significativas en el contexto griego, y resultan realmente complicadas de aplicar a la filosofía clásica. Pero en el caso de Platón, el error se aproxima peligrosamente al disparate.

Quizá, la cuestión planteada por Nietzsche a que se hacía referencia al comienzo de este texto, sobre la necesidad de que la filosofía del futuro rompiese con el platonismo para recuperar el desechado simulacro, nos ayude a comprender, más que a cualquier otra cosa. Comprender, desde luego al propio Nietzsche, y comprender el propósito que alentó a Kant y a Hegel, para abordar la gigantesca tarea de trazar el camino futuro de la filosofía. Tanto ellos, como otros muchos, tropezaron siempre en los problemas que presenta el platonismo, siempre capaz de asumir y de incluir todas las objeciones.

Pero, sobre todo, permite aproximarse al personaje y comprender mejor el papel real de Platón en la Filosofía. Un papel fundante, en primer lugar, pues hasta Platón, la filosofía nacida de los primeros pensadores helénicos (sofoi=sabios) no había pasado de sus prolegómenos. Los sofoi fueron la gran aportación griega a un mundo. Hasta su aparición, la humanidad sólo había conocido a figuras como el chamán, el vidente, el oráculo, el sacerdote o el profeta, que no dudaban al impartir las verdades y los augurios revelados por los dioses. Eran hombres sin duda sabios, pero de otro modo, pues su sabiduría era reflejo del hecho de estar poseídos por la divinidad. Frente a todos ellos, los sofoi fueron hombres que hablaban desde su propia razón y que se planteaban muchas dudas y muchos problemas. Dudas y problemas que dieron paso a la reflexión sobre sobre los dioses, sobre el mundo y sobre el hombre.

Platón posee un papel fundante, que no poseen los que le precedieron. Pero, a la vez, también posee un papel definitorio. Porque Platón formuló un método y una disciplina, probablemente en su integridad, en el que la “inversión” nietzscheana no es más que un episodio del método platónico. Quizá sea el momento de recordar aquello que se ha dicho en tantas ocasiones: la Historia de la Filosofía es una larga y siempre inacabada serie de comentarios a la obra de Platón. Esa es su importancia, su grandeza y su gloria.

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