mayo de 2024 - VIII Año

Ignacio Gómez de Liaño: “Con Japón tuve una relación de amor-odio”

Ignacio Gómez de Liaño, filósofo entre tantas otras cosas, publica el primero de sus diarios de Oriente (Diario de Oriente I), bajo el sello editorial Confluencias. Lo escribió durante su primer viaje a Japón entre 1984 y 1985. En esos dos años fue Profesor visitante en la Universidad de Estudios Extranjeros de Osaka. Aunque madrileño de origen, su familia procede de Peñaranda de Bracamonte, localidad salmantina que siempre tuvo una interesante vida cultural y literaria, en la que se embarcó desde muy joven. La ciudad tenía su propio teatro —el Calderón— y su periódico y fue lugar de nacimiento de personajes ilustres como el ventrílocuo Wences Moreno —que triunfó en Broadway— y el mecenas Germán Sánchez Ruipérez —que creó la Fundación que lleva su nombre—.

Con los años, la intensa y variada producción de Ignacio Gómez de Liaño hace que algunos piensen que no solo hay uno como tal, sino muchos otros que se esconden tras el mismo nombre, como si de un delirante juego de heterónimos se tratara: el poeta experimental, el profesor universitario, el novelista, el filósofo e incluso —en el colmo del más disparatado despropósito— el polémico juez Javier Gómez de Liaño. Ante semejante observación, nuestro entrevistado esboza una sonrisa de estupor.

Con motivo de la publicación del citado diario, Entreletras conversa con él. A fin de encontrarnos con el único Ignacio Gómez de Liaño que viste y calza, este —todo hospitalidad— nos recibe en su domicilio del casco histórico de la capital. Tras franquear la puerta de entrada, un largo pasillo —flanqueado por unas largas estanterías atestadas de libros— da paso a un amplio y luminoso salón en el que discurre el animado diálogo.

En su momento, usted escribe los diarios con un objetivo estrictamente personal sin ningún interés en publicarlos. La pregunta es obligada: ¿por qué se decide a sacarlos ahora?

El editor de la editorial Confluencias sabía que yo ya había publicado diarios, como En la red del tiempo, escritos entre el 72 al 77 (mil setecientas páginas). También conocía los extractos de mi diario que tenían que ver con mi amistad y relación con Salvador Dalí. Asimismo, sabía que yo había tenido estancias de profesor en el Japón y en China, en Osaka y en Pekín. Al final de mi estancia en Osaka, de marzo a marzo del 84 al 85, me invitaron a ir también a China: fui el primer escritor español invitado oficialmente, por eso pude entrar en el país; si no, no habría sido posible. Esas dos primeras semanas en China fueron tan intensas que escribí muy poco en el diario. Generalmente escribía menos cuando estaba más ocupado, pero sí tenía documentos sobre lo que hice en esas fechas. Hace dos veranos mi editor se puso en contacto conmigo porque quería publicar los borradores –así llamaba yo a mis diarios- que había escrito allí. Los volví a leer, los transcribí, los pasé al ordenador y se hizo un gran trabajo editorial. También busqué las fotos que yo había hecho durante aquella época, y los documentos que conservaba.

¿Y por qué empezó a escribir el diario?

Yo pienso que era casi una forma de examen de conciencia, de meditación, de volver a pensar las cosas del día. También creo que tenía algo de terapia, digamos, porque yo tenía una vida muy agitada en Madrid, con muchos contactos, con muchos encuentros, y era una manera de pararme y, al pasarlo a la página, de ver mi vida desde fuera.

Yo llamaba a mis diarios borradores, porque como tenía muy buena memoria, creía que de esa manera borraba lo que hacía cada día. Luego no era así, pero bueno… No era un borrador en el sentido de pruebas para hacer después la copia última, sino que con ello me refería a borrarlo de la memoria dado que mi vida ya estaba en el papel.  El tema de la memoria siempre me ha interesado mucho.

Estrella de Diego en su libro ‘Rincones de postales: turismo y hospitalidad’ hace la distinción entre el viajero y el turista. En su caso, la categoría no es ni la una ni la otra, puesto que usted iba a trabajar.

Sí, sí. Y a investigar, a estudiar, a conocer otra cultura, otro mundo. Y todo se produjo, como siempre ocurre, por las circunstancias. Yo sí tenía mucho interés en la cultura japonesa. Había leído el Genji Monogatari de Murasaki Shikibu —una novela de hace mil años— e incluso le había dedicado unas páginas en el primer capítulo de mi libro El idioma de la imaginación, que apareció en el 83. La comparé con El tiempo perdido de Marcel Proust. Yo daba, en ese momento —hasta el 72—, clases de Estética en la Escuela de Arquitectura de Madrid, y recuerdo que di unas semanas clases de estética zen. Es decir, que tenía ya un acercamiento a la cultura japonesa. Por diferentes circunstancias se puso en contacto conmigo el profesor de español de la Universidad de Tokio. Le llevé por Madrid, y entonces él me presentó al embajador Eikichi Hayashiya, que había traducido con Octavio Paz, del que era amigo, a un gran poeta japonés. Entonces, este señor —un hombre culto, que había estudiado Derecho en Salamanca, como mis padres— me propuso ir, en muy buenas condiciones, a Osaka.

Yo acepté y curiosamente nada más llegar, se celebraba el milenario de Murasaki Shikibu, fui a visitar su celda —donde escribió la novela—, que estaba al lado del lago Biwa, y me entusiasmó mucho recorrer los monumentos y palacios del país. En ese sentido tuve suerte porque un amigo de Tokio consiguió un permiso raro de la Casa Imperial para que pudiera visitar la Villa Katsura y al Shugakuin, lugares que a los japoneses no se les suele permitir visitar.

Era, pues, un viaje de conocimiento, de exploración, de descubrimiento… Eso sí, complicado también porque tuve problemas con la universidad, que se cuentan en el diario.  Teóricamente, yo no podía salir fuera del Japón durante el primer año que estaba dando clases allí. Pero mi madre tenía un cáncer terminal, lo que por cierto estuvo a punto de impedir que me fuera al Japón. Ella fue precisamente la que me animó a hacer el viaje. Antes de marcharme, le dije: “No te preocupes, en agosto estaré de vuelta aquí unas semanas”. Entonces volví. Normalmente, los japoneses son muy reglamentarios, pero luego se callan las cosas y salen fuera del país sin decir nada. Pero yo, como era un asunto tan dramático de mi vida, sí lo dije. Debieron de pensar que era un pretexto que ponía para irme de vacaciones fuera del Japón. Esto me ocasionó muchos problemas. Después, cuando en octubre falleció mi madre, se llegaron a arrodillar pidiéndome excusas. Sin embargo, ya no quise quedarme un segundo curso allí. A pesar de todo, fue un viaje muy interesante.

Que trajo otros igualmente interesantes…

Sí. Como antes te decía, luego tuve la suerte de ser invitado a China, que era lo que quería hacer. Antes, cuando volvía de España, estuve diez o doce días en Egipto donde pude admirar todos sus monumentos y, naturalmente, los de El Cairo también. Luego, en las navidades, como mi hermano mayor —que falleció hace dos años— vivía en Filipinas con su familia, fui a visitarle, con lo cual puede conocer esas islas. Después volví por México, donde me atendió muy bien el poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez. Y finalmente, llegué a Puerto Rico, y allí me instalé en la casa de un poeta amigo mío que había conocido durante la carrera de Filosofía en Madrid. Él era de origen cubano, Luis Cartañá. Estuve unas semanas: di conferencias, me hicieron entrevistas, etc. De hecho, en el 84-85, di la vuelta al mundo.

Decía Gastón Bachelard que “se sueña antes de contemplar. Y solo se mira con pasión estética los paisajes que primero se han visto en sueños”. ¿Qué había soñado usted sobre Japón antes de llegar allí? ¿En qué medida el viaje imaginario tiene una connotación profunda, mayor que la del geográfico?

Sí, el sueño estaba suscitado —creo— por la novela Genji Monogatari de la que antes te hablaba. Además, se trata de un mundo muy ceremonial, muy esteticista, también muy interior. Ahí estaba el budismo, un mundo que me interesaba mucho y que estudié en otras obras, como El círculo de la Sabiduría. Es verdad que yo no conocía la otra cara de la moneda, que es la de un mundo muy rígido, muy reglamentarista, en el que la gente no se atreve a expresar directamente lo que piensa: la hipocresía es muy normal. Es decir, que también descubrí otro Japón que no me imaginaba. Pero ese viaje fue muy importante para mí por otra razón: poco después de llegar hubo una gran exposición de arte de Gandhara que visité. Aún conservo el catálogo. El arte de Gandhara es un arte helenístico-romano que se afincó en Pakistán y Afganistán. Todo este proceso viene desde Alejandro Magno y, después, se afianza con los reinos indogriegos, etc. Pues bien, esa exposición me descubrió que el origen de la iconografía budista está en el arte de Gandhara. Por eso los japoneses estaban interesadísimos en ver todas esas esculturas de Budas y Bodhisattvas. Y para mí fue muy impresionante porque yo desconocía que el origen de la iconografía budista —ese mundo para mí tan oriental— era helenístico-romano. Fue entonces cuando empecé a pensar en las relaciones entre el mundo occidental, mediterráneo, y el mundo oriental de China-Japón, a través de la India-Pakistán. Por eso cuando ya me trasladé a China, cuatro años después, lo primero que hice fue ir a conocer las cuevas de Yungang de Datong. En esos acantilados hay cantidad de esculturas de estilo gandharita ya del siglo V, mientras que las de Gandhara son de los siglos II, III y IV.

Estas investigaciones son las que recogió en su célebre libro El círculo de la Sabiduría, donde hace un estudio también de los mandalas.

Sí, claro. Sin esas estancias y esos conocimientos, no habría iniciado mi principal investigación de historia de la filosofía y de la religión que es El círculo de la Sabiduría —un total de mil trescientas páginas— y las trescientas de Filósofos griegos, videntes judíos, que le sirve de introducción. En esa obra reconstruyo los diagramas utilizados por las diferentes escuelas gnósticas de los siglos II y III, y por los maniqueos desde el siglo III.

Además, sin esos viajes tampoco habría escrito mi principal novela que es Extravíos. En ella, los dos protagonistas, que son primos, Celso y Marcial, pasan mucho tiempo en el Extremo Oriente, en Hong Kong, Macao, Japón, China y otros sitios, pues son dos personajes muy viajeros. Esa novela —de setecientas páginas—, recoge de algún modo mis vivencias de aquellos años:  el mundo que viví en el Japón y en China, en el Extremo Oriente. Después, cuando regresé a China en 1989, pude aprovechar las vacaciones para conocer India, Nepal y Tailandia. También en otras novelas mías, como El juego de las salas de Salas, aparecen estas experiencias viajeras.

El círculo de la Sabiduría sorprendió mucho en su momento…

Claro que sorprendió, pero su tesis principal está demostradísima. De hecho, como no sabía que iba a llevar al frente esa enorme investigación, publiqué en 1992, en Revista de Occidente, un artículo sobre gnosticismo y mandala, en el que adelantaba la tesis de que los mandalas budistas se basan en diagramas mandálicos de grupos gnósticos procedentes del Imperio Romano, sobre todo de sus regiones orientales, en los que se basarían también los diagramas del maniqueísmo.  Seguí investigando porque no quería que se pensase que se trataba de una hipótesis mía. Pretendía aportar datos exactos y exhaustivos que certifican mi tesis, y por eso es por lo que me llevó tanto tiempo. En esos años escribí muy poco el diario, porque estaba totalmente inmerso en esa investigación.  Incluso, las escapadas que hacía a Italia, a Inglaterra o a Francia, tenían el objetivo de buscar libros sobre esa temática. Entonces, no había internet por lo que no había más remedio que ir a librerías, a bibliotecas, para conseguir documentación… El círculo de la Sabiduría supuso una nueva visión de las relaciones entre Oriente y Occidente…

Y volviendo a Extravíos, de los dos protagonistas —Celso y Marcial—, ¿con cuál de los dos se identifica?

Celso es poeta, hace unos experimentos poéticos en Coloane, una isla que pertenecía a Macao, donde también estuve. Allí hay una iglesia dedicada a San Francisco Javier, por cierto. Todos los experimentos que yo atribuyo a Celso, son los que yo hice en Ibiza en 1972. De modo que, en ese aspecto, yo me reconozco más en él, mientras que Marcial, su primo, es geógrafo y hombre de negocios.  Con esta faceta no me identifico tanto, aunque la conozca un poco por mi familia. Mi hermano mayor era economista y a mí la geografía me interesaba mucho. En ese aspecto de científico y de hombre de acción —que vive más en la realidad que en la fantasía— pude encontrarme también en ocasiones…  Digamos que, en una época, soy más Celso, pero quizá en otra soy más Marcial… Pero ambos me interpelan.

La novela tiene un simbolismo un tanto quijotesco…

Sí. A su manera, naturalmente. Los dos personajes son la cara y la cruz de la misma moneda. En mis novelas, tanto en esta como en Arcadia, casi todos los personajes se basan en personas que he conocido, a los que atribuyo otras cosas y los coloco en lugares diferentes. Por supuesto, les cambio el nombre…  En fin, ese es el juego del narrador, de la literatura, del novelista: la mezcla de ficción y realidad.

Ha hablado antes del silencio como rasgo del pueblo japonés.  Entiendo que el silencio tiene que ver con el concepto de la nada. Como filósofo, ¿qué relación mantuvo entonces con la filosofía de la nada de la escuela de Kioto, y con el zen?

He tenido en cuenta, sobre todo, la escuela mahayánica del budismo, que estudio muy a fondo al comienzo del segundo volumen de El círculo de la Sabiduría. Allí demuestro que esa escuela tiene íntima conexión con la filosofía de la Academia Nueva de Atenas, que regentó primero Arcesilao y después Carnéades, y que daría lugar más tarde al escepticismo pirrónico, que se remonta al siglo IV a.C. De pronto, descubrí que hay sintonías entre ese pensamiento que nosotros entendemos como exclusivo de Oriente, de la India, de China, de Japón, y la filosofía de la Academia, como ocurría con el arte de Gandhara. Mi filosofía se alimenta, pues, de todos esos ingredientes. Quizá, el más interesante —no sé si atribuirlo al pensamiento budista o al de la Academia Media y Nueva de Platón— es el de ver el yo no como una sustancia, sino como un nexo, como un nexo de objetos cognoscitivos y de estados afectivos. Ahora bien, los objetos y estados forman parte de mi yo… El yo es una especie de ángulo donde convergen una serie de líneas, esas líneas son las factuales, digamos. Así era tal como pensaba yo en las cosas, sin preguntarme mucho de dónde me venían esas ideas.

Sin duda, que habrá influido todo ello, pero no he pensado mucho en cómo, porque cuando he expuesto mi filosofía —en Iluminaciones filosóficas y en el Breviario de filosofía práctica—, no hago historia del pensamiento: para eso están otros libros míos. Generalmente, a la hora de hacer filosofía me gusta mirar la realidad de frente, no acercarme a ella a través de documentos.

Durante su estancia en Japón, además del diario, escribe muchas cartas. ¿Se ha planteado también su publicación?

Me encantaría, pero tengo el inconveniente que supone recuperarlas. He podido conseguir una docena más o menos, que irán en el Diario de Oriente II. Algunas de ellas eran muy largas y representaban, por tanto, un complemento perfecto del diario, incluso superaban al diario ya que detallaba más cosas que las que pongo en el diario.  Consultándolo se puede saber quiénes son los destinatarios. A uno de los que más escribía era a Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo. También a otro amigo, Salvador Villena Rico, que no las conserva. No sé si Luis Alberto las conserva o no.

A Alfonso Lucini —que luego hizo la carrera diplomática y ahora está en Jerusalén y ha sido embajador en Atenas y en Roma— y a su mujer, Carmen Serrano de Haro —a los que conocí en Pekín— también les escribí mucho y a otros tantos que ahora no recuerdo. También escribí a editores, como por ejemplo Jesús Aguirre y a Jaime Salinas, que me visitó precisamente estando en Japón, porque entonces era director general del libro. En mi diario aparecen los nombres de las decenas de destinatarios de mis cartas, pero habría que tratar de localizarlas si es que las conservan…

Hablamos antes de la capacidad catártica o terapéutica de la escritura del diario. ¿No denuncia también, el desarraigo y la soledad en un mundo en cierto modo hostil?  ¿No late una especie de amor-odio a Japón en este ejercicio autoconfesional?

El amor al Japón tiene que ver con la parte estética, con la parte cultural del Japón. El odio con la organización reglamentarista, con la hipocresía…  Sí, el tema de la soledad también es importante, sobre todo yo la sentí más cuando llegué a China, pues, después de dictar las conferencias oficiales que di en Pekín, Xian y Shanghái, me moví varias semanas por mi cuenta. Ahí ya no conocía a nadie. Aunque disfruté de experiencias muy curiosas. En esa parte del viaje a China ya de 1885, meses de marzo y abril, fui a muchos sitios. Entre otros, fue impresionante para mí la travesía del Yangtsé por las gargantas. Hice gran cantidad de fotografías: en el libro aparecen algunas. Después de esto, llegué a Chongqing y de Chongqing fui a Kunming, que es una ciudad preciosa con un entorno bellísimo con muy buen clima, en el suroeste de China. En China, por supuesto, nunca se podía reservar hoteles, ni vuelos, ni trenes, sino que todo lo tenías que hacer sobre la marcha. No había agencias para eso, y vi que tenía que quedarme más días de los que yo pensaba en Kunming.  No me importó porque me gustaba mucho.

Su libro se aleja mucho de los libros de viajes de los románticos como Chateaubriand o Flaubert. ¿Para publicar los diarios ha “literaturizado” su redacción o ha conservado la letra original?

La he mantenido. He hecho los cambios mínimos pertinentes para su comprensión, algún que otro signo de puntuación —como se hace cuando llegan las pruebas de imprenta de un libro que está en proceso de edición— y poco más. Si hay algún añadido lo pongo en nota a pie de página, pero no en el texto. He eliminado no demasiadas cosas, pero sí aquellas que podrían afectar a alguna persona en particular. A mí me gusta que los diarios aparezcan como se escribieron.  Muchas veces se publican como diarios lo que en realidad son memorias o bien una mezcla de ambos géneros. Para mí las memorias siempre son una obra ficción. Entiendo que uno puede escribirlas a partir de un diario, pero son cosas distintas. Yo ya no lo presentaría como tal.

Roland Barthes en El imperio de los signos se acercó a Japón a través del signo. Si bien el diario usted lo ha escrito desde otra perspectiva, me gustaría saber si, aparte de escribir, ¿solía dibujar en ellos?

Alguna vez dibujaba.  No muy a menudo y cuando he dibujado algo ha aparecido publicado. Es verdad que lo hacía más en los años anteriores, no tanto en los 80. Por ejemplo, en la edición que se hizo de En la red del tiempo 1972-1977 hay bastantes dibujos porque estaba más implicado en la poesía experimental y en la poesía visual. Mientras que en tiempos posteriores he ido abandonando el dibujo.

Muchos nos acercamos a Japón a través de los clásicos de su cinematografía ¿En qué medida las películas habían influido en su manera de entender la cultura del país?

En los últimos años veo muy poco cine, pero de joven veía mucho, también bastantes películas japonesas que me impresionaron, pero tengo muy mala memoria para el cine. Como antes he contado, la literatura alimentó más mi imaginario. Sí recuerdo, sin embargo, que las películas —pienso en Cuentos de Tokio— mostraban un mundo muy encerrado, las habitaciones muy aisladas con gente haciendo una vida enclaustrada: el abuelo, el padre…  Esas películas me mostraron una forma de vida muy diferente de la mía familiar y social. Entonces eso me intrigaba, pero he de decir que interpretamos —tanto la literatura como el cine— en clave europea. Cuando vas al Japón, la cosa es bastante distinta. Por ejemplo, uno piensa que el silencio de esas películas es propio de la película, es un objeto de ficción. Qué va. En la vida real siempre lo primero que hacen los japoneses es darte su tarjeta de visita porque así sabrás qué tratamiento social tienes que darle. Tuve muy buenas amigas alumnas japonesas y una de ellas, Ikuko —que sabía muy bien español porque había vivido en Venezuela—, me decía que los japoneses creen que se entienden sin palabras y la realidad es que —me aclaraba— aquí no se entiende nadie.

En aquella época, yo leía un periódico japonés en inglés y una de las noticias decía que los sindicatos se reunían para ver si se ampliaban las vacaciones anuales de tres a cuatro días. Pensé que era una errata y que sería de treinta a cuarenta días. ¡No lo era!  Pero también debo decir que en el Japón tuve un contacto muy importante que me facilitó mucho la comprensión y después publiqué en El País un artículo controvertido que titulé “Japón, sociedad secreta”, que aparece en mi diario, donde doy claves sobre la cultura del país.

Para hacerse una idea de cómo son allí las cosas, voy a contar la estrambótica situación que vivió el niponólogo José Luis Álvarez-Taladriz, que había llegado al Japón el año 34 o 35, enviado por la Junta de Ampliación de Estudios. Era amigo de Luis Díez del Corral y había colaborado en La Barraca de Federico García Lorca. De hecho, yo le llevé allí un libro de Díez del Corral. Le pilló la Guerra Civil en el Japón y al retirar al embajador español, estuvo de representante de la República. Cuando yo llegué era vicecónsul honorario y profesor emérito de la misma universidad donde yo daba clases. Muy aparatoso en su manera de hablar, era grandote y gordo, hablaba con mucha gestualidad, un poco de los años 30. Nos veíamos mucho y hablábamos por teléfono con bastante frecuencia. Estaba casado con una japonesa y me contó que cuando tuvieron su primer hijo, había que legalizar la presencia de la criatura allí. Pero no estaba establecido en la ley ese tipo de matrimonios mixtos, así que la única solución pasaba por ponerlo en el registro de artículos importados del extranjero. Como era abogado llevó el asunto a juicio, pero lo perdió, de modo que acabó llevándolo al Supremo, para que sirviera de escarnio. Así es la vida japonesa. Se quedó impresionado con mi artículo donde equiparaba a Japón con una sociedad secreta, que fue bastante escandaloso porque les puse en su sitio a los japoneses para bien y para mal.

¿Y qué razón encuentra para el comportamiento y el encerramiento del japonés y su hipocresía social y su silencio?

El confucianismo. El individuo tiene que atenerse al grupo; primero a la familia y después a la sociedad. Por eso es un régimen muy ordenancista. Adoptan la religión del orden social y así la japonesa es una sociedad muy ordenada socialmente, a cambio de que no puedes decir lo que sientes si eso va a incomodar. Generalmente, lo que uno siente debe acomodarse al conjunto. Ese confucianismo ordenancista y reglamentarista se complementa con el budismo que viene a decir que no existes: eres solo una apariencia, una fantasmagoría. Había una gran seguridad social en la vida cotidiana, la gente vivía en condiciones mínimas de vivienda, los horarios de trabajo eran enormes. Yo me quedaba asustado.  Jornadas laborales de nueve horas durante seis días semanales cuando en las ciudades más importantes, como Tokio y Osaka, el transporte le puede llevar a uno una hora u hora y media para llegar al puesto de trabajo. Y la gente lo acepta estoicamente, sin protestar.  A ello hay que añadir una tercera cualidad que sirve de complemento positivo: el amor a la naturaleza. Aquí no sabemos que prácticamente más de tres cuartas partes del territorio del Japón es naturaleza viva: sin caminos, ni pueblos, ni nada.  Toda la población está concentrada sobre todo en las regiones del Kansai —donde se encuentran Kioto, Osaka y Kobe— y del Kanto —la zona de Tokio—. Es decir que es una sociedad con una alta demografía en las grandes ciudades; el resto es pura naturaleza. De ahí la fascinación que sienten los japoneses por los jardines que desempeñan una función de homeostasis psicológica, como contrapeso a la rigidez de las estrictas normas sociales. Por último, la insularidad también tiene algo que ver en la actitud reservada del japonés. Inglaterra está a menos de veinte kilómetros de Francia, pero Japón está separado a más de doscientos del continente asiático, lo que explica que no haya permitido muchos contactos hasta el siglo XIX.

¿Hay edición japonesa de los diarios destinada al mercado oriental?

Que yo sepa no. Hay libros míos que se han editado en Alemania, en Italia, en Egipto… como El Reino de las Luces. Carlos III entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Y, en otro tiempo, Bruno Mondadori publicó algunos libros míos de tipo más bien filosófico. Pero ahora mismo tengo muy pocas relaciones con el Japón y tampoco con los amigos diplomáticos que conocí allí. Sí que hubo edición japonesa de mi libro sobre Dalí que publiqué en 1982 en Polígrafa con muy buenas láminas. Salió también en francés, inglés, alemán, italiano, catalán y otras lenguas. Pero los diarios no sé si tendrán la oportunidad de ser publicados en Japón. Hace poco los presenté en la Casa Asia, de Madrid.

Y ya para finalizar me gustaría saber si piensa regresar allí.

En principio, no quiero volver ni a Japón ni a China. La razón es que conservo tan vivo el recuerdo de aquellos años que pienso que si regreso se me borraría ese Japón y esa China que yo conocí, porque quedaría superpuesta la imagen moderna que acabaría anulando la que tengo. Por eso es por lo que no he puesto especial interés en ese regreso. Sí de viajar a otros sitios del Extremo Oriente que no pude conocer entonces, como Angkor Wat, en Camboya.

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Archivo Entreletras

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