El pasado 18 de octubre de 2024, se conmemoró el 200 aniversario del nacimiento de D. Juan Valera y Alcalá-Galiano (1824-1905). El Ateneo de Madrid, del que fue socio ilustre que figura en su famosa galería de retratos, celebró dos actos, el 11 y el 18 de noviembre, para conmemorarlo. No faltaban buenas razones para hacerlo en el viejo Ateneo.
Y es que, la figura de D. Juan Valera, por derecho propio, se constituye seguramente en la de uno de los mejores arquetipos de ateneísta. No se interesó por ser directivo del Ateneo, pero tampoco dejó por ello de ser un socio muy activo. Nunca formó parte de la Junta de Gobierno del Ateneo, pero sí que participó activamente en la Sección de Literatura, que presidió dos cursos, y en la de Ciencias Morales y Políticas (actualmente de Ciencias Jurídicas y Políticas), en las que hizo notar su presencia. Sin duda que D. Juan Valera es una de las figuras más representativas del espíritu del Ateneo de Madrid, en todas sus épocas
Fue Valera el humanista español más destacado del siglo XIX. Nieto del ilustre marino militar y científico D. Dionisio Alcalá-Galiano (1760-1805), astrónomo y cartógrafo, que murió heroicamente en la Batalla de Trafalgar (1805), fue también pariente del no menos insigne político liberal D. Antonio Alcalá-Galiano (1789-1865), que lideraría el liberalismo moderado, desde 1836, y que presidió el Ateneo de Madrid en dos ocasiones.
Valera obtuvo su mayor celebridad literaria con dos novelas de éxito, Pepita Jiménez (1874) y Juanita la Larga (1895). Sin embargo, se conoce menos su faceta de crítico literario y, sobre todo, la de ensayista. Para muchos, como el hispanista británico Gerald Brenan (1894-1987), fue el más destacado crítico literario español, después de Menéndez Pelayo, con el que le unió una profunda amistad. Ambos, junto con Manuel de la Revilla, configuran el más destacado trío de críticos literarios españoles de la segunda mitad del siglo XIX.
Y se recuerda poco su obra como historiador. Fue él quien dirigió la confección y redacción de la edición definitiva de la Historia General de España, de Modesto Lafuente (1806-1866). Esa edición, fechada en 1877, continuó la historia inicialmente redactada por Lafuente, que llegaba hasta el final del reinado de Fernando VII. Valera continuó la narración de la Historia General de España, con la colaboración de Antonio Pirala (1824-1903) y Andrés Borrego (1802-1891). Con ellos, Valera dirigió la elaboración del Volumen VI, es decir, añadió las guerras carlistas, el reinado de Isabel II y el de Amadeo de Saboya y la Primera República, y terminó la obra con la Restauración de Alfonso XII.
Incluso hay una faceta de Valera mucho menos conocida aún, la de ensayista. Como ensayista y autor de Discursos Académicos, especialmente en la Real Academia Española, alcanzó probablemente la más penetrante y clarificadora mirada sobre España, los españoles y sus principales problemas. Una mirada tan profunda y larga sobre nuestra historia, que sigue vigente en gran medida hoy. Fue en los discursos de contestación a los de recepción de nuevos académicos, donde desarrolló algunas de sus más brillantes ideas sobre la cultura española, sus letras, sus artes, sus ciencias y su historia. De especial interés son sus discursos de contestación a la recepción en la Real Academia de D. Gaspar Núñez de Arce, D. Marcelino Menéndez Pelayo o D. Antonio Cánovas del Castillo, con los que le unió además una profunda amistad.
Ingresó temprano en la Real Academia Española, el 16 de marzo de 1862, con menos de 40 años, donde ocupó el Asiento I Mayúscula. Su discurso de recepción llevó como tituló el de Observaciones sobre la idea vulgar que hoy se tiene acerca del habla castellana y la que debe tener la Academia, y sobre la poesía popular.
A lo largo de su vida, Juan Valera simultaneó su vocación literaria con la carrera diplomática, lo que le permitió viajar por numerosos países de Europa y América, en sus sucesivas misiones internacionales, que le deparó la oportunidad de desarrollar una vida de personaje romántico, en la que abundaron los amores y numerosos proyectos frustrados de matrimonio. Su primer destino diplomático fue, en 1847, en el Reino de Nápoles, donde colaboró con el entonces Embajador de España, D. Ángel Saavedra, el Duque de Rivas (1791-1865). Tuvo luego muchos destinos, en Europa y América -Lisboa (Portugal) y Río de Janeiro (Brasil), Frankfurt y Dresde (Alemania), San Petersburgo (Rusia), hasta en Washington (USA).
El inicio de Valera en la diplomacia le facilitó una amplia y variada red de relaciones sociales. También el inicio de una carrera política que le llevaría pronto a sostener algunas célebres polémicas públicas. Además, participó igualmente en casi todas las grandes polémicas lanzadas por Menéndez Pelayo en el último tercio del siglo XIX, como las polémicas de la ciencia, la filosofía y la literatura españolas. De hecho, Valera mantuvo una estrecha relación intelectual con Menéndez Pelayo, hasta el punto de que, como señala Agapito Maestre, quizá la figura del polígrafo santanderino no hubiese alcanzado todo su esplendor sin Valera.
En sus polémicas más propiamente políticas, Valera contendió con algunos de los más célebres políticos de su tiempo. En 1857 tuvo lugar su polémica con Castelar (1832-1899), entonces estrella emergente del Partido Demócrata, que llevó a la publicación por Valera, en 1864, de su ensayo De la Doctrina del Progreso con relación a la Doctrina Cristiana. Una polémica que Valera sostuvo para revisar críticamente el anticlericalismo y la irreligiosidad del progresismo exaltado. En ese mismo año, presentó también su visión crítica sobre la obra de Juan Donoso Cortés (1809-1853), el famoso Ensayo sobre el catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo, en el que Valera rebatió las bases y fundamentos del conservadurismo radical del extremeño.
En 1858 ganó por primera vez acta de Diputado en Cortes, adentrándose en una carrera política que le llevaría a ser, durante el reinado de Amadeo de Saboya, Subsecretario y hasta efímero Ministro de Instrucción Pública, por unas horas y en funciones, en 1872. En el año 1867 se casó con Dolores Delavat, veinte años más joven que él, y con la que tuvo tres hijos. Y fue cronista de excepción en el turbulento periodo del Sexenio Revolucionario (1868-1874). De las experiencias vividas esos años dejó escritos sus ensayos De la Revolución y la Libertad Religiosa y, especialmente su Sobre el Concepto que hoy se forma de España. En la Restauración, militó en el Partido Liberal de Sagasta.
Después del caótico Sexenio Revolucionario (1868-1874), sin dejar la diplomacia, ni la política, se centraría cada vez más en el desarrollo de su obra literaria, sobre todo, a partir del éxito que alcanzó con su novela Pepita Jiménez, en 1874. En sus últimos años se consagró en el Ateneo, en las Reales Academias y en toda España, como el más destacado intelectual hispano de los años finales del siglo XIX. Murió en 1905, mientras preparaba un discurso sobre Cervantes, encargado por la Real Academia Española. Pero aún inspiraría el pensamiento y creatividad de otro ilustre ateneísta, D. Manuel Azaña Díaz (1880-1940).
Azaña se sintió atraído por la figura de Juan Valera, que le inspiró una aparente admiración y que también le sirvió para lograr su primer y casi único éxito literario: su Vida de D. Juan Valera, escrita entre 1924 y 1926, ganó el Premio Nacional de Ensayo en ese año. Vida de D. Juan Valera fue una obra que condensó, a la vez, la fascinación de Azaña por el Ateneo y, más aún, por Juan Valera, en quien casi lo personalizó, pero también expresaba una amarga crítica, que explicitaría años después en su Tres Generaciones del Ateneo (1930). No era de extrañar, pues esa misma crítica la suscitó en las jóvenes generaciones que protagonizarían la literatura y la cultura españolas en los comienzos del siglo XX.
Pero, como se ha dicho, esa fascinación encubría una fuerte carga crítica fruto, sobre todo de la incomprensión. Y es que la interpretación de Valera por Azaña, no separó la crítica a las políticas de la Restauración de la gigantesca obra cultural desarrollada bajo la misma, que protagonizaron Valera Menéndez Pelayo, etc., obra cultural que difuminaron quienes les siguieron. Problema éste que se agudizó por la pretensión adanista de “partir de cero” o “empezar de nuevo” rechazando todo lo anterior, de muchos de los hombres del 98 y de casi todos los de la Generación de 1914 (Azaña, Ortega y Gasset, etc.).
Las Reales Academias a las que perteneció, no han aprovechado la efeméride del bicentenario de Valera para destacar su obra y su figura como sin duda merecía, pero el Ateneo de Madrid, al que perteneció entre 1844 y 1905, más de sesenta años, si lo ha hecho.