noviembre de 2025

La poesía y su lectura: Una defensa de lo distinto

Ilustración de Eugenio Rivera

“La poesía es difícil”. ¡Cuántas veces lo habremos escuchado! Y lo que siempre me sorprende más de tal afirmación, así de dura y categórica, tiene que ver precisamente con ese afán totalizador, se diría que refractario a cualquier tipo de matiz. ¿Acaso la narrativa de Joyce, de Faulkner o de Onetti no es difícil en la mayoría de sus páginas? Y, sin embargo, parece que, al hablar de narrativa, los portones cómodamente franqueables del best seller de turno definen por entero la cuestión. Algo más o menos similar ocurre con el género ensayístico: nunca faltarán obras concebidas para una mayoría de lectores, monografías de tono divulgativo —pongamos por caso— en torno a la figura y el pensamiento de Albert Camus, susceptibles de ahorrarle al público menos riguroso el directo contacto con monumentos tales como El mito de Sísifo o El hombre rebelde. ¿Por qué el imaginario colectivo, pues, admite semejantes medias tintas con la narrativa y el ensayo, pero no con el aparentemente abismático e inaccesible hecho poético?

Creo que todo parte de un error de base; de uno bastante simple, a decir verdad: confundir lo difícil con lo distinto. En realidad la poesía rebasa los límites del fenómeno lingüístico con creces, en tanto hecho artístico valorado en todas sus posibles dimensiones; pero, si es el caso de tomarla aquí como proceso de comunicación cuyo estadio final recae únicamente en la recepción de los lectores, la poesía hace gala de una singularidad que merece ser examinada, siquiera a vuelapluma. La poesía es el arte de la connotación. Y preferir la sugerencia antes que todo aquello que pueda decirse o mostrarse abiertamente conduce a una apertura de referentes y significados que, de forma directa, apela a quienes leen, pues serán ellos, en última instancia, quienes habrán de discernir cuanto consideren oportuno acerca de un mensaje que les ha sido trasladado de manera deliberadamente no unívoca. Todo esto nada tiene de extravagante o de caprichoso. Que la poesía prefiera connotar a denotar es la lógica consecuencia del afán que siempre la preside: tratar de expresar lo inexpresable. Tratar de arrancarle a lo inefable sus íntimos secretos. De ahí su preocupación por los temas universales de la condición humana —el tiempo y su paso, la memoria, el olvido, la muerte o el amor—; de ahí su lenguaje concentrado e intenso; de ahí su querencia por el sentido figurado, capaz de hallarle a la realidad que nos rodea e invade estratos todavía sorprendentes, fascinantes en su insospechada novedad.

En una sociedad como la nuestra, regida por criterios de competencia y eficacia sobre parámetros cerrados de índole fundamentalmente economicista, defender la poesía, así como la necesidad de su lectura, se antoja un acto imprescindible, y casi de plena subversión. Defender la poesía es defender lo singular, y también el derecho a esa singularidad: el derecho, en fin, a fomentar y atesorar un espíritu crítico que pueda sublevarse ante las verdades espuriamente establecidas por el sistema. Defender la poesía es defender el valor incalculable de lo distinto. “(…) Mi ser, mi frente, mi corazón distinto”, como escribiera el lúcido Juan Ramón.

(Artículo publicado en el número 313, correspondiente al mes de febrero de 2023, de la Revista Covibar, de Rivas-Vaciamadrid.)

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