marzo de 2024 - VIII Año

Quevedo en sociedad I.- El hombre, la sociedad

Por Ricardo Martínez-Conde*.- / Diciembre 2018

QuevedoIniciamos aquí una colaboración en torno al escritor Quevedo y su relación con la sociedad de su época. La dividiremos en tres partes, a saber: ‘El hombre, la sociedad’, ‘La crítica como ‘función’ social’ y ‘Obra y vinculación cívica’.

El trabajo viene a ser, mutatis mutandi, la consideración un tanto ‘a vista de pájaro’ de una sociedad, la del siglo XVII, que tuvo su espejo a veces deliberadamente deformado- en la obra de un autor implicado decididamente en su representación.

En ese sentido podría leerse también como un homenaje a todos aquellos escritores que, aún a día de hoy, entregan su trabajo e inteligencia como una forma de vivir socialmente consciente; un tributo literario que equivale a una forma de entrega personal hacia una sociedad que les acoge y que, porque la aman, la critican. Y, siendo así, ¿sería exagerado considerar su obra como un referente, como una fuente histórica?

I.- El hombre, la sociedad

Francisco de Quevedo nace en Madrid el día 17 de septiembre de 1580, habiendo sido bautizado unos días más tarde en la parroquia de San Ginés. Era hijo de Pedro Gómez de Quevedo, secretario y escribano de cámara de la reina, y de María Santibáñez, dama de la reina.

Don Pedro y doña María habían contraído matrimonio en 1576, y fruto de la unión fueron cinco hijos: Pedro, el primogénito, que murió de corta edad, pasando sus derechos a Francisco; Francisco, el hombre que nos ocupa; Felipa, que llegó a ingresar en el convento de las Descalzas Reales de Madrid; Margarita, que casó con Juan de Aldrete (padres ambos de Pedro de Aldrete, heredero después de nuestro autor y recopilador de su obra), y María, hija póstuma que había de fallecer a la temprana edad de diecinueve años.

Pronto quedó Quevedo huérfano de padres; en 1586 moría su padre, falleciendo su madre cinco años después, esto es, cuando Francisco contaba escasamente once años de edad.

Aunque con antecedentes familiares de origen montañés (y ello era una nota de preeminencia social en la purista sociedad de la Corte), Quevedo nació en Madrid, quedando vinculado desde sus primeros años a la vida cortesana. Este vínculo, no obstante, se hubiera roto a la muerte de su madre de no mediar la protección del Secretario del Consejo de Aragón, don Agustín de Villanueva, casado con una prima suya, quien le tomó en pupilaje. Por esta razón hubo de ir, en su día, a vivir a Valladolid, a donde había trasladado su sede la Corte de Felipe III, y ya durante toda su vida se había de mantener ligado a los avatares de la Corte (y más concretamente aún, si bien con sensibles altibajos, a Palacio).

quevedo3Innumerables páginas se han escrito hasta ahora acerca de la vida del poeta, unas ciertas, otras atribuidas. Se ha insistido sobre todo (y no siempre refrendado en datos fiables) en el riquísimo anecdotario de su vida azarosa y turbulenta, llena de rasgos jocosos, cuando no trágicos. Ahora bien, es probable que todo ello (fruto, como digo, de un análisis superficial en numerosas ocasiones) no haya servido sino para ocultar al verdadero hombre, esto es: la complejidad de su sicología, la influencia que su aspecto físico pudiera haber tenido sobre su proverbial mordacidad; incluso para ignorar a veces la influencia que su personalidad pudo tener en las múltiples manifestaciones de su carácter, y, por derivación, en las críticas acervas que le habían de ser atribuidas. Es más, cabría preguntarse incluso hasta que punto lo aparentemente paradójico de su comportamiento en la vida pública no sería sino el resultado de un carácter muy individualizado frente a una sociedad cuyo inconsciente colectivo tiene establecidos con implacable claridad sus propios límites, límites que las clases altas trataban de imponer a todo cortesano.

¿No se habrá dado, acaso, en Quevedo, de un lado la necesidad de adaptarse, aunque fuese de una forma hipócrita (recordemos que su familia, si bien de origen montañés, carecía de títulos de nobleza), y de otro, forzado por este propio fingimiento, a ejercer la crítica directa de esa sociedad como resultado de su honda formación humanística, moral y estoica? ¿Ha tenido Quevedo, en algún momento de su vida, la independencia social ( y económica) suficientes para poder actuar y criticar a su libre albedrío, sin verse obligado a actuar bajo la presión de las circunstancias?

Convendría aclarar que no son estos comentarios, desde luego, ni un análisis sicológico de nuestro autor, ni un intento de exculpación a su conducta, por otro lado innecesarios aquí. Se trata, más bien, de llegar a poner en relación el carácter genial de un hombre público con lo ambiguo de su comportamiento social y, aparentemente, de sus ideas; dado lo cual aún hoy ha de resultar retrógrado para unos, precursor para otros. Ahora bien, todo ello (y esto es lo que importa) tiene lugar en el seno de una sociedad profundamente suspicaz y elitista, y en una época que había de ser decisiva en el devenir histórico de España. Aquí radica realmente la importancia del hecho que comentamos.

Retomemos, pues, algunas de las preguntas anteriores e intentemos darles desarrollo para una mejor comprensión del personaje que nos ocupa. Así, en primer lugar, estaría la consideración de su aspecto físico, cuestión a la que hace referencia, entre otros, Carlos Vaillo: ‘Muy poco dotado de fortuna o de linaje, lo estará menos de atractivo físico: ser cojo y corto de vista no facilitaba la vida en una sociedad despiadada con los defectos corporales’ Pero, ¿es que no fue acaso el propio Quevedo un crítico mordaz para con algunos defectos físicos de sus contemporáneos?; solo bastaría repasar la colección de sus poemas satíricos y burlescos para apreciar que es así. Ahora bien, quizás aquí cabría hacer una reflexión y ella es que, analizando con detenimiento algunos de los textos de la época (y la novela picaresca podría servir de ejemplo) podemos observar hasta qué punto no es tanto el defecto físico en sí lo que importa, sino más bien la incidencia que el defecto en sí tiene como manifestación exterior; es decir, no era tanto el ‘pecado’ físico un defecto social en sí, sino que lo era ante todo por ser visible como defecto a los ojos de una sociedad (sobre todo en lo que atañe a la clase dominante, a la que todos trataban de imitar) cuyo juicio resultaba severísimo respecto de todo aquello que afectase a la apariencia exterior del individuo. No en vano escribe Francisco de Santos en su libro ‘Vida y noche de Madrid’ que: ‘faltar en lo que se ha de ver, fuera mucho descuido’, habiendo de incluir en ello cualquier defecto de naturaleza, potencialmente objeto de burla o chanza.

Nos encontramos, no podemos ignorarlo, en una sociedad herméticamente cerrada en torno a sí misma, hipócrita y superficial, pero por ello mismo, a falta de una personalidad racional, va a tratar de defender de una manera implacable los elementos indispensables que le son comunes y que le ot
organ unidad, aunque estos elementos sean ficticios y, lo que es peor, carentes de contenido ético.

Podría decirse, claro está, que esta misma sociedad intransigente no carecería, en la persona de algunos de sus miembros, de buen entretenimiento para ejercer su crítica mordaz respecto de los defectos físicos; pensemos, no obstante, que, o bien poseían más medios de disimulación, que entre sí estarían más justificados estos defecto o que, por último, tal vez la crítica o burla no sería directa, pero muy probablemente sí lo fuese indirecta entre sí mismos. De una sociedad que ha hecho necesidad de los defectos de los demás para su regocijo y entretenimiento (recuérdese si no el importante papel de los bufones) no puede, ciertamente, esperarse una respuesta ética muy elevada respecto a lo que pudiera llegar a considerarse defectos de sus semejantes.

Por todo ello podríamos pensar que nuestro autor no se sentiría cómodo en medio de ese ambiente; así, entonces, una de las características de su comportamiento social ha sido utilizar como autodefensa (y a veces de forma encubierta) su mejor arma, esto es, la inteligencia, y a través de ella la crítica burlona (en ocasiones feroz) de lo que le rodeaba.

quevedo2Quevedo, en verdad, no era muy agraciado físicamente, y ello era un condicionamiento en una sociedad tan excluyente. Más pertenecía, o pretendía pertenecer, a dicha sociedad; optó, pues, burla burlando, por salvar el escollo de una forma digna, ejemplo ilustrativo de lo cual pudiera ser el Memorial a una Academia, donde se adelanta a hablar de sí mismo para decir entre otras cosas que ‘es de buen entendimiento, pero no de buena memoria; es corto de vista, como de ventura; hombre dado al diablo, prestado al mundo y encomendado a la carne; rasgado de ojos y de conciencia; negro de cabello y de dicha; largo de frente y de razones; quebrado de color y de piernas; blanco de cara y de todo; falto de pies y de juicio; mozo amostachado y diestro en jugar las armas, a los naipes y a otros juegos; y poeta sobre todo, hablando con perdón, descompuesto componedor de coplas, señalado de la mano de Dios’.

Utilizó su ingenio y su humor y habló de sí mismo y de sus propios defectos. Y no había de ser ésta, ciertamente, la única alusión de don Francisco había de hacer de sí mismo.

En una sociedad tan dura para con sus semejantes parece hoy comprensible el que, para combatir la posible exclusión de su seno, se recurriese a cualquier artimaña con el fin de no verse aislado y, por lo mismo privado de los muchos favores que la pertenencia a ella podía deparar (Hay quien sostiene incluso que el poeta obtuvo brillante –y acreditado- provecho de su cojera para ejercer sus dotes de espadachín) Sería, no obstante, como decíamos más arriba, labor de otros estudiosos o analistas (y por qué no, de sicólogos humanistas apoyándose acaso en algunas consideraciones teóricas -en relación al valor emocional- de estudiosos como Freud, Jüng o Adler) el discernir capítulo tan interesante en la vida de Quevedo: esto es, la consideración de sus condicionamientos físicos como posibles elementos excluyentes para una mejor integración a una clase social alta, y aún a una sociedad en general; incluso pensando también en la hipotética relación aspecto físico-sicología-comportamiento sexual. Capítulo, repito, interesante, pero capítulo que aquí no debemos más que, en buena lógica, señalar, o, todo lo más llamar la atención sobre su posible relevancia.

Otra cosa sería, y más próxima a nuestras pretensiones, el recoger el reflejo que, en su personalidad como escritor, pudieron tener estos condicionamientos, ya fuese en lo acerado de sus burlas (que no siempre le han sido atribuidas sin veracidad y sí muchas veces disimuladas u ocultas en la intención o el lenguaje por el autor), ya fuese en aparente contradicción de sus tomas de postura, o, de su mismo comportamiento. Es decir, ¿fue realmente fiel Quevedo a su íntima amistad con el duque de Osuna?; ¿trató de jugar con ventaja en su amistad con el Conde-Duque de Olivares (llegando a aceptar la intercesión de su mujer como casamentera, capítulo éste entre tráfico y cómico en la vida del autor) e, incluso con el favor de los monarcas?

Esta postura supuestamente ambigua ha tenido reflejo, como decimos, en sus textos, y no ha pasado, claro está, desapercibida para los críticos. Sería innecesario, por obvio, señalar, no obstante, que no solo una actitud de vindicación social pudiera haber alimentado las atribuidas contradicciones en la obra de Quevedo. Pensemos, antes bien, que mucho más profundas serían éstas, pues mucho más profunde es su riquísima personalidad. Ello llevó a sus exegetas a serias reflexiones, siendo serias también las divergencias: el genio, pues, permanece incólume.

Continua en Quevedo en sociedad II.- La crítica como ‘función’ social

ricardo cir

 
* Ricardo Martínez-Conde es escritor, web del autor http://www.ricardomartinez-conde.es/
 

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