marzo de 2024 - VIII Año

‘Partes del juego’ de Eleonora Finkelstein

Partes del juego
Eleonora Finkelstein
Ediciones Liliputienses
Colección de poesía Fundación Obra Pía de los Pizarro, 2017
92 páginas

Argentina de Mar del Plata, aunque de fuerte arraigo en Santiago de Chile, Eleonora Finkelstein (1960), paralelamente a la importantísima labor editorial que ha venido y viene desarrollando durante las últimas tres décadas, se ha consolidado como una destacada voz en la poesía actual del Cono Sur, y por ende, de América Latina. Tras los libros titulados Hamlet y otros poemas, Las naves, Delitos menores, Todo se transforma y Grandes inventos -volúmenes que han ido viendo la luz desde finales de los años 90-, faltaba un primer acercamiento de sus letras al panorama español: algo que se ha producido gracias al sello extremeño Ediciones Liliputienses, y a su encomiable Colección de poesía Fundación Obra Pía de los Pizarro, centrada en autores de Iberoamérica. Algo que se ha materializado felizmente en Partes del juego. Una obra en la que bien pueden apreciarse los rasgos de toda una interesantísima creación, cuya conciencia doble del vértigo y la fragilidad impulsa, paradójicamente, el advenimiento de extrañas fortalezas, y donde el verso libre, de afilado sesgo narrativo en bastantes ocasiones, se lanza a la aventura de asumir –y de mostrar- los materiales de derribo de la vida, entre pujantes recurrencias del recuerdo y algunas licencias propias del hecho literario.

“Como el otro, este juego es infinito”, escribió el gran Jorge Luis Borges, en aquel díptico de sonetos donde el ajedrez se erigía en metáfora de la vida, el destino y la condición humana. No deja de resultar curioso que uno de los mejores poemas de Partes del juego –quizá el más deslumbrante- se sirva también del ajedrez como elemento simbólico: “Gran maestro” se titula dicha página, a la vez evocadora de la figura del padre, y cuya fértil enseñanza es “la historia de una duda” (“¿Qué es más importante para ganar, / la inteligencia propia o la estupidez ajena?”). Antes, justo al principio, en el poema “Buscar en la basura”, la autora ya se había preguntado: “¿Todas estas cosas están muertas?”; “…el mango de un cuchillo, / la hoja del cuchillo. / ¿Te llegará al corazón?”. Aquí reside la médula de la obra; en la conciencia doble, efectivamente, del vértigo y la fragilidad; en la fundada duda de si los “especialistas en toda clase de vestigios” que somos nosotros –nosotros, los que “seguimos creyendo en los milagros y somos / inestables como sueños”- sufriremos la irrevocable cuchillada de lo gastado, de lo perdido, de lo evocado con dolor o con placentera nostalgia.

“Vuelvo a ese lugar y sin embargo / no es el mismo lugar en absoluto. / Sobre el suelo, la memoria es / una niebla dura y ácida / que nos llega hasta las rodillas. / Tan dura y tan ácida / que terminamos por arrastrar los pies”, escribe Eleonora Finkelstein en el poema “Los viejos buenos tiempos”. Y en el titulado “Paternóster”, leemos lo siguiente: “Las ciudades desaparecen, vuelan, / se derrumban lentamente ante los ojos, viajan / al fondo de la tierra (…) / Y no hay filosofía que compense / tanta obra inútil, tanto desamparo”. Otro impactante poema del libro, “Me daban pena los cuerpos”, incide en el acabamiento y más aún en el desamparo abrumador. Y, sin embargo, de toda esta dureza, esta acidez, estos derrumbes y estas ruinas, terminan brotando, sí, fortalezas extrañas, aunque “tengamos que reconstruir todo el desastre / con idénticas antiguas piezas”. Fortalezas quizás artificiales (“…aprendí / a no cultivar tanto mi propia tragedia (…) / tengo los brazos suaves y ondulados, incluso verdes (…) / como un campo de golf”), quizás artificiosas en sus licencias literarias (“-Debo aclarar que esto es ficción. Ficción, / como todo lo que tenemos en la memoria / por más que lo llamemos recuerdo-”), pero seguras, indudablemente, de su impulso rememorativo. No estaría de más, aquí y ahora, invocar la grandeza de Gustavo Adolfo Bécquer: “Sólo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son”. Negro sobre blanco lo dejó el genio, con inteligente lirismo y modernidad brillante, en las Cartas literarias a una mujer. Eleonora Finkelstein demuestra con creces el poder de la alianza entre memoria y poesía; poder infinito en la ardorosa modestia del destino humano: siquiera para que “sigamos así, una cosa por vez y por ahora / marchando junto a los insectos más pequeños”. Porque si bien es verdad que nos rodean las ruinas, “aún no ha pasado el tiempo suficiente”.

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