octubre de 2024 - VIII Año

’25-33′, de Santiago A. López Navia

25-33
Santiago A. López Navia
Editorial Visor, 2022
Nº. de páginas: 60

La gratitud de la memoria                                       

Hay libros que se regalan y hay libros que son un regalo por sí mismos. Se acercan los reyes de Oriente y las familias se reunirán para compartir sorpresas envueltas en papel de celofán. Yo os propongo regalar poesía y, en concreto, un libro que es en sí mismo una oda a la gratitud, un canto de principio a fin a los padres que cultivaron en nosotros el gusto por lo sagrado de las pequeñas cosas en el paraíso de la infancia, el amor a lo cotidiano maravilloso, a lo divino que hay siempre en el don del asombro. Su autor, Santiago A. López Navia, de una dilatada carrera literaria, dedica un homenaje a quienes le regalaron tiempo, amor y empeño, construyendo para él una casa que se va habitando generación tras generación, la casa del amor, la que se eleva con cimientos de valores que resisten a las inclemencias de la barbarie, del egoísmo humano, de las contradicciones del homo sapiens.

Como ese cuento en el que un niño iba dejando migas para saber el camino de regreso, el título del libro, 25-33, de López Navia, nos sorprende por lo insólito y lo redondo del mismo. Su estructura circular desarrolla lo sagrado del tiempo de la infancia a partir del mito en el que ahondara Mircea Eliade, el del “eterno retorno”. No importa que haya pájaros que puedan comerse las migas del mito. Quien haya leído estos poemas no solo sabrá volver al origen, sino que reconocerá, sin ninguna duda, cuál es la vuelta segura al paraíso: la llave secreta y nuestra de la infancia, de esa época en que vivir y descubrir eran sinónimos, esos años en que el tiempo contaba por el reloj de los deslumbramientos, ese calendario de sueños que fundaría la casa verdadera de nuestra vida, que se resume en cifras, como las escuetas de esos cuatro números del título, la huella de nuestra verdad.

En el número reside, como lo comprendió Pitágoras, la esencia de lo real. Y esos números separados por un guion dan cuenta de una dirección que lo es todo en el momento en que las seguridades son tan importantes como los mejores alimentos para crecer, ellas nos constituyen, porque muestran el destino primero de nuestra historia, nuestra casa. Poesía rescatada de la misma vida, como dice el autor vasco, Gabriel Aresti, que escoge López Navia como antesala del libro con una cita de uno de sus versos: Nire aitaren etxea (La casa de mi padre). No es extraño pues que uno de los atributos que sobresalgan en esta obra sea la sinceridad. No hay fuegos de artificio, no hay belleza por la belleza misma, sino un homenaje a las raíces, al tiempo eterno de la infancia, eso sí, con unos versos que destilan una ternura que nos resuena y nos conmueve.

Creo que la poesía nos salva, porque ella tiene mucho que ver con la memoria. Y la poesía se convierte en manos de López Navia en una suerte de sortilegio, a través de ella podemos leer no sólo esos años suyos de eternidad, sino la que sigue resonando en nosotros cuando advertimos que tras sus versos rezuma la autenticidad, y por ella hablan nuestros miedos, nuestra admiración por nuestros padres, por esa primera casa inamovible que era nuestra madre, por su amor acogedor, que nos permitía contener en su mirada los puntos cardinales del mundo. Las metáforas en aposición, por ejemplo, con las que el poeta nos describe a su madre son un precioso testimonio de amor que las incluye a todas: “Mi madre (roca tierna, /muralla inexpugnable ante lo incierto, /sanadora de todas las heridas, / domadora de arcángeles rebeldes)”.  Todo esto nos lo describe a partir de una escena cotidiana, esa “colada” en la que los gorriones han querido dejar una huella que nada tiene que ver con el canto. Las manchas producen enfado, pero no restan humanidad a esa madre, que, como nos cuenta Santiago López Navia, “habría convertido / sus manos en un pozo /para saciar la sed de los gorriones”. Con ellos, con lo que asciende, con lo que canta, con lo que puramente se sabe libre, está la mirada del poeta y con ella trazará puentes que le aseguren que el tierno cobijo de la madre está allí, a su lado, vinculándole con el mundo, como un primer hilo conductor. La llamada de teléfono, las persianas alzadas tras las cuales late el trasiego diario de la madre, le van asegurando la paz por la que hacer suyo el mundo: “Después sonaba el timbre / y me envolvía la voz tibia y serena de mi madre / que me libraba / del cautiverio de mi incertidumbre, y entonces, / solo entonces, / brillaba la mañana, amanecía”. Ese mundo en el que el amor reina y dicta sus leyes es, como diría Jorge Guillén en Cántico, perfecto. Y la voz del sujeto lírico deja testimonio de esa plenitud: “Con el hechizo azul de sus canciones / mi madre convocaba / a los espíritus / guardianes del fluir de aquellas horas / y todo estaba en orden: /el sol, la brisa, el canto de los pájaros, / la promesa del día que empezaba, /el gran reloj del mundo”.

El poemario transcurre en versos de honda holgura, combinado en acertadas polimetrías, entre versos de arte mayor y otros de arte menor. La historia, dentro de esta gran historia que es 25-33, concentra su atemporalidad a partir de oraciones nominales donde la ausencia verbal se impone porque tiempo y espacio acaban siendo lo mismo, y el asíndeton, en su dinamismo positivo expresivo, confiere nervio al anuncio de lo que se nos va a contar, un barrio de una ciudad donde reinará el prodigio: “Madrid. Verano. Julio. / Una mañana mi padre y yo / cruzamos la ciudad en patinete / desde José Abascal hasta Lesaca: / la Castellana”.

Son versos los de 25-33 que nos traspasan. Nos llevan de la mano al ayer que nos forjó con tiento, tiempo y la atenta mirada de quienes tanto amor nos dieron. Y yo que tuve a una madre que también me habló de las limitaciones de la guerra y de los años duros que siguieron, diré que en este libro convergen las huellas que aún resuenan de una generación que sufrió la postguerra, que fue feliz como pudo, y que nos legó, como bien irremplazable, la conciencia del esfuerzo y de la superación.

Santiago López Navia es poeta profesor, como lo fue Salinas, y tantos otros de su generación y de las que les sucedieron. Ha bebido de la más honda tradición de la lírica castellana, y cómo no, también del poeta madrileño que mejor cantara el amor en el siglo XX a través de su trilogía. En La voz a ti debida, por ejemplo, se nos explica el dejar hacer a la amada, en su actividad, sin que sospeche que él finge dormir, pero no duerme. Recordemos esos versos: “Yo no dormía. / Ella creyó que yo dormía. / Y la dejé hacer todo”.  Estos versos resurgen en la intertextualidad del poema “al hijo que escuchaba y no dormía, y luego el tempo/metálico, preciso/ de los cerrojos, / y el golpe de la puerta / que se cerraba”.

En este poemario, como ocurre en casi todo lo importante en la vida, la “mirada del niño” es esencial para poder descubrir y llevarse la fascinación que la vida le ofrece de la mano de sus procreadores, sus padres. Y hay historias que van trenzándose unas a otras por la magia del verso y de las palabras que se proyectan de lo particular a lo universal, de su experiencia a la de todo niño que supo de la maravilla de su eterno ahora. El poemario ofrece muchos ejemplos, pero quiero “recoger” solo el primero, y digo “recoger” porque a través de este verbo se unen las hazañas del padre y de la madre, cada una en su peculiaridad y en su territorio: el padre que “recoge monedas” que van apareciendo mágicamente en el camino que realiza con su hijo, y después la evocación de ese instante en que la madre “recogía la colada”. Cada historia proyectándose, yendo más allá de la anécdota, aportando ese aprendizaje de vida, esa reflexión tras lo vivido, tan característica de la poesía de López Navia. Así partiendo de unos instantes compartidos, el adulto que retorna a su niño extrae otras lecturas, otros mensajes de los que está lleno el libro y que son una buena cartografía para recordar el camino de la vida, un testimonio más de los valores éticos que nos regaló ya el autor en anteriores poemarios, como Tremendo arcángel, Ética y retórica a Jacobo Sadness, o en Arte nuevo, y que ahora también despliega en las páginas de 25-33: “Así pude saber /que no existe la suerte. / Que hay que buscarla /cada nueva mañana, en el camino, / y que hay que fabricarla”.

En algún lugar del libro, no desvelaré cuál, Santiago López Navia nos dice: “Y todo late, /todo llama y pervive. / Todo vuelve”, y a nosotros nos quedaría por decir, que esto es gracias a la voz del poeta, intensa y clara, como si nos hablara, que hace eterno el instante, defendiendo la estructura de lo que nos sostiene y nos proyecta al mañana: la gratitud de la memoria. Retomar nuestro niño, darle su espacio en la evocación y en la mirada de la infancia, nos completa como seres humanos y nos permite, desde la mirada del adulto, abrir nuestra mirada, en forma de bello tributo, al amor que la acompañó, la seguridad de nuestro ámbito cierto e indestructible: “Defenderé / la casa de mi padre”. Recorrer, página a página, verso a verso, este canto al amor paterno, desde la mirada del niño, es el mejor regalo que podemos hacernos, y una prueba de que los Reyes magos, sí existen, y cuánto los añoramos cuando los perdemos.

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