Orfanato
Serhiy Zhadan
Traducción: Andrei Kozinets
Galaxia Gutenberg, 2022
Colección Narrativa
Páginas: 320
ORFANATO, escenas de una guerra
La novela de Zhadan es ante todo un alegato. La guerra, que se escucha a cierta distancia, amenazando aproximarse, se nos presenta de entrada mediante cuatro personajes centrales: Pasha, «el maestro» (ocupación que exhibirá como si se tratara de una condecoración, y lo llevará a autoerigirse en una autoridad aunque del todo inconsecuente y pasajera), su padre, que cumplido su papel volverá a sentarse ante el televisor para seguir de lejos las noticias «aterradoras», el sobrino de Pasha, de trece años, que tomará entidad durante el «Tercer día» y al comienzo se encuentra abandonado en un orfanato, y finalmente uno ausente hasta su total pérdida de entidad, Marina, la hermana del protagonista y madre del chico, dedicada al trabajo y a gozar de su libertad personal, pero cuyo peso me parece determinante y así comienza a manifestar la tendencia al desapego. Pasha, dando muestras de una profunda indolencia y desapego, recibirá la orden paterna de ir en busca de su sobrino («mi nieto»), logrando imponérsele gracias a su rol patriarcal. Pasha aceptará la misión a disgusto (entendiendo, o justificándose así, que habría debido ser cosa de la madre), casi como para no escuchar al padre, pero también respondiendo a su mecánica indolencia, y con ese fin se pone en marcha hacia la ciudad, sin preocuparse por lo que le espera. Esto lo llevará hacia la guerra, en cuyos efectos se verá inmerso, concretamente, en la devastación que ha ido e irá dejado, efectos que conocía en parte, hasta donde no lo habría podido evitar. De entrada a la vista de la desolación y la falta de interés que nota de camino y la impotencia de la población que huye hacia el este, dejando atrás bienes y muertos, y, por fin, detenido momentáneamente por la presencia militar que de inmediato se mostrará autoritaria tanto como también indolente, casi satisfecha a la vez de poder manifestar el mezquino y ridículo poder que le otorga la situación, el arma que porta y el uniforme que puede vestir, soldados investidos al efecto por una burocracia cuyos actos harán a Pasha, aunque fugazmente, «preferible morir».
La historia tiene por eje ese «viaje» de ida y «vuelta a casa» de Pasha, un «maestro», el regreso junto a su sobrino rescatado, expresión del típico adolescente que se mostrará inicialmente en rebeldía, autosuficiente, mordaz, despreciativo del mundo adulto y en particular de la manera de ser de su tío, conductas que irá perdiendo progresivamente mientras Pasha va experimentando una cierta «evolución», supuestamente positiva. Un viaje que irá reduciendo «la guerra» a la escenografía de la alegación a la que en realidad entiendo que Zhadan destinara a la novela. Alegación que se manifiesta en las primeras páginas del «primer día» en las palabras de un habitante que huye y sin embargo se acusa de haber «abandonado» el cadáver de una conocido en la nieve en lugar de «resistir» a los invasores. Un culpable de su propia impotencia.
Y, como creo, en última instancia un testimonio. Todo ello inscripto en una suerte de decorado bélico. Decorado que sólo sabiendo quién es Zhadan (o perteneciendo a la colectividad ucraniana que lo sabe) podemos entender que estemos ante la invasión rusa del Dombás, mientras que si prescindimos de estos datos bibliográficos y nos sumergimos en la historia sin leer la solapa ni la contratapa, es decir, tomando la obra en sí, la guerra y sus actores, los soldados (sin identificar), el periodista, el profesor de ejercicio físico, la propia directora del orfanato, son todos fantasmales, poco más de cartón piedra, puestos, según lo veo, al servicio del verdadero asunto: una humanidad vaciada, enjuiciada por el autor con una mezcla de dureza y benevolencia, indirectamente justificada, de la que por fin rescata su simple y vana esperanza de que todo pase como parece haberle dicho la experiencia, esto es, como fueran amancebados para que así fuese, y que la catástrofe inesperada, como caída del cielo, dará muestras de producir un cierto despertar, en la persona que simboliza el futuro, el sobrino adolescente.
Con todo, las escenas de esa desolación previamente acontecida, puestas delante del lector para la ocasión, remarcan el verdadero objetivo del drama: la conducta indolente de una población adocenada, impotente, débil, hacia la cual, exponiéndola, Zhadan muestra su rechazo y de hecho su condena. Una conducta que podemos, igualmente, suponer provocada por el curso del tiempo, por la Historia y su propiedad de «aplanadora» (Dickens dixit al final de su «Historia de dos ciudades»). Pero no sólo la más directamente causada por el comunismo y aún más alucinantemente por el estalinismo, sino por la entera Historia humana; un asunto que no obstante se deja ver a través de la novela de Zhadan.
Así, esas escenas después de la batalla, contra las que queda al desnudo la conducta indolente de la población, protagonistas incluidos (apenas con matices manifiestos de impotencia en unos pocos casos), que viven los sucesos que se le imponen como al paso circunstancial de una tempestad de tantas, acaecida sobre todos casi como merecida, divina, al concitar resignación, deseos de estar lejos, o a buen recaudo, o «de vuelta», «en casa», en espera de que la tormenta amaine tan abruptamente como habría comenzado (para quienes la anexión anterior de Crimea no parece haberlos conmovido, y no se hace presente en esta historia, como si no les concerniese, como si no hubiese sido con ellos), al provocar tan sólo tales sentimientos, resultan una apropiada manera de incidir sin descanso en el objetivo que entendiendo que habría perseguido la novela de Zhadan.
Contra esas escenas, nada pues de rebeldía ni casi de emotividad (salvo la expresada por aquel arrepentido que huye, el preadolescente, a cuento de su autosuficiencia inmadura, y la directora del orfanato quien, a pesar de la endeblez e inconsecuencia de su discurso patriótico, sea condenada a desaparecer… tal vez de manera momentánea, y en todo caso de manera muy circunstancial, que pronto se diluye) sino resignación, tanto ante la propia situación de penuria como ante las diversas pérdidas, muchas rápidamente olvidadas, y en todo caso búsqueda reiterativa de alguna nueva sumisión. En concreto como se aprecia al aceptar la guía de uno de los elementos desaprensivos, mezquinos, ruines o incapaces, que han tomado la Estación, y que se ocupan tan sólo de engañarlos y aprovecharse de su indefensión. O como la tropa (piezas indiferenciadas del fenómeno, cuyas insignias aparecen borradas tanto como las banderas que están hechas jirones), o el periodista extranjero, unos y otros aprovechándose de la situación como auténticas aves de rapiña, en todo caso respondiendo al deseo de realizar un papel de autoridad que se muestra por entero insensata (el propio protagonista, Pasha, «el maestro», se ve empujado a jugar por un tiempo un papel similar aunque a la manera de una pantomima). Todos estos tomándole a gusto al papel en el que fueron colocados por las circunstancias (los soldados al ser movilizados), es decir, satisfechos de contar con la oportunidad de manifestar su inmediata autoridad, disfrutando de la posibilidad que la situación les ofrece de sacar diversas ventajas que compartirá en uno u otro grado con los depredadores habituales, unos respetándose a los otros al ser en realidad «de la misma cuerda», defendiendo sus mezquinos privilegios ocasionales para cuya conservación sería ideal dejar todo como está. Todos actuando, además, como meros autómatas a los que algún ente invisible hubiese dado repentinamente cuerda en algún oscuro momento; reducidos no obstante a figurantes casi de cartón piedra, componentes de la escenografía general, actuando en todo caso de un modo apenas más ostensiblemente mezquino, egoísta y receloso que la masa cuyos miembros, salvo en circunstancias extremas pero fugaces, responden a la esperanza incierta de «volver a casa», para lo cual unos se arriesgan a vadear los obstáculos, dejándose engañar, y los demás simplemente esperan la llegada de la calma para poder hacerlo.
De este modo, «la guerra», mostrándose como causante de esa igualdad social definida por la común indolencia, propia de una sociedad de huérfanos y soldados, se convierte en un espectro que deja desolación y unos pocos muertos, de los que nadie habla, tal vez meros resultados «colaterales», en todo caso causados por ejecuciones de uno u otro de los ejércitos sin identificación. Muertos, desaparecidos o huidos de los que sólo quedan habitaciones vacías y revueltas, despojadas en todo caso por los soldados sin identificar que habrían pasado por allí como un vendaval, sin materializar ni su conquista ni su recuperación, o que permanecen cerradas como pertenecientes a quienes se hubiesen marchado de vacaciones para regresar en breve, donde se supone a muchos hacinados en sus sótanos con receloso derecho de admisión o en gran número en la estación desangelada, unos contra otros, pocas veces trabando amistad, alguna vez desvalijados, representando sólo algunas de las clases sociales preexistentes. Casas y edificios como cadáveres desenterrados por el avance mismo de la historia.
En cuanto a aquellos tres únicos casos (que yo recuerde), se presentan como incapaces de reconocer la realidad, de asumir la actitud pragmática que, al final, Zhadan parece proponer como la única posible (¡después de todo, no por nada toma él mismo la palabra de manera explícita, aunque ciertamente por la interpósita persona del sobrino, pasando a narrar en primera persona!); una actitud que el proceso de maduración lleva al sobrino a superar, así como a su tío Pasha, a quien, como a los demás, parece no quedarle más que «aceptar el mundo como es»… algo que en realidad ya venía haciendo antes mediante su desprecio…
Debo reconocer en este punto que la mencionada profusión de escenas de desolación, propias de todas las guerras, de los mencionados figurantes, de la mencionada escaches de emotividad, a lo que se añadiría dejar al margen las penosas y angustiosas situaciones particulares que, como en la «guerra de Ucrania», resultarán de esa indiscutible invasión imperialista, desde el primer momento salvaje, cruel y claramente genocida (aún), ¡tan soviética, tan imperialista, por cierto!, en la cual el invasor aplicará claras tácticas de terror, destinadas a amedrentar a la población de acuerdo con su esencia, forzar el exilio masivo que llevara a muchos a dejar atrás sus bienes y sus afectos, obligándolos a vivir en un entorno difícil, donde han debido adoptar unas costumbres y una lengua impropia, con muchos muertos queridos tras de sí; todo con el fin de inducir a su gobierno a capitular, es decir, a entregar a su población y territorio a la depredación, en fin, ese uso reiterado de los efectos por lo general fríos de «la guerra» me llegaría a confundir, llevándome a ver una suerte de postura pacifista del autor. Una confusión lógica, diría, ante esa dilución de los distingos entre las tropas que aparecen, expresiones de la «burocracia» que Zhadan no permite que el lector establezca. Algo que ahora pienso que así queda claro que a nadie importa… ni tampoco a autor mismo, evidenciando sus intenciones de cargar las tintas en el alegato mencionado de manera exclusiva, sea contra la resignación y las esperanzas idílicas como contra la ruindad de los aprovechados. A lo que se añade una casi total falta de emotividad por parte de todos muestran contra el fondo de aquellos resultados (salvo una vez Zhadan, como si de un despertar repentino se tratase, cuando el protagonista siente deseos de morir, consciente de la propia impotencia).
En fin, todo lo cual me llevaría a ver, tan sólo en parte coincidiendo con las observaciones al respecto de una amiga y escritora ucraniana que me sugiriera un paralelo con «El castillo», en parte cierto aunque formalmente al fin a mi criterio, a considerar que el supuesto «decorado» de esta novela no cumple la función que es mucho más decisiva que el kafkiano, al punto en su caso de actuar como protagonista en sentido estricto.
Confusiones a las que añadiría la que me provocó luego la abrupta aparición del propio autor en la escena, lo cual hizo por fin que me preguntara si Zhadan habría usado este último artilugio literario para confesarse un miembro más de la población cuya actitud había ido denostando, exponiéndola de ese modo por completo, y sin dignas perspectivas, mostrando hasta qué punto, hasta en él mismo, la indolencia que resultara de la impotencia y la indefensión lleva al extremo de un individualismo autista. Tal vez, sutilmente, un tanto a la manera del realismo sucio, Zhadan no haya visto otra salida (aunque, por lo que sabemos, Zhadan ha escogido otra después) para escapar del dolor y de la angustia por idílica que, además, esta «salida» pueda ser: encerrarse en la propia cotidianidad y mezquindad, y hasta en el resentimiento («Él se irá y nosotros nos quedaremos»): en «la casa», donde «huele a sábanas limpias», y experimentarán estar lejos «de la desgracia ajena», donde, en todo caso, se puede contemplar sin riesgo, a través de la ventana de la televisión, lo que pasa en el mundo, un mundo que así no parecerá cercano. Que las víctimas indefensas e impotentes (en las que parecería haberse incluido), empujadas a la dependencia, no serán capaces de ir más allá, siendo así definitivamente condenadas, repudiadas por fin de manera lapidaria, y con esto su futuro, falto de toda salvación; empujados a la esperanza idílica de «volver a casa» para sentir «unas sábanas limpias», dejando de «deambular por los círculos de la desgracia ajena»… y «olvidar», convenciéndose de que «no vale la pena»… nada, como no sea eso: olvidar el miedo, el mal, el desamparo… que es todo, que es la experiencia necesaria para poder vivir.
Concluyendo: «Orfanato» me ha parecido una novela no sólo técnicamente lograda, literariamente hablando, con algunas páginas dignas de especial mención a mi criterio, con una escritura por lo general fluida aunque con varios altibajos, en particular a causa de un abuso de las comparaciones que para colmo parecen querer ganar un público, como se dice, poco leído, mediante referencias a lugares comunes, «populares», como si con ello los detalles se pudieran entender mejor, la mayoría demasiado burdas e innecesarias, así como por descripciones de la desolación muy repetitivas aunque bien dibujadas y algo matizadas. El objetivo que le he atribuido a la exposición distanciada (tal vez extrema; podría decir, de algún modo más brechiana que kafkiana), haría del texto, un tanto imprecisamente, un tanto idílicamente mediante algunas explícitas apelaciones al amor y al futuro soñado («Hoy aprenderé a amar…», ¿a un «mundo tan como es»?; o la escena final del cachorro…), que no tienen por qué ser sentidas tal cual por el autor, un testimonio de lo que le espera a nuestro mundo, me parece muy interesante y digna de polémica.