“Converso con el hombre que siempre va conmigo, quien habla solo, espera hablar a Dios un día. Mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía”. Antonio Machado. Retrato. Poema número XCVII del libro Campos de Castilla (1907-1917).
Conversaciones mantenidas con uno mismo, mientras se está a la espera de que cumpla puntualmente con su compromiso la otra parte de una cita, persiguiendo por perseguir dentro de la cabeza para llegar, en caso de hacerlo, a la nada que es lo que irremediablemente sigue al todo, cuando este se completa por el agotamiento pleno de todo aquello que lo constituye y conforma.
Primera conversación:
— Se puede saber ¿qué haces? Simple y sencillo, “estame”.
— Entiendo que eso significa que lo que haces es “solo estar solo”.
— Exactamente así es, pero sin tampoco realmente todavía sentir estarlo del todo.
Segunda conversación:
— Lo que me lleva a plantearme la duda de si alguna vez te aburres. Por ello cuando estás solo y sin nadie que te acompañe ni nada material en lo que volcar tu energía física, para pasar el rato me pregunto: ¿Qué te gusta hacer?
— Entre otras cosas, juegos matemáticos.
— Rarito tú ¿no?
— Para mí no tanto, aunque por mi naturaleza no dejo de seguir descubriéndome, y no descarto en el futuro inesperadas sorpresas que me modifiquen la actual opinión.
— Para ilustrarme, ¿podrías ponerme un ejemplo?
— Vale. Haz las siguientes operaciones que te indico: elige un número, el que quieras; multiplícalo por tres, súmale cuarenta y cinco, multiplícalo por dos, divídelo entre seis y resta el número original que has elegido; y me como un sombrero de copa si el resultado que has obtenido no es quince.
Tercera conversación:
— Y además de eso ¿qué más te gusta hacer?
— Pensar frases inútiles con paradojas ocultas.
— Lo dicho, eres peculiar tú.
— Eso ya me lo has dicho, pero me temo que pese a tu insistencia sigo discrepando.
— ¿Puedes poner un ejemplo?
— Sí, claro. Escucha: Para consuelo de los pobres a la par que de los envidiosos, los coches muy buenos y muy caros únicamente solo los pueden conducir de forma despreocupada e irresponsable, manejándolos siempre sin excepción rematadamente mal y sin disfrutar de su conducción, aun a riesgo de abollarlos o estrellarlos, los ricachones que pueden darse el capricho de comprarlos y pagarlos. O esta otra para consuelo de los asustadizos, en la confrontación violenta con una pequeña arma de fuego en las manos al enemigo que menos se le debe temer es al más grande de todos ellos, al gigante, porque es el más fácil de acertar aunque al apretar el gatillo te tiemblen las manos.
Cuarta conversación:
—¿Y eso es todo, no haces nada más?
— Sí, también en una inventada memoria historiográfica me planteo imaginadas posibles contestaciones a sus filosóficas afirmaciones, recibidas por los sabios de su entorno familiar más inmediato.
— De nuevo, centras para rematar de cabeza. ¿Alguna vez te han calificado de extraño?
— Sí, alguna vez, no eres el primero, pero insisto no creo serlo para nada.
— Y sobre esto también podrías obsequiarnos con una muestra.
— Aquí la tienes. Me gusta creer que Heráclito de Éfeso antes de publicar su famosa frase “Ningún hombre se sumerge dos veces en el mismo río”, allá por el 500 a. C., como era su costumbre, pidió al respecto opinión a su joven y guapa mujer mientras esta trabajaba en los fogones y ella con desgana le contestó: puede valer, a mayores para tus amigos que están todo el día sin hacer nada útil y son tan “especialitos” como tú; ya os puede bien servir para echar la tarde en balde con la excusa de estar filosofando. Pero los miembros normales de esta familia que nos ocupamos de cosas más mundanas como es llegar a final de mes, no lo dudes: dado que tu exiguo salario no nos permite salir de vacaciones nos bañamos siempre en el mismo río, ese que está enfrente de casa y tiene su propio nombre por todos conocido y por el que es llamado en los mapas, y aunque no le demos tanta vuelta al magín no se nos escapa que no deja de pasar continuamente el curso de su agua, pues de lo contrario no se llamaría río, algo que se define como una corriente de agua continua que desemboca en otra, en un lago o en el mar. Y ahora, para variar haz algo provechoso y pon la mesa si quieres comer.
Quinta conversación:
— Y si te sobra tiempo, ¿tienes alguna última opción de ocupación?
— Claro, más vale siempre tener a mano un plan B.
— Me reafirmo en tu singularidad.
— Gracias, ahora no discrepo, pues no negaré que la reivindico.
— Por favor, comparte esta última alternativa.
— Aunque todo se puede definir por presencia, muchas veces es más efectivo, cómodo y fácil hacerlo por ausencia. Y así la oscuridad es ausencia de luz, el silencio es ausencia de sonido, la salud es ausencia de enfermedad, la belleza es ausencia de fealdad, la alegría es ausencia de tristeza, la inteligencia es ausencia de estulticia y la guerra es ausencia de paz. Y, cuando las tres precedentes posibilidades conversacionales para pasar el rato y evitar el aburrimiento que he mencionado con anterioridad me fallan, en este último recurso, al que he bautizado como plan B, sigo abundando y lo hago mediante una búsqueda discontinua pero persistente para incrementar en mi cuaderno mental la lista de cosas definidas por ausencia; por cierto, el temor, incluido el que se tiene a la soledad, es ausencia de una tranquila y amigable tertulia interior.
Sexta conversación:
— Y si conviene hacerlo ¿qué se debería concluir de todo esto?
— Absolutamente nada, en todo caso solo que mientras esperas o no esperas, el futuro siempre llega, lo quieras o no; y por eso si no hay otra y se tiene sí o sí que tañer una guitarra sin mástil ni cuerdas, y a mayores el retraso tiene malas consecuencias en términos de aburrimiento, para empezar a hacerlo no es nada útil hacer antesala de plantón hasta por fin encontrar la púa.
Séptima y última conversación:
— Entonces, dadas las horas que nos han alcanzado, para por hoy terminar esta macedonia de parlamentos y diálogos mantenidos contigo mismo, bullendo sin articular sonido por la cabeza, para pasar el tiempo sencillamente pensando sin ninguna compañía ¿ratificas todo lo manifestado?
— No. Bien pensado creo que puedo ejercer el derecho a permitirme un cambio de opinión, algo que dada la catadura de quien ahora frecuentemente lo practica ya no parece ser propio solo de sabios, y de resultas de ello concluir que real y seguramente de lo que más me nutro es de mis desaciertos, pues un error cometido gana la etiqueta de acontecido y es complicada su retroacción, pero también quiero creer que solo lo es de manera completa y absoluta si de su comisión no se aprende nada bueno, aunque sea poco y pequeño. Adiós, compañero.