abril de 2024 - VIII Año

El Museo del Prado y el rey Fernando VII (yII)

1819-2019. Bicentenario del Museo del Prado y semblanza de su creador, el rey Fernando VII

Puedes leer la primera parte pinchando aquí

La restauración de Fernando VII en 1814: Liberales y serviles

museo 6Uno de los problemas de la opinión general sobre este monarca, tan adversa hacia su persona, es el relativo al sistema de gobierno empleado por Fernando VII en su reinado. El Rey, tras su regreso de Francia, en 1814, se encontró con una realidad institucional que no estaba dispuesto a aceptar, con los conflictos que ello le deparó, muy especialmente con los liberales, que habían protagonizado la guerra contra los franceses, desde 1808 hasta el retorno de ‘El Deseado’. En realidad, Fernando VII simboliza el cambio revolucionario, pero a medias: incapaz de gobernar conforme a las pautas propias del Antiguo Régimen, que tampoco le gustaba, lideró la ‘revolución’ contra Godoy pero sólo alcanzó a ser el último monarca no-constitucional de España.

La tradición ha difundido una idea general sobre el carácter del monarca, que debe matizarse para situar al personaje en su contexto. En realidad, Fernando VII fue enemigo de todos aquellos que pretendieron imponerle directrices para la acción de gobierno, por encima de su soberana voluntad. Los liberales no fueron los más aborrecidos por el monarca. Al menos, no fueron siempre los peores en su consideración. De hecho, algunos liberales llegaron a ser ministros con él, y no sólo en la época del Trienio Liberal (1820-1823), sino también antes. Por ejemplo, Martín de Garay, el amigo de Jovellanos y miembro del Consejo de Estado nombrado por las Cortes de Cádiz, fue Ministro de Hacienda entre 1816 y 1818, y Cea Bermúdez, diplomático de las Cortes de Cádiz, continuó en la diplomacia en 1814, fue Ministro de Estado en 1824, y Primer Ministro en 1832. Aunque también alcanzaron carteras ministeriales destacados ‘serviles’ (precarlistas), como Eguía o Calomarde. De hecho, para el rey, tanto los liberales, como los denominados serviles, más tarde ‘apostólicos’ y luego carlistas, resultaban igualmente peligrosos estorbos para sus designios, en tanto que todos ellos pretendieron imponerle un programa de acción, tanto en lo interno como en la política exterior.

Por eso las preferencias regias se decantaron, bien por ministros de su camarilla íntima que, por lo general, fueron muy deficientes, como el corrupto Ugarte, o bien por funcionarios que habían formado el grupo de ‘afrancesados’ colaboracionistas del usurpador José Bonaparte, especialmente entre 1816-1820 y después de 1823. También contó el rey de entre los ministros del grupo de los de su entera confianza con algunos bastante competentes, como Pedro Macanaz, Pedro Cevallos o José Miguel de Carvajal. No obstante, el amplio indulto otorgado el 16 de septiembre de 1816, con motivo de las bodas reales de Fernando con Isabel de Portugal, apenas alcanzó a los liberales, ‘gaditanos’ o ‘doceañistas’, pero liberó o permitió el retorno del exilio de gran parte de los ‘afrancesados’. Por ello, cuando algún historiador o político de la actualidad afirma que los más auténticos representantes del progresismo en el periodo 1812-1814 fueron los ‘afrancesados’, debería recordársele que Fernando VII pensaba exactamente igual al respecto.

El rey tenía su propia idea de lo que debía ser la Monarquía Hispana, que él encarnaba. Su modelo de gobierno se situaba en la imagen que tenía de su abuelo, Carlos III, si bien debe tenerse en cuenta que Fernando VII no era un hombre tan formado y tan experimentado como el gran monarca ilustrado del siglo XVIII. También tenía algunas vagas ideas, pero bastante claras, de la posición de España en el concierto internacional, entre Francia e Inglaterra. Y, sobre todo, tenía una idea muy clara de que no dejaría, sin más, que nadie pusiera en riesgo o limitase los poderes que tenía como soberano absoluto.

Por el Tratado de Valençay, firmado el 11 de diciembre de 1813, Napoleón acordó con el monarca el retorno a España de éste último, a cambio de la paz. El rey, preocupado por la deriva constitucional española y por la posible hegemonía general británica si Napoleón era vencido, aceptó. Como aceptó el Manifiesto de los Persas, suscrito por 69 diputados de las Cortes ordinarias, el 12 de abril de 1814, al tiempo que conseguía poner a sus órdenes al ejército del general Elío (futuro carlista). Urdido por Macanaz, el Manifiesto de los Persas reclamaba el retorno a las Cortes tradicionales y al sistema de gobierno anterior a 1808. Con ello el rey consiguió sus propósitos de restablecerse como gobernante absoluto, contando para ello con un partido político y con un ejército.

Sin embargo, el sistema de gobierno que siguió Fernando VII, entre 1814-1820, y entre 1823-1833, no fue el sistema tradicional anterior a 1808, sino el de gabinete ministerial, pese a la retórica restauradora con que adornó los decretos y órdenes dictadas bajo su reinado. También mantuvo el Tribunal Supremo creado por las Constitución de 1812(11) . El sistema de gabinete ministerial se había abierto camino durante el siglo XVIII, superponiéndose a los Consejos (Consejo de Castilla, Consejo de Indias) y a las Audiencias Reales, procedentes de la tradición del Antiguo Régimen. José Patiño (1666-1736) inauguró el sistema de gabinete ministerial con el primer Borbón, Felipe V. Después, los Ensenada, Wall, Carvajal, Aranda, Campomanes, Floridablanca, etc., consagraron el sistema. Con Godoy, el sistema se pasó a denominar por sus adversarios ‘despotismo ministerial’. Bajo José I Bonaparte, al igual que bajo el gobierno de las Cortes de Cádiz, el sistema de gabinete ministerial se afianzó aún más. Nótese que al retornar el rey, en 1814, en el debate entre serviles y liberales, Fernando VII se apoyó en los denominados ‘Persas’, que no eran exactamente los ‘serviles’, pero que no aceptó el programa reaccionario de restauración de las viejas instituciones que, cuando existían, se habían vuelto completamente inservibles para desarrollar una acción de gobierno. Bajo el régimen fernandino el gobierno de gabinete ministerial se asentó definitivamente(12).

Un famoso asunto ocurrido en 1817, desvela perfectamente cuál era la real situación del regio gobierno absoluto, que mezclaba elementos de la camarilla cortesana, serviles y liberales, con pesos variables, pero siempre bajo el supremo designio del monarca. Es el célebre caso de la compra de 11 barcos rusos conocido como ‘el negocio del siglo’, por sus escandalosos perfiles. El asunto, en pocas palabras se desarrolló del modo que a continuación se describe.

El negocio del siglo

museo 7El 11 de Agosto de 1817, el gobierno español propuso al embajador ruso en Madrid la compra de varios navíos de la flota rusa, que se necesitaban para la protección del transporte de tropas a América y para emprender acciones navales contra los independentistas criollos. En el asunto se fijaron comisiones para los mediadores, que fueron muy elevadas, y se acordó que los buques deberían llegar a Cádiz lo antes posible. Los buques llegaron el 27 de Febrero de 1818. Una vez en Cádiz fueron declarados inútiles para el servicio por estar muy gravemente dañados. Lo único que pudo hacerse con los barcos, tras considerables reparaciones en los astilleros de La Carraca, fue poner en servicio dos fragatas y una corbeta, teniendo que desguazarse los otros ocho buques.

El tratado se firmó en Madrid el 11 de Agosto de 1817. Comparecieron, por parte española, el Ministro de Estado, Fernando de Eguia, y el embajador ruso en España, Tatischieff, aunque el acuerdo previo había sido obra del secretario privado del rey Fernando VII, Antonio de Ugarte y Larrazabal, en conversaciones iniciadas en Madrid, en Junio de 1816. El Emperador ruso Alejandro I ofreció en principio a su ‘Primo’, el rey español, la venta de buques de guerra a un precio tan competitivo que, automáticamente, el secretario real pidió aclaraciones al embajador ruso, sin avisar ni advertir al ministro de Marina, Sr. Vázquez de Figueroa, ni al Almirantazgo español. El trato se cerró en la cantidad de 13.600.000 rublos, con una entrega inicial de 600.000 libras esterlinas inglesas. Dicha suma debería entregarse en Londres antes del primero de Marzo de 1818. Pero solo pudieron entregarse 400.000, por haberse gastado las 200.000 restantes en comisiones.

Mientras esto ocurría, las autoridades marítimas, incluyendo al Ministro de Marina, Vázquez de Figueroa, desconocían el asunto y solo se enteraron cuando los buques estaban llegando. Su primera reacción fue de sorpresa. El Ministro nombró una comisión de estudio para investigar el estado de los navíos, presidida por el capitán de navío Roque Guruceta. Su informe fue negativo, pues los cascos estaban podridos, no tenían ni pertrechos ni repuestos y se dudaba de que pudieran ser utilizados. El informe se pasó de inmediato al rey por el ministro, que fue destituido el 14 de Septiembre de 1818, y desterrado a Santiago de Compostela. El castigo y la sanción alcanzaron a los autores del informe, que fueron dados de baja en la Armada, por Real Orden del 30 de Septiembre de 1819, produciéndose tal clamor de impopularidad, por tan injusta medida, que el monarca se vio en la necesidad de revocar la orden y restituirlos en sus empleos y cargos.

Pérez Galdós, en ‘Memorias de un Cortesano de 1815’ y en ‘La Segunda Casaca’, novelas ambas de la segunda serie de sus episodios nacionales, sitúa a uno de los protagonistas (el Sr. Bragas de Pipaón) en los aledaños de Ugarte, haciendo una minuciosa reconstrucción del ambiente de corrupción en que se desarrolló la política real en esa época.

Después de recuperar el poder absoluto, en 1823, y escarmentado por las malas experiencias de de gobierno del periodo 1814 a 1819, el Rey procuró mejorar la gestión gubernamental, en relación con el periodo 1814-1820. No obstante, la represión de 1824 fue muy dura. Fernando VII llegó a ser depuesto unos días, en Sevilla, en 1823, por las Cortes y no perdonó a quienes habían querido arrebatarle el trono. Pero tampoco recayó en los errores del su primer sexenio absolutista y mantuvo alejados del gobierno a los sectores más partidarios del retorno al Antiguo Régimen y que terminaron agrupándose en torno al hermano del rey, D. Carlos(13).

La independencia americana

museo 8Aunque difuminado entre el estruendo de las alternativas de revolución y de reacción que caracterizaron el reinado de Fernando VII, la ‘cuestión’ americana fue, sin duda, el asunto principal de su reinado, pues las independencias americanas alcanzaron el éxito en 1825.

Que las cuestiones relativas a América habían sido asuntos principales de la política española desde 1492 es un tema que no ofrece dudas. Y su importancia fue creciendo a medida que la posición española se afirmaba en América, mientras que se veía forzada a replegarse en Europa. Desde mediados del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, América fue ganando peso en la agenda política de los gobiernos de la monarquía española. Fue allí donde todavía se consiguieron grandes victorias y considerables ventajas territoriales, en 1748, 1763 y 1783, al final de las tres grandes conflagraciones de la centuria, la Guerra de sucesión a la Corona de Austria (1743-1748), la Guerra de los Siete años (1756-1763) y la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783).

América era uno de los objetivos principales de las potencias europeas, especialmente de las dos más poderosas, Francia e Inglaterra, pero también de la principal potencia germana de la época, Austria, y hasta de Rusia. Y, desde 1783, de los nacientes Estados Unidos. América era el territorio natural de expansión de Europa desde el siglo XVI, además de facilitar a la potencia que la poseía (España) rentas considerables, en forma de materias primas, metales preciosos y productos de gran demanda, como azúcar, cacao, café, especias y otros.

La causa principal de la casi permanente situación de guerra con Gran Bretaña, prácticamente durante todo el siglo XVIII, fue la deliberada hostilidad de Londres hacia España, pese a los deseos de Madrid de evitar el conflicto. La razón de fondo era la pugna inglesa con Francia por la hegemonía general. Así, pese a que la actitud de Francia para con España, su aliada dinástica, fue en general poco amistosa, Inglaterra empujaba a España a la guerra, siempre que podía. Con ello, Gran Bretaña, cada vez que había ocasión, lanzaba ataques unilaterales para debilitar a España, el principal aliado potencial de su adversaria, Francia, y para fortalecerse a sí misma. De hecho, la participación española en todos los conflictos del siglo fue casi siempre renuente, y la decisión de España de ir a la guerra se debió en casi todas las ocasiones a la necesidad de defenderse de la agresividad británica(14).

En 1808, cuando Fernando VII accedió al trono, España ya no tenía ninguna posesión en Europa, fuera de su suelo nacional, y sólo le quedaban los territorios de América y Oceanía para ulteriores posibles repartos entre sus adversarios. La agresión francesa de 1808 significó un súbito cambio de las alianzas, si bien el rey, ni tuvo una gran intervención en ello, ni tampoco tuvo después el menor interés en mantener la nueva alianza con Inglaterra. Tras el levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid, Inglaterra se convirtió súbitamente en aliada de la España en la lucha contra Bonaparte, mientras Fernando VII pasaba el tiempo en su dorado exilio de Valençay. La alianza de Inglaterra con España, para los británicos, no tenía más objetivo que la derrota de Napoleón, sin mayores compromisos respecto a la integridad del mundo hispánico y, en especial, sin renunciar a sus pretensiones sobre la América Hispana. De modo que, en 1808, la suerte de los territorios y pueblos de Iberoamérica pasó a depender del resultado de la rivalidad entre las grandes potencias europeas, a las que en el caso americano se añadía la naciente potencia regional de los Estados Unidos.

El ya mencionado tratado de Valençay, de 11 de diciembre de 1813, como ya se ha dicho, tuvo para Fernando VII finalidades de política interna y exterior, y Bonaparte creyó encontrar en el tratado un importante apoyo para frenar su ya imparable hundimiento. Mediante dicho tratado, el rey de España firmó una paz separada con la Francia napoleónica, lo que enfrentó a Fernando VII con las Cortes, al tiempo que aliviaba el cerco militar que ejercían sobre Francia rusos, austriacos, prusianos y británicos, con el concurso de suecos, daneses y holandeses. Con ello, Fernando VII esperaba ganar el tiempo necesario para derribar el gobierno constitucional en España y buscar aliados para enfrentarse a la amenaza independentista de los rebeldes americanos. Y es que Fernando VII siempre temió, y con razón, la amenaza de Inglaterra sobre la América Hispana(15).

Para Fernando VII, la recuperación de América tenía un valor muy superior al meramente simbólico de recobrar en su integridad los territorios que conformaban el reino y el imperio heredados en 1808. América significaba recuperar las rentas en metales preciosos de la corona que, en 1814, eran absolutamente imprescindibles para enderezar una Hacienda Pública arruinada y poder estabilizarse en el poder, tanto en España, como en la propia América. Y para ello, en el Congreso de Viena, Fernando buscó renovar la alianza francesa con Luis XVIII, así como tanteó nuevas alianzas, con rusos y austriacos, contra Inglaterra, al amparo de la Santa Alianza creada por Austria, Francia, Prusia y Rusia. Mientras tanto, los Estados Unidos urdían su propia estrategia para la expansión continental, su ‘destino manifiesto’, favoreciendo la causa de los independentistas hispanoamericanos.

Hasta 1820, el rey logró sus propósitos muy a medias. En efecto, el interés de Francia en una aventura americana, pese a ser alto, se veía frenado por los acuerdos con Gran Bretaña para la restauración de Luis XVIII. Y los demás, Austria no tenía recursos para semejante empresa y Rusia nunca vio una opción clara en el rey español. Rusia, prefería seguir realizando su propia expansión americana desde las bases que tenía en Alaska, y comprometerse con la debilitadísima España sólo le podía acarrear problemas con Inglaterra y los aliados de ésta, singularmente la Prusia amiga de los británicos. En fin, que lo que detuvo durante algún tiempo la caída del imperio español americano fueron los recelos mutuos existentes entre las potencias y, muy especialmente, entre Inglaterra y los Estados Unidos respecto a quien ostentaría finalmente la hegemonía sobre la América Hispana.

Si hasta 1820 pudo mantenerse la incertidumbre, el levantamiento constitucional de Riego, en ese año, alteró totalmente el panorama internacional en Europa y en América. Y es que, si se alzaba en España y las Indias un sistema constitucional por causa de una revolución, como la española, que ya se extendía a Nápoles y a Portugal, habría un riesgo cierto de contagio revolucionario por todas partes. De nuevo, el riesgo de una Europa revolucionaria estremeció a los tronos de Austria, Prusia y Rusia. En Francia, la cuestión se planteó de un modo muy diferente. Y es que París vio en la crisis española de 1820-1823, una opción de recuperar la situación de hegemonía sobre España, mantenida desde 1700 y bastante perdida en 1814, tras el retorno de Fernando al trono, así como una nueva oportunidad para recuperar las posiciones que había perdido en tras la derrota militar de Bonaparte, en 1815.

También para Inglaterra la cuestión se presentaba como sumamente delicada. Desde finales del siglo XVI se había enfrentado a España por la supremacía naval y por la hegemonía comercial en América. Durante el siglo XVII había perseverado en lograr el dominio naval frente a españoles, holandeses portugueses y franceses, lo que había logrado casi durante el siglo XVIII, pese al tropiezo de la independencia de sus colonias norteamericanas. Y ahora, en 1820, la revolución española podía comprometer, no sólo los objetivos últimos de su estrategia ultramarina, sino que también estaba poniendo en peligro todo lo conseguido hasta entonces en la misma Europa, dada la alianza que se fraguaba entre los liberales de España y Portugal. Igualmente, la posibilidad de una intervención de la Santa Alianza europea sobre España y sus Indias, disparó todas las alarmas en Washington, que miraba con preocupación la posibilidad de una intervención europea en América, y contemplaba con especial recelo la posible actuación británica en la crisis.

Fernando VII esperaba mucho de toda esta efervescencia política en Europa, Inglaterra y Estados Unidos, en la esperanza de recobrar, además del poder absoluto en España, el pleno dominio sobre América. El resultado de todo ello es bien conocido. Y aunque británicos y norteamericanos desconfiaban de las intenciones francesas, así como entre ellos mismos, finalmente la Santa Alianza, mediatizada por Inglaterra, autorizó la invasión francesa de España(16).

El Ejército Francés, con el nombre de los Cien Mil Hijos de San Luis, comenzó la invasión el 7 abril de 1823, y la concluyó el 1 de octubre de ese mismo año, si bien las tropas no se retiraron hasta bien entrado 1826, acrecentando con ello los temores de Londres y Washington respecto a una posible expedición franco-española para recuperar América. La invasión precipitó la crisis en España y en Europa. a la vez. En suma, cuando el Presidente Monroe, en 1825, formuló su célebre doctrina de ‘América para los americanos’, advertía por igual a todos los países europeos, incluida Gran Bretaña, para que se abstuvieran de intervenir en América. En 1825, Inglaterra y Estados Unidos reconocieron las independencias de las repúblicas americanas, y España perdió toda la América continental.

El trágico fin de la España Americana constituye la más cruel y acabada metáfora del tiempo de Fernando VII, al que alcanza de lleno. Sus enemigos acertaron en su crítica al carácter del Rey, un felón, sin duda, pero no entendieron nunca sus actos políticos y de gobierno, con los que consiguió superar con ventaja todas las crisis que afligieron a España durante los distintos momentos de su reinado.

Fernando VII no fue un hombre de grandes ideas, ni de ideales elevados, y es difícil idealizarlo si se carece del genio literario de Sthendal. Pero también, como la mayoría de los hombres de 1808, fue heredero del Espíritu Ilustrado español, configurado durante el siglo XVIII. Confió siempre en Francia, con independencia de sus gobernantes, y temió siempre que Inglaterra destruyese el Imperio Americano, como finalmente sucedió. La Alianza Inglesa de los liberales fue uno de los puntos de desencuentro de Fernando con este partido y quizá lo que mejor explique la enemistad que le enfrentó con ellos.

Fernando VII significó un último intento, pálido y dramático, sin duda, de poner en vigor los proyectos de gobierno ideados por el espíritu del Despotismo Ilustrado español de Carlos III, y además muy tardíamente, pues en Europa se vivía el nuevo mundo posrevolucionario, muy lejos ya de los modos e ideales políticos de la Ilustración. Desde su juventud, y probablemente durante toda su vida, estuvo imbuido en las pasiones políticas de la época, pero terminó tomando partido por un oportunismo posibilista tosco y egoísta, como él mismo, frente al dogmatismo de los diferentes círculos políticos, fueran absolutistas o fueran liberales. Fernando VII, primer líder de la revolución iniciada en 1808, pues fue él quien organizó el éxito del Motín de Aranjuez, pensó siempre que el revolucionario español más genuino era él. Pero, en realidad, más que el dirigente de una revolución victoriosa, se limitó a instrumentalizarla a su favor, para salvaguardar sus poderes de Rey Absoluto, o Rey Neto, justo en el momento en que Europa y América iniciaban la vía del gobierno constitucional, a la que se reincorporó España tras la muerte del Rey, en 1833.

 NOTAS:

11.- El Tribunal Supremo de España, único órgano de la Constitución de Cádiz que sobrevivió a su derogación, en 1812, celebró en 2012 el Bicentenario de su creación.
12.- El proceso de formación de sistemas de gobierno cortados por el patrón del gabinete ministerial fue similar en toda Europa y en América. En definitiva significó el fin de los sistemas de gobierno de origen renacentista, configurados en torno a la persona del monarca, siguiendo para ello las pautas iniciadas por el modelo británico del siglo XVIII. Ahora bien, cuando a diferencia del caso de Inglaterra o de los Estados Unidos, no existían instituciones representativas, el gabinete era responsable únicamente ante el rey, como sucedió en la España de 1814.
13.- Por ejemplo, no restituyó la Inquisición, para desesperación de los llamados “apostólicos”, que se fueron agrupando en torno al infante D. Carlos, futuro primer rey Carlista, pasando a dejar de llamarse serviles o apostólicos para tomar esa denominación, “carlistas”, con la que han pasado a la historia. Y es que Fernando VII siempre actuó igual: una vez disipada la amenaza liberal, tomó medidas de corte ilustrado y reformador. Ballesteros, hombre ilustrado y de tendencia liberalizante, fue su Ministro de Hacienda casi todo el decenio. Y su último Primer Ministro, Cea Bermúdez, fue el hombre que abrió la línea liberal a la muerte del Rey, y el hombre que desactivo el levantamiento Carlista de 1833.
14.- Los gobernantes españoles, desde 1648 y, sobre todo, desde 1714, tuvieron que soportar la doble presión de las grandes rivales, Francia e Inglaterra, que se habían acostumbrado a dirimir sus diferencias a costa de España y sus posesiones. Los dirigentes españoles trataron de escapar de esa doble presión apostando por una neutralidad que no lograron mantener nunca. Así, en 1792, España se alió con Inglaterra contra la naciente República Francesa, en la que se llamó Guerra de la Convención. Tras las derrotas ante Francia, España se alió con ésta última en 1796 y en 1800, lo que determinó nuevas guerras con Inglaterra.
15.- Napoleón cayó en abril de 1814, justo en el momento en que el rey español iniciaba su Golpe de Estado contra las Cortes, coronado con el éxito en un mes. Y también fue afortunado Fernando su propósito de restablecer la Autoridad Real en América. Las desavenencias entre los aliados durante las conversaciones preparatorias del Congreso de Viena le facilitaron el tiempo necesario para despachar hacia América al pequeño ejército del general Morillo, así como para asumir el gobierno absoluto en España, a costa de debilitar la posición diplomática española en el Congreso de Viena.
16.- Austria pudo intervenir en Nápoles en 1820, reponiendo a los Borbones napolitanos en el poder absoluto, pero Inglaterra y Francia no estaban dispuestas a permitir a los austriacos avanzar hasta España. Y de una posible intervención rusa se temía, tanto por los ingleses como por los norteamericanos, un reforzamiento de las posiciones del Zar en América, limitadas entonces a Alaska y alguna factoría en la costa del disputado territorio de Oregón.

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