abril de 2024 - VIII Año

El parricidio

Parricidio de Castro Urdiales. Imagen: RTVE

Ser padres es una dedicación incondicional de por vida, una vocación existencial y la construcción de un sentido personal. En modo alguno puede confundirse con una tarea, como si fuera ser comerciante o pastor. Por tanto, no es fácil, ni difícil, porque no exige habilidades, ni técnicas, ya que es un modo de estar en el mundo, una manera de vivir y de ser.

Para ser padres se requiere salir del sentido umbilical del yo y estar dispuesto a encontrarse y volcarse en el otro que viene, incluso antes que acabe de formarse para poder llegar. Quien está viniendo ya vive, aunque no respira; e incluso, es capaz de acumular vivencias, pero nunca sabrá cómo expresarlas verbalmente, porque carece del don de la palabra para poderlas grabar en memoria; anda aprendiendo, prematuramente, y no sabe qué ni cómo.

Yo no he hecho la autopsia psicológica del parricidio de Castro Urdiales. Por tanto, este escrito es teórico, apoyado, exclusivamente, en presupuestos de Psicología Evolutiva y, más en concreto, en el planteamiento empírico de Eric Berne.

Para este psiquiatra, una parte de la personalidad de cada ser humano se forma miméticamente y por ósmosis con el modelo de conducta de los padres. No son los consejos y normas verbales, sino la impregnación que sucede a los comportamientos paternos el origen de esta parte de la estructura psíquica. En términos constructivistas, lo que hacen los padres es más efectivo y contundente que sus amonestaciones, prohibiciones y pautas verbales. El hijo va a hacer lo que ve hacer con mayor comodidad, porque ese comportamiento viene investido de valor simbólico, afecta a sus neuronas espejo y es de por sí un modelo a imitar. En lo sucesivo, sin hacer un esfuerzo específico, el niño, después adolescente y más tarde hombre o mujer madura, hará automáticamente lo que ha visto hacer a sus padres, puede hablar igual, acompañarse de gestos idénticos y reproducir escenas ya vividas, aunque sean ineficaces y desgraciadas.

Si esto ocurre en la morfología externa de la conducta, en el otro sustrato íntimo, en el axiológico de la intencionalidad y los valores, va de suyo que no haya discrepancia, ni consciencia. Son comportamientos miméticos, con independencia del alcance que puedan tener. Así, de generación en generación, se mantienen creencias, verdaderas o falsas, tabúes arcaicos, rituales con o sin sentido, estereotipos hueros o fecundos, costumbres saludables o perversas, aspiraciones e ideales sublimes o estúpidos. A este constructo, expresado groso modo, llama Berne Estado Padre del yo, una parte de la estructura psíquica.

Afortunadamente, la humanidad progresa por los derroteros de la razón, el aprendizaje y la experiencia propia. Cada persona supera la herencia recibida y la trasciende desde su propia andadura. No nos limitamos a repetir como Sísifo el mismo esfuerzo vano y frustrante. No obstante, lo que hoy es descubrimiento personal que enriquece el bagaje propio, mañana será legado que engrosará la herencia transmitida.

En el caso que nos ocupa, de niños que fueron adoptados con más de cuatro años de edad uno de ellos y algo menos el otro, la deficiencia es dramática y trágica. Probablemente, se trate de un caso de desparentalización por el desapego sufrido. Esto es, son personas que, en sus primeros años, cuando la dependencia respecto a los padres es absoluta, pueden haber integrado rechazo, desamor y desprecio. Así se ha frustrado el vínculo con la vida. Ésta es agónica, de infelicidad constante, amarga y procelosa. Un sin vivir, nadando en el cortisol, del miedo y la angustia. Pésimo pronóstico.

Lo ocurrido en Castro Urdiales es un episodio que se engarza en una trayectoria, donde encaja a buen seguro, y avisa del porvenir. El niño que sufre hace sufrir, porque el niño, antes o después, siempre devuelve lo que recibe en busca de la complementariedad transaccional.

La falta de parentalización puede darse también por el desapego traumático de la adopción sobrevenida sin paliativos, al tratarse de niños adoptados muy mayores. Pero, en el universo social puede haber otros supuestos no tan espeluznantes, aunque sean también desgarradores.

Hay que anticipar que la labor parentalizadora la realizan ambos progenitores y que uno puede paliar el destrozo que hace el otro; y también intervienen otras figuras parentales secundarias como pueden ser los abuelos y aun los maestros. Esta constelación social puede hacer posible que esta parte de la estructura psíquica esté compensada y pueda cumplir su papel en multitud de casos, sin llegar a producirse un parricidio.

Los daños estructurales del Estado Padre del yo pueden deberse a otras múltiples causas como puedan ser el perfeccionismo de uno o de ambos padres, que establecen normas y normas para todo. La hipertrofia de la estructura nomológica, hace que el educando viva inseguro, con miedo a infringir algún precepto, o sintiendo culpa y vergüenza por haberlo contravenido. Encima, suele ser etiquetado como “tímido”, condenándolo al ostracismo, al aislamiento refractario a la sociedad. De ese pozo puede resurgir cualquier disparate.

La competición para ser el, o la, mejor en esto o aquello, superar al primo, a la vecina, o a los hijos de don, o doña X, puede ser otro dislate educativo. El niño será infeliz si no descuella y logra los mejores resultados. El estilo agonal de los padres genera ansiedad, inconformismo y desvalorización cuando el resultado, siempre el resultado y nunca el proceso, no es óptimo para desbancar al enemigo imaginario. Tal angustia es desequilibrante.

También el mito de la igualdad puede ser una fuente de infelicidad, porque exige tasas de éxito equiparadas, sin respeto a la singularidad e intereses de la persona. El niño, aunque tenga siete u ocho años, va perfilando su identidad, sus gustos, su propia ambición, incluso está desarrollando habilidades diferenciales con las que pretende ser virtuoso y alcanzar cierto grado de dominio personalizado sea en el deporte, sea en manualidades, sea en música, sea en ciencias. El educador, especialmente los padres, tienen que atender y respetar estas tendencias que fluyen de forma casi espontánea, o en perspectiva a referentes que han impactado al educando.

Los regímenes autoritarios educativos tienen un solo molde y presionan para que todos los educandos entren en el cliché. Tal despropósito puede darse también en el seno de cualquier familia corriente, originando un colapso de la singularidad propia y la saturación de un proceso de ansiedad, que puede devenir calamitoso.

La parentalización puede estar dañada también cuando el modelo es de índole ausente, drogadicto, alcohólico o está alienado e inmerso en sus aficiones, que puede ser el trabajo o el consumo, siempre que implique el desentendimiento de la vida de la familia. Este tipo de modelos no sólo dan mal ejemplo parental, sino que, además, suelen ser emocionalmente neutros, no dan afecto, ni protegen. Esto es una desgracia.

A propósito del consumismo, he de hablar del niño verdugo, cuyo proceso comienza cuando los padres, enfrascados en sus obligaciones laborales e inconscientemente culpables por el abandono real de sus hijos, procuran ocupar el vacío con regalos innecesarios, diarios y constantes desde los primeros años de vida de sus hijos. Así, efectúan un condicionamiento que, a la postre, resulta nefasto. Las costumbres hacen leyes y el niño se convierte en un tirano desde el comienzo de su vida. A los 12 ó 14 años es un experto en chantajes e impone las compras y regalos que cree merecer, especificando las marcas de moda de su ropa y calzado. No le interesa el rendimiento escolar; pero, indispone a los padres contra los profesores, que le tienen manía… En sentido inverso, no se cansa de pedir, es decir, mandar y experimentar sensaciones nuevas, que nunca lo satisfacen. Ya no hay manera de domarlo, ni es tiempo. El niño verdugo es agente de un juego de poder diacrónico, primero como Perseguidor, y luego como Víctima. El resultado es un ser humano desgraciado, ególatra, indisciplinado, difícilmente recuperable, que esclaviza a los padres y los desprecia, pero está dispuesto a no emanciparse nunca y seguir dependiendo de ellos.

El parricidio es una venganza del adolescente, una forma de aliviarse de la tensión que sufren dentro de la familia, y de la asfixia y del dolor que se infringen recíprocamente los integrantes de esa familia. Matar al padre, o a la madre, no repugna, primero porque el progenitor carece de valoración positiva, en el mejor de los casos es un proveedor…, o se le considera un déspota, un inútil o un desgraciado; en segundo lugar, porque la desaparición del padre, o madre, es una liberación en la economía narcisista del victimario.

A posteriori, el parricidio tampoco produce culpa porque no hay dimensión moral del acontecimiento; o si la hubiera, el parricida la integra como una acción compensatoria por el sufrimiento crónico acarreado.

Si fuera legal y obligatorio hacer la autopsia psicológica de los 4.000 suicidios que se producen anualmente en España, quizás pudiéramos encontrar parricidios psíquicos, previos a ellos. En el proceso autolítico, hay hijos que se consideran rechazados por sus padres y padres desdeñados por sus hijos. En estos casos, la muerte clausura el dolor acumulado durante años, una vez que el amor fue estrangulado por la discordia interna.

Naturalmente, la psicoterapia sistémica, la psicoterapia de familia puede ser preventiva, un remedio higiénico ante una convivencia fallida, de la que pueden sobrevenir daños mayores.

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