marzo de 2024 - VIII Año

Es peor el remedio

La violencia en el seno de la familia ha producido 50 filicidios, durante los últimos quince años, según Pilar Llop, Ministra de Justicia. Esas muertes de seres inocentes reflejan, sobre todo, el fracaso del sistema en curso para gestionar la violencia entre los padres.

Más bien, pienso, que el remedio es peor que la enfermedad, porque las previsiones de la Ley contribuyen a alentar la guerra interna que se libra en el seno de las parejas, especialmente, tras la ruptura de la convivencia.

Cuando el proceso cambia de escenario e intervienen los juristas como actores terceros, los intereses de estos, a veces son espurios se superponen a los de las víctimas del conflicto. El sentido agonal de unos y otros exacerba la acritud y, a partir de ahí, sólo importa ganar a cualquier precio, aunque haya que mentir para engañar al juez.

De entrada, ante la ruptura de una familia, hay que considerar que son víctimas todos los miembros. Padre y madre son víctimas existenciales, porque ambos han fracasado en su proyecto de vida. No es más perdedor el varón porque sea más fuerte, ni la mujer porque sea más débil. Cada uno tiene sus condiciones y recursos y los emplea oportunamente para ejercer el rol de perseguidor de forma alternativa, acrecentando agónicamente su desdicha. Ambos son responsables de su infortunio y contribuyen a él, como pueden y quieren. Es importante tener clara esta perspectiva, con independencia de cuál sea el origen. El/la primer causante que da origen a la batalla, no es el único responsable. La reacción inmediata ante el primer motivo traba la confrontación hacia una escalada sin límite a la vista, porque la inteligencia puede conocer sus límites, pero la imbecilidad no los tiene.

En tanto, los hijos son víctimas permanentes, sea cual sea el avatar a que los someta el proceso y la situación en la que los deje. Cuando presencian la ruptura de la armonía entre sus padres, ellos mismos quedan desgarrados, aunque, por su edad, no estén en condiciones de comprender la situación. Sufren aunque no se den cuenta. Ellos están en medio de la pugna y, aun sin tomar partido, quedan estupefactos ante el horror, presos indefensos de la tensión, tristes por el dolor que palpan, asustados por la ira que presencian, presas del pánico o, lo que es todavía más terrible, se consideran culpables de la tragedia. Por desgracia, se les terminó su infancia. Aquello no es un juego; se acabó la creatividad ante la herida que se les ha abierto, que debe ser atendida cuanto antes y, antes de curarla, hay que evitar que la sangría siga desfondándolos. Esto no lo prevé la Ley que, en teoría “protege los derechos del menor” sin especificar a qué se refieren tales derechos, ni cómo han de ser tratados.

En la genealogía de la situación se encuentra el Derecho que, como todo el mundo sabe, es una ciencia exacta, casual y aleatoria. La humanidad recurrió al Derecho para evitar la ley del más fuerte y la agresividad como método de solucionar conflictos. Sin embargo…

Los fracasos del Derecho son rotundos y palmarios en el campo internacional, que es el más extenso. La guerra sigue siendo un hecho cotidiano, constante, incombustible, y no lo digo sólo por la de Ucrania, que Israel y Palestina contienden desde hace décadas, los kurdos mantienen varias peleas, en África se dirimen litigios por decenas y otras están por venir.

El derecho penal, dice Nietzsche, crece según se debilita el poder y la autoconciencia de una comunidad”. Es correcto. El derecho penal es la defensa de la fragilidad, porque la tolerancia, y la indulgencia son privilegio de los fuertes de espíritu. Todo hecho, especialmente desde que se abre la contienda, produce sentimientos reactivos, ansia de venganza, el deseo inmarcesible de cobrar lo que el otro puede, o no puede, pagar por su mal hacer. Y el sentimiento reactivo es mal consejero. La rabia se apodera de la situación y ciega a la razón. El hombre desaparece y renace el animal.

Por paradojas que no falte. El derecho nace y se mantiene con violencia: lo prohibido, el delito, la sentencia de obligado cumplimiento, las multas, las penas de prisión. Es el código del Estado, caporal de la violencia, que cambia, a voluntad, los criterios que dirimen entre lo bueno y lo malo, cambia los códigos al compás de las elecciones, y lo que ayer exigía “un pago” de trece años de prisión, hoy se queda en nueve o en seis. Y eso ocurre porque, en esa cúspide, cada quien tiene tanto derecho cuanta potestad exhibe. Y la potestad se mide en votos y los recursos coercitivos que estos aportan.

No son falacias. Ahí tenemos las consecuencias de la ley Montero. Una señora que ascendió, directamente, desde la caja de un supermercado al Banco Azul. Sin duda, la señora tiene méritos, o argucia. Cuando se ha encumbrado tanto es porque vale, o cree valer, que tanto da, porque si cree en sí misma, la fe mueve montañas. Es suficiente ver el énfasis y la contundencia con que predica, tiene la convicción en la palabra, es la mejor pontífice infalible de sus dogmas y, por eso, ha llegado tan alto, aunque a su pensamiento le falte excelencia y le sobre soberbia.

Pero la señora Montero de poder ejecutivo y su camarilla de poder legislativo operan según el principio sic volo, sic jubeo, que quiere decir juzgo según lo que se me antoja. Ella lo hace al desnudo, sin ambages; otros lo hacen igual, pero con mayor mesura, escondidos tras prevenciones de Derecho Natural, si es que existe, o del Derecho consuetudinario, o buscando la congruencia con la Ética, que siempre es de situación.

No obstante, con una perspectiva antropológica, el Derecho no es la medicina para resolver los conflictos de la convivencia, o lacras sociales como la violencia intersexual. Hay otras ciencias específicas, que también son exactas, casuales y aleatorias como el Derecho, pero tienen mayor idoneidad.

Si queremos prevenir la violencia familiar y las agresiones sexuales, hay que detectar a las víctimas de ambos atropellos y trabajar con ellas, aun siendo niños. Cuanto más reciente tengan el trauma, menos daño sufrirán, si reciben ayuda para bizmar su herida. Son la profilaxis y la educación los remedios adecuados, no los trallazos del Derecho.

Es preciso devolver la autoestima a las víctimas, porque la persona consciente de su poder como ser humano se presenta orgullosa de sí misma, no para tomar revancha o exhibirse, sino como hybris transformadora de sí misma, capaz de enterrar su dolor y regenerar fuerza para perdonar, tener compasión, ser benevolente, o al menos tolerante, y hacer sinergias con los otros.

Los humanistas no tenemos Jurisprudencia; tenemos experiencia.

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