Biden tensa las relaciones con Rusia al tildar a Putin de “asesino”
Las esperanzas depositadas en Joe Biden al acceder a la Presidencia de los Estados Unidos, tras una etapa convulsa protagonizada por su antecesor, Donald Trump, acaban de experimentar una nueva, aguda e inquietante convulsión. Carece de precedente que un Jefe de Estado de una superpotencia mundial como Estados Unidos, hoy Joe Biden, tilde de “asesino” a otro Jefe de Estado de una gran potencia con la cual no hay entablada una guerra abierta. Y tal acusación, precisamente, permite albergar la presunción de que podemos hallarnos en el preludio de un tal conflicto armado.
Por su parte, tras escuchar las acusaciones de Biden emitidas en su contra por la conservadora cadena de televisión ABC News, Vladimir Putin, tras llamar a consultas a su embajador en Washington, Antonov, dijo que Joe Biden “ve sus propios rasgos en mí” y añadió que “Estados Unidos es un Estado criminal, con una lista de vergonzosos episodios en su historia, desde la esclavitud hasta las bombas atómicas arrojadas sobre Japón”. Por otra parte, deseó al presidente estadounidense, de 78 años, “buena salud”. El líder ruso tiene 68 años.
La acusación de Biden contra Putin, sobre la que el mandatario estadounidense no aporta pruebas más que de la parte acusatoria, la CIA, y no presenta ninguna contraprueba de la parte acusada, no formaba parte de los métodos que cabía atribuir a un experimentado senador como Joseph Biden: con 50 años de negociaciones políticas y diplomáticas a su espalda y dos mandatos como Vicepresidente estadounidense. Lo cual arroja un helador jarro de agua fría sobre aquellos que pensaban que las relaciones internacionales, tras la llegada de Biden a la Casa Blanca, podrían adentrarse en una fase de estabilidad, discreción y concordia. Lejos de ello, constituyen un muy grave precedente y un incremento de la crispación y de la inestabilidad geopolítica, en medio de una pandemia que aflige a buena parte de la Humanidad con millones de víctimas ya.
Sin precedentes en países sin guerra
¿Qué significado adquiere tildar de “asesino” a Vladimir Putin? En lo formal, una gravísima afirmación, que pude inaugurar meses, incluso años de dificultades, irregularidades y anomalías en las relaciones entre dos colosos geopolíticos, estadounidense y ruso, de cuya armonía depende la armonía mundial. Según señalan los especialistas en protocolo diplomático, un mero error protocolario concerniente a jefes de Estado o de Gobierno, por ejemplo, la ubicación considerada impropia o afrentosa asignada a un dignatario estatal o gubernamental durante una visita oficial, puede generar litigios interestatales cuya duración se prolonga durante décadas.
Distintos autores evocan el ejemplo de la diplomacia de la Secretaría de Estado vaticana, una de las más rigurosas y veteranas de cuantas existen hoy, que maneja una suerte de código o diccionario diplomático según el cual, hay palabras que jamás deben pronunciarse en una negociación, como por ejemplo, la propia palabra “jamás”. Es obvio que el carácter drástico de un concepto como éste, si es usado en una negociación diplomática, sella de modo rotundo cualquier progreso posible en la gestión abierta en marcha. Por ende, un calificativo como el de “asesino”, aplicado hoy al presidente electo de la Federación Rusa, eclipsa cualquier posible avance a muchos meses, si no, años, vista.
Pero más grave aún es que la afirmación de Biden es un síntoma de que la zafiedad expresiva de su antecesor Donald Trump no ha dado paso, como casi tod@s esperábamos, a una racionalización, acomodo y dulcificación de los usos y los modos expresivos en la Casa Blanca. Para sorpresa de much@s, su empleo revela arrogancia, altanería y, quizá, irresponsabilidad, que nadie esperaba de un dirigente de maneras hasta ahora moderadas, que se confiesa padre de familia, católico practicante y que muestra un aspecto de venerable senectud.
¿Es -o no- verdad?
L@s lectores se preguntarán, con razón, si lo atribuido por Biden a Putin es o no verdad, a propósito del intento –intento, recordemos- de asesinato del opositor ruso Aleksei Navalni en la ciudad de Omsk, en Siberia, en agosto de 2020 como asegura la CIA y que al parecer está en el origen de las acusaciones de Biden. También otr@s podrán preguntarse por qué razón Biden no calificó abiertamente de “asesino”, como acaba de hacer con Putin, al príncipe heredero Ben Salmán en el caso del asesinato, probado y por descuartizamiento, del periodista Yamal Khashoggi en la Embajada de Arabia Saudí en otoño de 2018 en Estambul, a manos de un comando de 15 hombres enviados desde Riad.
Para la Casa Blanca, ¿hay asesinatos mayores, en clave rusa, y asesinatos menores, en clave saudí? ¿O, en realidad, en ninguno de los dos actos homicidas está todavía totalmente probado que fueran Putin o Bin Salman, respectivamente, sus auténticos inductores? ¿Es posible que enemigos de Putin y/o de Bin Salman, hayan protagonizado –o no- ese intento de asesinato o asesinato consumado para arrojar los cadáveres a sus pies y culparles de lo que en verdad no ordenaron? ¿Son fiables, al respecto, tan solo los informes sobre Navalni de agencias de Inteligencia como la CIA , especializada -o relacionada como inductora- en centenares de asesinatos de personalidades políticas o diplomáticas de relieve mundial, como Amílcar Cabral, Patricio Lubumba, Ernesto Che Guevara, Dag Hammarskjöld -secretario general de la ONU-, o en la inducción de golpes de Estado, invasiones militares, intentonas de derrocamientos y asesinatos de dirigentes políticos progresistas en Guatemala, Irán, Cuba, Chile, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Granada, Grecia, Turquía, Indonesia, Irak, Libia, Argelia, Egipto, Siria…?
El comportamiento de los jefes de Estado, de todo jefe de Estado, ha de ser ejemplar. Sus palabras conciernen a millones de personas que dependen de ellas y de las decisiones que suelen acarrear. En una situación tan crispada como la vivida recientemente en Estados Unidos, con un amago, precisamente, de golpe de Estado aleccionado por el presidente saliente Trump, las declaraciones de Joe Biden sobre Vladimir Putin resultan altamente impropias, inapropiadas e irresponsables; y, mientras no se demuestre internacionalmente que fue Putin quien ordenó atentar contra Nalvalni, Biden debiera haberse callado. Parece olvidar que él mismo y el presidente Barak Obama, del que Biden fue Vicepresidente ni más ni menos que ocho años, sentado junto a Hillary Clinton y toda la plana mayor de la Casa Blanca, en mayo de 2011, asistieron al asesinato en directo de Osama Bin Laden en la ciudad paquistaní de Abotabad cuyo cadáver, por cierto, fue arrojado en un lugar desconocido de alta mar.
Bin Laden no fue juzgado previamente, ni tuvo defensa alguna, sino que fue eliminado de manera sumarísima. Muchos años antes, el yihadista saudí había administrado los copiosos fondos y armas enviados por Estados Unidos a los guerrilleros talibanes para poner fin a la presencia militar soviética en Afganistán. Con posterioridad, se acusaría a Bin Laden, antiguo aliado de Washington, de dirigir los atentados del 11-S de 2001 en Nueva York y contra el Pentágono.
Por otra parte, la acusación de Biden pareciera una cortina de humo para desviar hacia el exterior las brumas que se proyectan sobre el interior de Estados Unidos, donde la oscura estela dejada por Trump proyecta inquietantes sombras desestabilizadoras.
Si se demuestra que Vladimir Putin ordenó asesinar al opositor ruso tan torpemente como indicaría adoptar tal decisión criminal con toda la atención mundial enfocada sobre Navalni ¿por qué Washington devalúa todo cuanto puede los mecanismos judiciales transnacionales como el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, donde tales crímenes, en caso de verse probados, podrían y deberían ser juzgados?
Algunos analistas y expertos creen ver que Joe Biden, muy debilitado por el tóxico legado hallado en la Casa Blanca a su reciente llegada, con sus declaraciones sobre su homólogo ruso, ha sucumbido en esta ocasión a presiones del poderosísimo complejo militar-industrial estadounidense, que necesita mantener permanentemente encendida la brasa de la sempiterna amenaza de guerra. Y ello para seguir haciendo caja con la venta de armas y equipos militares por medio mundo, a costa de tanta sangre y tanta desolación; ceba así un rearme incesante, el mismo que le procuró tan pingües beneficios económicos y políticos durante los cuarenta años de Guerra Fría, cuyo fin –tras la caída del Muro- los propagandistas de la Casa Blanca tan ruidosamente aventaron en 1989. Hoy, sin embargo, parecen haberlo intencionalmente olvidado. Confiemos en que Joseph Biden pruebe y contraste su gravísima acusación y, de no disponer de pruebas irrefutables, tenga la dignidad de rectificar si estaba equivocado. La escalada que su acusación preludia no anuncia nada bueno para un mundo bajo el azote de un patógeno cuya microscópica guadaña no cesa de segar vidas humanas.