Me hubiera gustado asistir a tu bautizo, pero aquel viernes, 12 de octubre de 1888, cuando la Iglesia de San Ildefonso de Madrid se vistió de luz, seguramente yo estaría dormida, pero a buen seguro que tus padres don Miguel Moya y Ojanguren y Doña Belén Gastón de Iriarte y Méndez de Arcaya, disfrutarían de aquel momento inolvidable para ellos. Tu hermano Miguel, aún con un año, no podía jugar corriendo entre los invitados.
Como anécdota, tu padre, el afamado periodista, cuando ya habían pasado muchas primaveras, me contó que tu madre, como buena cubana, estaba distraída, y en un momento en que el organista interpretaba el Ave maris stella, de Gonzalo de Baena, se fijó en la placa que desde uno de los lienzos recordaba que allí mismo, en aquella iglesia se había casado el 10 de octubre de 1858, la poetisa gallega Rosalía de Castro, que había vivido en la Corredera Baja de San Pablo, con Manuel Munguía.
Gregorio, el que llegaría a ser tu marido, acababa de terminar la carrera de Medicina, en Madrid, en la Universidad Central, con Premio Extraordinario de Licenciatura. Era el año 1909. Tenías veintiún años, ¿cómo no se iba a fijar en ti? Era unos meses mayor que tú. ¿Cómo no te ibas a fijar en él? Para mí, en aquella fiesta, eras una rival demasiado poderosa. Habías acudido con algunas amigas, a las que yo no llegué a conocer. Te diste cuenta: era interesante, lo que se dice un chico listo. Te habló con entusiasmo de un estudio sobre “la sangre en los estados tiroideos”. No tenías ni idea de aquello, pero su discurso era ameno y te despertó la curiosidad. Te miraba y tus ojos huían de los suyos, pero luego cuando él estaba absorto, volvías a ellos.
Un año después, te acompañé a la lectura de su tesis doctoral, y él nos confirmaría, un poco avergonzado —¿recuerdas?— que ya en 1902 había obtenido la calificación de sobresaliente, en el bachillerato.
Fue emocionante, la lectura de su Tesis en la Facultad de Medicina, tan serio, tan seguro, allí de pie, casi dos horas, ante los miembros del tribunal, los Doctores D. Julián Calleja, Decano de la Facultad, el Dr. D. Luis Guedea y Calvo, y el Dr. D. Francisco Criado y Aguilar.
En aquel momento, ¿ya erais novios? Él te invitó a la lectura de su tesis, y tú le animaste para que te acompañara a una conferencia que Doña Benita Casimira Asas Manterola, una maestra de 37 años, que pertenecía a la recién creada Agrupación Femenina Socialista de Mujeres de Madrid y que había nacido en el casco viejo de San Sebastián, impartía en el Ateneo sobre el sufragio femenino. Era una feminista avanzada. Seguramente también estarían allí Victoria Kent, Elisa Soriano o Julia Peguero. Llenamos la “Sala de la Cacharrería”. ¡Teníamos que conseguir el voto!
Y enseguida llegó el día de tu boda, lunes 7 de Julio de 1911. A la hora convenida, un sol matutino atravesaba las vidrieras, tiñendo el interior del templo de un áureo prometedor. Tu novio, esperaba impaciente. Me gustó mucho aquel traje a la usanza de la época, con chaleco, calzón y chaqueta de paño en color crudo, ribeteado con trencilla negra en puños, cuello y solapas.
Avanzabas etérea, del brazo de tu padre, el periodista Miguel Moya Ojanguren, por el pasillo central bajo los acordes del Canon del compositor alemán Johan Pachelbel, envuelta en un sencillo traje de seda negro con mantilla, ramo y prendido floral, y tu novio sin soltar el brazo de tu madre, Belén Gastón de Iriarte y Méndez de Arcaya, respiró. Para acompañarte, aunque no pudiste verlos con la emoción, estaba allí reunida toda la cultura de Madrid.
Muy pronto llegó Carmen, la mayor de tus hijas, el 7 de septiembre de 1912, y fue recibida con una gran fiesta, sobre todo para su abuelo, Manuel Marañón y Gómez Acebo. Le pusisteis el nombre de Carmen, en memoria de su abuela, Carmen Posadillo Vermacci, que había dejado a tu marido el 3 de septiembre de 1890, a la edad de 31 años. Por eso, tu hija Carmen fue siempre la más cercana a mí.
En septiembre de 1914, a tus 26 años, ya tenías tus cuatro hijos. Cuatro años después, una vez superada la gripe española que afectó a tu marido, me dijisteis por carta que ibais a hacer un viaje a Francia, aunque no sabías si podríamos vernos porque su agenda estaba muy apretada. Iba en Comisión Oficial.
Me encantó veros, aunque no llegó a una hora, unos minutos que se me hicieron muy cortos en el Café de la Paix para tomar unos churros, al lado del Teatro Garnier en el número 6 de la Plaza de la Ópera. Me comentasteis emocionados, que habíais conocido a Edward Babinski, Almroth Wright, Alexander Fleming, y a Harvey Williams Cushing. Estaba orgullosa de ser vuestra amiga.
Y mientras vuestros hijos iban creciendo, yo seguía en contacto con vosotros a través del correo. En 1922 me contasteis también por carta que habíais viajado a Las Hurdes (Extremadura) acompañando a Alfonso XIII, en su viaje en el que adquirís el Cigarral de Menores, en Toledo.
Días después de contestar a tu amable carta de invitación, y cuando ya le habían dado la noticia de que le habían elegido miembro de la Real Academia de Medicina, cogí el tren de la Compañía de Ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante (M.Z.A.) en la Estación de Atocha, y en dos horas estaba en Toledo.
Tenía muchas ganas de veros. Tus hijas ya eran mayores. Estabais en la estación esperándome con vuestra hija Carmen. Llovía ligeramente. Olivos y árboles de distintas especies rodeaban la mansión. A lo lejos podía verse la ciudad. Pasé con vosotros dos días inolvidables. Había pasado un tiempo y yo sin saber nada de ti.
Lo leí en el diario El Sol, en la portada, a toda página. No podía creerlo. Dos años después de visitaros en Toledo, a tu marido le acusaron de participar en la Sanjuanada de 1926, contra la dictadura de Miguel Primo de Rivera, por lo que se le condenaba a un mes de prisión y a una multa de 100 000 pesetas. ¿Qué había pasado? Tenía que enterarme. ¡Ay, las dictaduras…!
Para distraerle durante ese mes, maldito mes, fuiste a la oficina de Correos, le mandaste un libro, para que lo tradujera. Se titulaba El empecinado visto por un inglés, de Frederick Hardman. Era una biografía de Juan Martin Díez, el Empecinado. Me lo habías recomendado, porque describía muy bien el carácter español. Tuve que esperar a que Gregorio terminase de traducirlo. Yo no sabía inglés.
Tardasteis bastante en convencerle para que saliera de España. Al final lo conseguisteis con la ayuda del Doctor Salvador Celedonio Calatayud Costa, gran amigo vuestro, y primer Catedrático de Radiología en la Universidad Central, como Gregorio. Manuela Costa Ferrando, su mujer, era amiga tuya y colaboró con mucha dedicación en el viaje.
Aquella situación se me antojaba como la caída libre por un empinado tobogán a toque de trompeta. Respirabas cuando aparecían en alguna de las revistas científicas, uno a uno, los artículos sobre eugenesia, que el escribía, y tú le ibas corrigiendo.
A su lado, me comentabas que habías aprendido algo de medicina, y te gustaba, por eso fuiste con él, el 12 de febrero de 1928, a la inauguración del Primer Curso de Eugénica Español, en la Universidad Central. Me hubiese gustado estar allí, no solo por enterarme de qué era todo aquello de la “eugenesia”, sino por ver la fuerte oposición de la iglesia a aquel acto. Peor no pudo ser.
De todas formas, el general Miguel Primo de Rivera y Urbaneja, en el ejercicio de su función doctoral, lo suspendió por decreto el 2 de marzo, de ese mismo año. Era un golpe más a la ciencia, a la cultura. Pero tu marido era obstinado, y tú le animabas al estudio, y se dedicó a estudiar la diabetes, las enfermedades tiroideas… y todos esos trabajos iban saliendo a la luz y llenaban las páginas de las más prestigiosas revistas científicas. Y yo, solo por ver su nombre, las buscaba en las pocas bibliotecas que quedaban abiertas, porque sabía que a la sombra de esas letras estabas tú.
Cuando se disuelve la Asociación al Servicio de la República, al día siguiente de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, en las que los candidatos republicanos obtuvieron una victoria aplastante en las principales ciudades, el lunes fueron a cenar a tu casa, Niceto Alcalá-Zamora, líder del Comité Revolucionario Republicano, y el conde de Romanones, Don Álvaro de Figueroa y Torres, en representación del rey, invitados por Gregorio. Me tenías que haber dejado que te ayudase en la organización de la cena, pero claro, te corría mucha prisa y te arreglaste con el servicio. Tu hija, que coordinaba los fogones, me comentó que la cena había sido sencilla, apresurada y seria. Alcalá Zamora quería hacer abdicar al rey y que le entregase el gobierno, para evitar un enfrentamiento armado. Al conde le costó aceptar, pero al fin el rey, consciente de la falta de apoyo popular y del riesgo de un derramamiento de sangre, decidió ceder. Cada uno asumió su parte en la organización de la salida de España de Alfonso XIII y se accedió a que, al día siguiente, 14, se proclamase la Segunda República. No hubo brindis.
La tregua solo duró un año, porque enseguida se disolvió la Asociación al Servicio de la República, y otra vez Francia le nombró Doctor honoris causa por la Sorbona de París, quizás para compensar, pensé yo, o para marcar diferencias, y eso no me lo perdí.
También y por el mismo periódico me enteré de que tu marido y sus dos amigos, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala habían firmado un manifiesto, con el título de “Agrupación al Servicio de la República”, al que luego se incorporaría Antonio Machado. Pero eso a ti no te lo dijeron. Y Niceto Alcalá Zamora, el presidente de la Republica le nombra Diputado por Zamora, las Cortes Constituyentes, en junio de ese mismo año. La consideraste una victoria pírrica, porque los tres amigos se volvieron a quejar públicamente contra la quema de conventos y para intentar callarle le nombran catedrático de endocrinología de la Facultad de Medicina de Madrid.
Si creían que, con cargos políticos o con puestos en la Universidad, iban a silenciar a tu marido es que no le conocían, porque con sus compañeros, el 21 de febrero de 1933, crearon la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. Mas presión. Y vuelven a intentar callarle al elegirle miembro de la Real Academia Española y miembro de la Real Academia de la Historia, en 1936. Tú sabes que su ideología es inamovible.
Y le acompañaste en su destierro, como no podía ser de otra manera, pero sabes que nosotros estamos a tu lado. Francia, Uruguay, Argentina, Chile y Brasil, Perú, Bolivia, Uruguay…
Por mucho que le quieran restituir, nadie le va a devolver el tiempo perdido.
Se te ha puesto el pelo blanco. Llueve, pero esa lluvia no limpia las conciencias.
Nunca te olvidaré.
Eliberia.












