¿Con que pieza musical te gustaría que empezase una carta para ti? Estoy segura de que escogerías una titulada “Juglares”.
Sé que fue compuesta por su autor, que tú tan bien conoces, en 1923, aunque su fecha de estreno fue un año después, en 1924, interpretada por la Orquesta Sinfónica de Valencia bajo la dirección de José Manuel Izquierdo Romeu. La obra, con una duración aproximada de cinco minutos —continuabas contándome tú, a modo de secreto— existía en una versión para orquesta y en otra, realizada por el propio Joaquín, para piano a cuatro manos.
Tal vez —querida Soledad— te guste a ti tanto como a él el “Preludio al gallo mañanero”, compuesto entre los años 1926 y 1929. A mí me gusta más “Juglares”, pero eso es demasiado subjetivo.
No sé escribir en “ladino”, vuestro idioma, el de los judíos sefarditas en Estambul. Tampoco conozco el idioma de tu madre, Sofía Arditti, que por cierto era judía y vienesa. Estas letras irán en el idioma que conozco.
Empezaré diciéndote que lo poco que conozco de ti lo sé a través de Dolores Moya, la mujer de Gregorio Marañón. Es una amiga común.
A veces, en las tardes de invierno, nos sentábamos alrededor de una mesa camilla en su casa, para tomar chocolate o cualquier otra cosa y charlar. Yo tenía ganas de conocerte, por eso una tarde le pregunté a Lola directamente por ti. A través de ella llegué a Besiktas, tu barrio en Estambul. Allí, en la calle principal, a muy poca distancia del palacio de Dolma Bahcé, estaban situadas tus tres casas, unidas entre sí por una terraza en la última planta, por la que te gustaba jugar a correr con tu hermana pequeña, Matilde. Le llevabas solo dos años y medio.
En la casa del centro vivían tus abuelos, tus padres a un lado, y al otro, tu tío Vitali con tus primos. A tu abuelo, Rafael Camí, le gustaba pasear con el Talmud por aquella terraza, con su larga barba gris y su vestimenta sencilla: le decías a Lola que te recordaba a los patriarcas de tiempos antiguos.
Entonces yo sentí más ganas de conocerte, y Lola me dijo que al día siguiente vendrías a acompañarla para tomar el té. Yo esperé ansiosamente a que llegase la tarde. La luz era dorada y suave. Las campanas al fin señalaron la hora del encuentro. Tú para la ocasión, elegante como siempre, habías traído una tetera con té turco, como el que te había enseñado a hacer cuando eras pequeña tu tío Vitali.
La casa del Doctor Gregorio Marañón tenía estancias suficientes como para que nosotras pudiésemos hablar con total intimidad. Nos instalamos cómodamente en la sala de la música; el tiempo era todo nuestro y mi curiosidad estaba a flor de piel…
Otoño de 1932. Nos caímos bien. Te dejé hablar. ¿Cómo no? Salió enseguida tu boda. Faltaba poco para el 19 de enero de 1933. Pero yo quería remontarme a tu historia anterior. Se me notaba la impaciencia. Acababais de llegar de Paris. Yo también, aunque no habíamos coincidido en el viaje. Fue un día gris de noviembre de 1932 —decías con voz pausada— cuando tomaste el tren hasta la frontera española. Te esperaban Joaquín y su hermano Paco. Te gustó la bienvenida. Tenían un buen coche, dices, y creo que tardasteis poco en llegar a Valencia, porque estabas concentrada en el paisaje. En ese momento te quedas en silencio y te vemos levantarte. Acaricias el piano y suena la “Zarabanda lejana para piano”, que originalmente había compuesto tu novio para guitarra en 1926. No necesitas la partitura. Habías hecho tú la transcripción al pentagrama. La ensayaste con él, hasta llegar al éxtasis. Y ahora se te veía la emoción al tocarla especialmente para mí.
El sol en declive proyectaba ya a través de los ventanales un color rojo apagado y las sombras de las cucharas y las tazas de plata, tendidas sobre la mesa, se alargaban despacio, camino de la noche.
Recuerdas con nostalgia el día de tu boda y a tus invitados: el maestro Lazare Lévy y al pianista español Ricardo Viñes. Me quedo sin saber a quién va a invitar Joaquín.
Las primeras farolas me devuelven a la infancia, y siento la necesidad de que me hables de cómo te enteraste de la causa de la ceguera del compositor. Me gustaba oírte repetir que él interpretaba el perfume de tu voz, como una sinfonía, resaltando los aromas dulces sobre los amargos, los tiempos alargados de silencio, las corcheas de tus tacones en tu baile. Me gustaba escuchar aquel relato entre el vapor embriagante del té de tus recuerdos de Estambul.
Volví a verte después de la boda, a la que, naturalmente, no asistí. Tomamos el té, en el mismo salón del piano de la casa de Lola. Me pusiste al día sobre la ceremonia, con todo lujo de detalles; una hora larga estuviste hablando del día más feliz de tu vida. Sobre el viaje de novios a Aranjuez… Allí él tomó muchas notas.
Luego te llevé a mi centro de interés. Me hablabas, despacio, saboreando las frases, de aquella fiesta que habías organizado años atrás en tu casa de París, y en la que interpretaste algunas piezas al piano de Joaquín, para llamar su atención. ¡Y vaya si lo conseguiste!
Él sabía que eras profesora diplomada en el Conservatorio de París, pero aunque no podía verte, se quedó asombrado con el virtuosismo de tu interpretación, tu dominio del instrumento, y el conocimiento de su partitura. Se había instalado en París en 1927, como lo habían hecho antes sus admirados Isaac Albéniz, Manuel de Falla, Enrique Granados y Joaquín Turina para inscribirse en la École Normale de Musique. Estuvo cinco años, con Paul Dukas, y conoció a Maurice Ravel, Darius Milhaud, Ígor Stravinski y Arthur Honegger.
Ya en el preludio de aquella conversación salió el tema de su difteria, de la razón de su ceguera. Cuando falta un sentido, los demás se fortalecen, se multiplica su actividad y su eficacia. Compensan la carencia. Él te lo había dicho muchas veces, sabías que veía por los ojos de los demás. Y tus ojos fueron sus ojos.
No volví a verte hasta 1942. En un viaje que hice a Madrid, en ese año, nos encontramos en tu casa, en el distrito de Tetuán, en el número 3 de la Calle San Germán. Me llevé una gran alegría, pues tenía muchas ganas de conocer a tu hija, Cecilia, que ya tenía un añito.
Después del famoso té turco, que se repitió, cogiste una guitarra para interpretar el “Concierto de Aranjuez”, una pieza que, según me contabas, se la había dedicado al catedrático de guitarra del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, Regino Sáinz de la Maza. A mí me impresionó el segundo movimiento. Joaquín te había explicado, y tú me lo contaste a mí, que era una especie de plegaria por tu recuperación, después de un aborto que habías sufrido en 1938. Cecilia te miraba con entusiasmo. Parecía comprender el idioma de la guitarra. Luego te acercaste a la mesa, en la que tenías otras partituras en fase de composición y transcripción. Ahora no era la guitarra sino el piano tu aliado. Repasabas, porque según tú, solo era un repaso, el “Concierto Heroico para piano y orquesta”. Tu marido ya lo había dado por terminado. La niña, cerca del piano y tirada en el suelo, tenía los ojos muy abiertos, y yo pensé que aquella obra sería una buena candidata para el Premio Nacional de Música que estaban a punto de fallar. Joaquín tardaría en llegar, me comentaste que estaba en Radio Nacional, como asesor musical, grabando un programa. Abrió la puerta eufórico, sudando. Necesitaba gritar, compartirlo contigo. Yo no tenía dotes de bruja, ni de adivinadora. ¡Se lo habían concedido! A pesar de la escasez, brindamos. No nos importaba la lluvia.
Interpretó para nosotras el “Concierto Heroico”, el de Aranjuez, la “Zarabanda”, “Juglares”… Las horas se fueron escondiendo en la oscuridad de la noche. A mí, la música y la radio me siguen fascinando. Hay piezas que no entiendo, pero las disfruto, como espero que sigas disfrutando, hasta la próxima carta que será pronto.
Un fuerte abrazo.
Eliberia











