octubre de 2025

PASABA POR AQUÍ / Lector de Historia

Detalle de la tumba de Urraca López de Haro, cuarta abadesa de la Abadía de Cañas (La Rioja). Talla de Ruy Martínez de Bureba (1272)

La Historia debe ser de nuevo escrita.  Ahora es sólo vida ejecutada y puesta en el sepulcro del papel. Los vencedores la escribieron siempre y además de mentir para salir más guapos en la foto, se limitaron a contar los gestos ampulosos que los beneficiaban.

Ya no la quiero así, la quiero libre —y sé que no es posible—, quiero la Historia empapando mis manos con su vino crecido y peleón, ese caldo de pitarra a granel que desconoce etiquetas.

Son los pequeños nombres, los mínimos asuntos, los hombres y mujeres que nadie mencionó los que dan sentido a la Historia, los que otorgan sustancia a la existencia.

De qué sirve la lista de tantos faraones si olvidamos el número de azotes en la espalda de todos los esclavos constructores de tumbas.

Da miedo leer las crónicas de Roma sin saber cuántos muertos quedaron en las cunetas de las inmensas vías que recorrieron el imperio.

Es ceguera saber qué rey ganó Azincourt si olvidamos el nombre del último soldado desangrado en las ciénagas de Francia.

Me preocupa saber las aventuras de los papas de Roma, la de Martín Lutero, la de Calvino y la de tantos otros, y no tener el nombre ni el número de cuantos fueron quemados en las hogueras de la intolerancia de uno y otro lado.

Conocer fechas y recorridos de cuantos príncipes anduvieron en las Cruzadas, cristianos y musulmanes, no compensa de ignorar el nombre de aquellos cuya sangre corrió por las calles de Jerusalén y por las arenas de las tierras del Jordán.

Duele saber que no sabemos nada del primer indígena que vio barcos enormes alzarse con el sol, así que poco importa la fecha en que Colón llegó y adónde.

Para qué insistir en el nombre de los príncipes y caudillos que recorrieron Europa, Asia, América y las demás tierras del planeta si quedan en el olvido los millones de guerreros que los siguieron hasta la muerte y las viudas y huérfanos que jamás salieron de sus aldeas.

Hablar de los grandes descubridores en África o América es olvidar que cada descubrimiento fue acompañado de muertes, esclavitud, explotación, destrucción de costumbres y culturas y que millones de nombres nunca serán recordados.

De qué sirve el apellido de los ilustres inventores, los insignes fabricantes, los impulsores de la industria, si quedan en el anonimato los millones de trabajadores mal pagados, explotados e incluso esclavizados.

Tras cada discurso insigne, cada acuerdo internacional, cada sermón encendido y cada arenga militar, están millones de almas traídas y llevadas por la palabrería, por la soflama, por la grandilocuencia, por la manipulación y por el engaño.

Detrás de cada grande de la Historia, de cada nombre recordado como importante, está la verdadera importancia, la de todos aquellos anónimos olvidados sobre cuyos hombros se aupó esa supuesta grandeza.

Eso que llamamos Historia, así, con mayúsculas, y los grandes nombres que la transitan, son un artificio que tiene detrás mucha sangre, mucha explotación, mucha miseria y mucha falta de cordura. Repetimos hasta la extenuación la barbarie porque olvidamos aquello que dijo Aldous Huxley: «Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia». Y tampoco nos enteramos de lo que manifestó Italo Calvino: «Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible…».

Y no salimos, no parece que seamos capaces de salir.

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Archivo Entreletras

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