marzo de 2024 - VIII Año

Ucrania: olvidos y medias verdades de Europa

ESPECIAL UCRANIA / MARZO 2022

Se cumple un mes desde que la guerra volviera a estallar en Europa y nombres como Zelensky, el Donbás, Mariupol y Kiev empezaran a ocupar la mayor parte de los telediarios.

Un drama -el de la guerra- que ocupa con justicia las portadas diarias de todos los periódicos, pero que no es nuevo ni extraordinario. De hecho, no son pocos los ejemplos (Yemen, Sáhara Occidental, Siria, Etiopía…) de países en los que la población lleva sufriendo el horror que padece hoy Ucrania, pero que, a diferencia de ésta, perviven sin que la sociedad internacional y sus gobernantes hayan reaccionado de igual forma.

La invasión rusa de Ucrania sorprendió a políticos, expertos y analistas de todo el mundo. Pero también aquí hay algo de extraño, ya que la violación del derecho internacional y la acción militar no es algo, en absoluto, ajeno al proceder de Putin, sino más bien un nuevo capítulo del belicismo que ha venido desarrollando desde su llegada al Kremlin (en 1999 eligió Chechenia, en 2008 era Georgia y en 2014 Crimea, anexionándola a su país).

Aunque hoy se le acuse contra crímenes de guerra y contra la humanidad, al poderoso presidente ruso, hasta hace poco, todos querían tener cerca. Es por ello por lo que resulte muy sencillo justificar la invasión de Ucrania como consecuencia de la locura, de la senectud o de un repentino deliro bélico. Sin embargo, y si se atienden a los antecedentes mencionados, puede concluirse que la dinámica del presidente ruso no ha cambiado. El ex agente de la KGB sigue siendo el mismo político que desde sectores de la extrema derecha europea se alababa y, aunque hoy lo tachan de loco, lo elevaron a centinela de los valores propios de Europa que estaban perdiéndose por el avance de las luchas de colectivos que Putin no dudaba en reprimir. Europa parece olvidarse de que el primer ministro de un país (Orban), el vicepresidente de otro (Salvini) o el líder del tercer partido más votado en un tercero (Abascal) fueron sus cómplices y, con frecuencia, lo citaban y reclamaban como valedor de la verdadera Europa.

La Europa olvidadiza y que tiene externalizada su política de defensa a la OTAN clama hoy contra la indiscutible violación del Derecho Internacional que supone la invasión a Ucrania. Fue menos vehemente allá por el 2002, cuando George W. Bush adoptó la doctrina estratégica de defensa preventiva que supuso desarrollar “ataques preventivos a objetivos potenciales que amenazan la paz y la seguridad de Estados Unidos de manera inminente”. Es curioso que este mismo argumento sea hoy blandido por Putin y lo utilice para justificar su invasión. Vemos pues cómo dos países (con armas nucleares) y que se sientan de manera perenne en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas usan idénticas palabras para excusar acciones de guerra.

Vladimir Putin entiende las relaciones internacionales desde una óptica realista y anacrónica en la que no conoce más autoridad que el Estado y, por tanto, ni movimientos sociales ni organizaciones internacionales tienen un rol importante que no sea el de su instumentalización y ulterior uso. Asimismo, parte de otra premisa: el resto de Estados actúa de forma competitiva y siempre velando por su propio interés, por lo que el orden internacional se desarrolla en un cierto desorden anárquico en el que el conflicto bélico acaba siendo en muchas ocasiones la única salida a las disputas con otros países. Una tercera cuestión: la OTAN continúa ampliando su expansión hacia el Este, hasta alcanzar la frontera rusa. No se trata ya del incumplimiento de los acuerdos de Minsk (alegado por Putin y, sin duda, verdadero), sino que los que le acusan de intentar acrecentar su área de influencia no han dejado de hacer lo mismo desde hace décadas. Esta constatación, unida a su convicción en la guerra como elemento de solventar disputas, le da barra libre. Y es que la Europa olvidadiza tiene un serio problema argumental: es cierto que Putin busca expandir su frontera, pero no lo es menos que la OTAN busca hacer exactamente lo mismo, minusvalorando tanto la capacidad bélica de Rusia como la concentración de poder que se da en su presidente y que, en el caso de la Unión Europea, no encuentra (por fortuna) contraparte.

De ahí que Putin haya decidido seguir apostando por que Rusia siga siendo una potencia militar como lo fue durante la Guerra Fría, aunque su economía ya no lo sea y su sociedad haya crecido pavorosamente en desigualdad. Pero –y esto es importante para entender su éxito interno- fue a través de los buenos resultados económicos donde Putin se legitima como líder. En 1999 llegaba a la presidencia de una Rusia que se desangraba y dividía, pero consiguió levantar la situación económica del país y frenar los movimientos de independencia de la recién creada Federación Rusa. La sociedad rusa de los noventa que vivió la destrucción del sistema de protección social soviético, a la vez que en menos de diez años pasaron de ser la líder del mundo comunista a un país con una capacidad de influencia muy limitada y plegada a los intereses de los estadounidenses encontraron en Putin a su salvador. Putin afianza así mismo su poder con control férreo y represión de la protesta y la disidencia, instrumentalización de la justicia, agitación de la bandera patria, etc. Las guerras se venden como éxitos de gestión no ya de él, sino del pueblo ruso. De la Gran Rusia poderosa frente al enemigo del oeste.

En este escenario tan bien conocido y manejado por Putin, sin embargo, falla una sencilla pieza. Con una economía agravada por la crisis causada por la pandemia del Covid, las sanciones impuestas por la Unión Europea y EEUU, etc., la sociedad rusa está empezando a sentir los efectos en el bolsillo. Si el padre de la URSS, Lenin llegó al poder con un sencillo lema: “Paz, Pan y Tierra”, Putin puede salir por la puerta del desafecto que causan la guerra, el hambre y la falta de posibilidades. Aunque aún cuenta con un apoyo considerable en su invasión a Ucrania (según medios oficialistas, 72% de la población lo refrenda), este conflicto no parece que vaya a acabar tan pronto como Putin deseaba, y de esta guerra sólo puede salir como ganador indiscutido, tomando territorios que considera propios (recordemos que la capital de Ucrania, Kiev, es considerada como el corazón de Rusia) o como un derrotado sin ninguna nueva herramienta de extorsión a Occidente. El Rubicón de Putin ha sido el Río Dnieper y, tras haberlo cruzado, no habrá cabida para el equilibrio previamente establecido en Europa del Este.

Cerca de la plaza del Maidán había cientos de fotos de soldados caídos en combate y de protestantes fallecidos durante la revolución 2014, un recuerdo constante a la ciudadanía de Kiev de los sacrificios realizados durante estos años de su conflicto con Rusia que, efectivamente, no empezó hace un mes. Fue también en el Maidán donde las fuerzas de la extrema derecha ucraniana atacaron la sede del Sindicato FPU, organización obrera que contaba con mucha fuerza en la región del Donbás, en donde se localizaba una parte importante la industria y los obreros del país y donde la mayoría de ciudadanos eran de origen ruso. Es importante recordar, en el complicado puzle ucraniano, que una importante parte de la sociedad es de origen ruso y que una cosa es estar contra del relato imperialista del Kremlin que entiende a Ucrania como una extensión más de la Federación Rusa y otra muy distinta negar los lazos culturales e históricos que tienen ambos países y que, aunque con disputas, Ucrania y Rusia habían convivido pacíficamente hasta 2014. Esa Ucrania de difícil equilibrio es pues la realidad del pasado reciente, pero también a la que cada día es más difícil retornar. Los orígenes rusos de muchos y muchas ucranianas no pueden borrar los ataques a la población civil que está llevando a cabo Rusia y que golpean cada vez más la credibilidad de Putin no sólo entre los que considera sus enemigos, sino entre los que él considera sus hijos dentro de Ucrania y que ven hoy cómo el protector Putin bombardea una escuela de Mariupol en la que se refugiaban cuatrocientas personas.

Que Putin sea, probablemente, un criminal de guerra y que muchas de las acciones que está llevando a cabo en Ucrania puedan ser consideradas, sin duda, constitutivas de crímenes contra la Humanidad, no deben engañar a la olvidadiza Europa. Hace mucho que la calidad democrática en Rusia ha dejado de ser una sospecha y convertirse en una evidencia. Que las violaciones de derechos humanos, la represión civil, la persecución a la disidencia política, etc. son conocidas desde hace mucho, demasiado tiempo. Sin embargo, la UE nunca tuvo el más mínimo reparo en tratarlo como socio y en buscar la alianza con él, dando incluso tratamiento VIP a la oligarquía putinista que acumula ingentes bienes dentro del espacio común Europeo (recordemos aquí la facilidad que, para la obtención del permiso de residencia, dio el gobierno del Partido Popular en 2013 a los ciudadanos de aquel país que comprasen, por ejemplo, una casa con un precio superior al medio millón de euros), olvidando nutrir y cuidar a la disidencia.

La Europa que hoy lamenta la fuerza de un líder que, en cierta medida, ella ha ayudado engrandecer, debe aprender la lección y no volver a olvidar. La Europa que olvida, que olvida y quiere evitar hablar de todas las causas de este conflicto. La que olvida que, como dice la Organización Internacional del Trabajo, la justicia social es el mejor instrumento para alcanzar una paz estable y duradera. La que sigue privilegiando al capital sobre el trabajo, olvidándose de que en la mayoría social que componen los pueblos y naciones está el verdadero caldo de cultivo de la paz y el garante de la estabilidad democrática, está llamada a repetir sus errores. Una vez más. En su mano, el no volverlo a hacer.

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