abril de 2024 - VIII Año

Donald Trump, dos años privatizando la Presidencia, la sociedad y el Estado

Cuando se cumplen dos años del primer mandato de Donald Trump al frente de la Presidencia de los Estados Unidos de América, resulta oportuno bosquejar un balance de su trayectoria. Empero, tal balance, a grandes rasgos caracterizado por surcar erráticamente a través de los intrincados meandros de una trayectoria torrencial, resultaría incomprensible sin reparar en la personalidad del titular del país considerado hasta el momento como el más poderoso de la Tierra, cuya institución presidencial personaliza grandemente el ejercicio del poder.

Desde el punto de vista de la personalidad, Donald Trump (Queens, Nueva York, 14 de junio de 1946) muestra rasgos evidentes de narcisismo pero, al decir de expertos en Psiquiatría y Psicoanálisis, los más relevante de su personalidad resulta ser su condición hipertímica. Esta consiste en mostrar una exaltación emocional que surge en él acompañada por una falta de control de los impulsos. Ello significa que ve las cosas primordialmente a través de su emotividad y las lleva a la acción de manera inmediata, por esa ausencia de control impulsivo. Se dan asimismo en él momentos alternativamente eufóricos, exaltados, y disfóricos, de irritabilidad, de aspereza, de depresión, de falta de sintonía con los demás, momentos en los que para él, todo el mundo se transforma en molesto. Cabe decir que en su hipertimia, Donald Trump vuela consecutivamente entre la cólera y la alegría, mientras en él prevalece la dimensión emocional sobre la dimensión racional. Se siente satisfecho consigo mismo e irritable hacia los demás.

fot 2Desde el punto de vista del carácter, se trata de un individuo emotivo, movido pues por la exaltación de sus emociones; activo -en el sentido de enfrentarse a los obstáculos sin rodeos, en el momento en que surgen-, y primario, ya que le preocupa sobre todo el presente más que el pasado o el futuro. Emotivo, activo y primario, su carácter podría definirse pues como colérico.

Siguiendo al politólogo Harold Lasswell, que distingue a los políticos en teóricos, administradores y agitadores, Donald Trump sería un agitador con ciertas capacidades administrativas derivadas de su pasado de hombre de negocios, -con varios procesos sucesivos de arruinamiento y recomposición- pero sin bagaje teórico alguno, con dosis de pragmatismo y de oportunismo. Por otra parte se ha destacado que tal vez haya experimentado una frustración por no haber podido dedicarse al servicio de las armas, como sus biógrafos señalan que acarició en su adolescencia.

A efectos presidenciales, todo lo descrito cristalizaría en la enorme cantidad de decisiones erróneas, señaladamente sobre nombramientos que ha adoptado en estos dos años de mandato, con constantes cambios en cargos políticos muy importantes y cercanos, desde secretarios de defensa, jefes de gabinete, jueces, jefes de Prensa, abogados personales…Los errores proceden de su falta de empatía y de conocimiento de las personas y la rigidez con la que transforma toda discrepancia en deslealtad. Casi las tres cuartas partes de los principales nombramientos por él realizados han sido fallidos y han culminado en la destitución o la renuncia voluntaria. Orden y contraorden, desorden, como reza un dicho vigente en la Marina.

Algunos psiquiatras europeos, de la corriente fenomenológica, señalan que si bien Donald Trump puede, pese a sus afecciones, vivir en sociedad, no es en absoluto apropiado para presidir la superpotencia estadounidense, dada su evidente –y preocupante- inestabilidad emocional. Piénsese en que posee, como Presidente de los Estados Unidos de América, un poder constitucionalmente omnímodo que solo un sistema de checks and balances como el que tradicionalmente ha regido en Estados Unidos permitiría equilibrar y, en cierta medida, controlar, de no ser, como es el caso, que el propio Presidente se encargue de desbaratar y desmontar tal mecanismo compensatorio, como vemos que ha sucedido en el trato de Donald Trump hacia: el Congreso; el sistema judicial; los medios de comunicación; los servicios secretos; los nombramientos y remozamientos de altos mandos militares… y toda una recua de decisiones contradictorias, inmediatamente revisables, cuando no tratadas y salpimentadas por él con una sarta de agresiones verbales y desdenes deslegitimadores contra tales personas o instituciones. Machismo, xenofobia, sexismo, son algunas excrecencias que afloran en sus expresiones más comunes. No podía faltar el delirio persecutorio, asociado a la disforia enunciada antes.

Hasta aquí, los aspectos subjetivos de la personalidad de Donald Trump. La pregunta que surge inmediatamente ante estas evidencias es cómo y por qué un personaje así pudo acceder a la, quizás, más alta magistratura política del mundo. Todos estos enclaves de tanta importancia presentan intrincados sistemas de acceso -filtros cabría llamarlos-, para elevar hacia las cúpulas a los mejores de entre quienes concurren al poder. No es explicable que Donald Trump haya eludido los requisitos exigidos a los presidentes estadounidenses. Pero tales requisitos son mutables. Y los hay prioritarios. Conforme a las exigencias del paradigma de troquel ultraliberal vigente en Estados Unidos en su máxima expresión, la tarea asignada a Donald Trump por el omnímodo capital financiero ha sido la de privatizar de modo completo la sociedad estadounidense, desmontando de ella la esfera de la vida pública, estatal, para convertir la sociedad en un mercado, desigual, por supuesto. En tal mercado, la hegemonía sirve prioritariamente a los más amorales de entre los ricos, neoliberales y neoconservadores, que cooptaron a Trump para culminar esta tarea, iniciada ya por Nixon con la consunción del patrón oro y proseguida por Ronald Reagan, repicado por Margaret Thatcher, en un proceso inacabado de desregulación de los controles estatales sobre la economía y su sumisión al capricho del capital financiero, la más especulativa, improductiva y amoral expresión del capitalismo transnacional. A este segmento hegemónico del capital no le costó mucho acreditar electoralmente, dentro del caótico partido republicano, a un candidato de las características del magnate inmobiliario multimillonario y mentor del concurso Miss Universo Donald Trump. El disgusto popular con la candidata demócrata Hillary Clinton y su presuntuosa beautiful people hizo el resto.

Privatizar la Presidencia y la sociedad

Las consecuencias políticas de tal pretensión del capital financiero son evidentes: conseguir la privatización de la esfera social pública le exige, primera y necesariamente, la privatización de la institución presidencial misma. Esta tarea Trump la ha acometido de manera rigurosa, mediante un caprichoso ejercicio del poder tras del cual ya le es posible, ya con soltura, deslegitimar, desordenar y desmontar los usos, convenciones, cultura y costumbres de una democracia formal como la estadounidense que, para el gran capital financiero, ha dejado de tener valor alguno. El capital financiero es enemigo de la democracia. Sirva esto de aviso a l@s navegantes en las procelosas aguas de la política. Por consiguiente, no solo la demolición del Estado del Bienestar, sino la del propio Estado mismo, será la clave que explique y dé sentido a la trayectoria seguida en estos dos años por Donald Trump. Sus efectos van a ser, están siendo ya, devastadores, intramuros y extramuros de los Estados Unidos de América. Hasta un 17% ha crecido en un solo año el déficit presupuestario estadounidense gracias a las concesiones otorgadas por Trump a los grandes emporios financieros, que han pasado de tributar el 35% al 21%. La cacareada reducción del paro al 4% esconde una precarización, temporalidad y provisionalidad inquietantes. De no reducir, del modo que sea, el desempleo junto con otras medidas de maquillaje, el conflicto social, racial y político, avivado por las enormes diferencia y desigualdades creadas por el neoliberal-conservadurismo, reaparecerá inexorablemente en la escena interior estadounidense, con el fantasma histórico, no conjurado aún en el imaginario colectivo norteamericano, de una guerra civil como la vivida en la Guerra de Secesión hace siglo y medio (recordemos que el general sudista Robert Lee no fue rehabilitado por Washington hasta el año 1974).

En la arena internacional, el caos creado por la impolítica de Trump y sus predecesores no resulta menor: Siria, Irak, Afganistán, Libia, Yemen, Arabia Saudí, Turquía, Irán, elementos del puzzle intervencionista de Washington, componen un verdadero arco de crisis inducido por una errática pauta militar donde el único aliado real parece ser -¿hasta cuándo?- el insaciable Gobierno israelí de Benjamín Netanyahu.

El dolor de cabeza principal viene a ser China que, junto con Rusia, están ganando claramente la partida mundial a Donald Trump por la sencilla razón de que Putin y Xi juegan sobre el tablero internacional con los Estados como fichas principales, mientras que el presidente estadounidense, en su evidente fobia antiestatal, utiliza como interlocutores tan solo grupos de presión, armada o financiera, sin la vertebración que las estructuras estatales brindan. El panorama no puede ser más inquietante. La democracia a escala planetaria está en peligro, por irradiación de lo que llega a diario desde una Casa Blanca envuelta en una neblina cada día más densa. ¿Proseguirá esta deriva en los otros dos años de mandato que le quedan a Donald Trump , si es que los culmina?

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