abril de 2025

Rearme

En algunas familias, se presenta el caso de un padre, o madre, omnisciente, omnipresente y omnipotente que está en todo, se sobrecarga de responsabilidades, previene cualquier emergencia y se empeña en complacer a todos los miembros de la familia sin dejar espacio al crecimiento ajeno, ni opciones al desarrollo de la autonomía de sus familiares. Siendo tan importante, puede llegar al agotamiento propio y el colapso general.

Mientras brilla tal figura en su proceso de absorber problemas, los otros miembros de la familia parasitan; se instalan en una suerte de simbiosis comensal, el dolce fare niente,  que sólo alimenta su propio enanismo y, con tal de no molestarse,  se desentienden de cualquier situación que exija esfuerzo para dar una repuesta eficaz y pertinente. De esa forma, atrofian la creatividad de su pensamiento, castran su competencia existencial e inhiben la adquisición de habilidades. Son víctimas progresivas. Omnipotencia e impotencia se amoldan, recíprocamente, en un acuerdo tácito  “yo no gano-tú pierdes” que asfixia, existencialmente, a ambas realidades, la paterna y las restantes.

En la sociedad, cuando esto ocurre, suele ser el Estado quien ejerce el rol prevaleciente, dejando a la ciudadanía el papel de la dependencia en una progresión sin límites: a menos autonomía personal, más Estado; o lo que es igual, a más prepotencia providencialista estatal, más liliputienses famélicos de ayuda. Naturalmente, este es el propósito de aquellas ideologías que consideran óptima la presencia absoluta del Estado, porque desconfían del poder de la persona y pretenden reducir la sociedad a un inmenso parvulario inane y fácilmente manejable.

La paradoja resulta cuando vemos que el “Estado” es una abstracción y que detrás de esa palabra opera un comité oligárquico, un clan, o una persona y su camarilla dispuestos a renovar la veracidad del apotegma, posiblemente apócrifo, de Luis XIV: l´Ètat c´est moi. Cada vez que emerge una experiencia de este tipo, hemos de sospechar que hay al acecho un tirano con nombre y apellidos, cuya prepotencia amenaza el desarrollo verdadero del resto de sus coterráneos.

Los ideólogos del absolutismo son enemigos acérrimos de todo cuanto suponga autonomía, libertad de elección, alternativas individuales. Todas las opciones son perversas, a menos que éstas sean señuelos convergentes con la planificación previa estatal, es decir con los intereses ocultos del absolutista.

Por congruencia, dentro de la comunidad de naciones, el esquema absolutista seguirá fiel a sí mismo, promoviendo la depauperación de unos pueblos a favor de la grandiosidad megalómana de aquel absolutista que mejor identifiquen con su prototipo ideológico. Entre Trump y Maduro, preferirán a Maduro, por muy corrupto que sea su régimen; entre Bukele y Daniel Ortega, apoyarán a Ortega, aunque Nicaragua esté en la miseria; entre Milei y Pezeshkian optarán por este último, por muy antifeminista que sea; entre Zelenski y Putin, apoyarán a Putin, líder excluyente de todas las Rusias.  En el fondo, Trump, Bukele, Milei y Zelenski son puertas para la diversidad, se alejan de la uniformidad y, cada uno a su modo, tienen confianza en la capacidad individual, en el deber personal de desarrollo.

En nuestro entorno inmediato, la Sra. Belarra y sus secuaces, más los ideólogos adyacentes a su izquierda, ha preconizado la maldad intrínseca del ejército y propuesto su licenciamiento absoluto, la disolución de la Otan y la proclamación solemne de la neutralidad universal.

Tal proclama me ha recordado la del visionario quijotesco  padre Las Casas. Cuenta Menéndez Pidal en la biografía que hizo de él, titulada Padre las Casa: su doble personalidad, que éste creía en la bondad rusoniana del buen salvaje, el indio, y la maldad intrínseca de cualquier cristiano putrefacto por la sociedad. El monje se propuso hacer una experiencia, casi mística, en la que cincuenta buenos campesinos, buenos seleccionados por él, fuera cada uno  maestro de arado y azadón para diez indios, sin ir amparados por un retén militar que los protegiera de posibles asaltos. De entrada, de los cincuenta que Las Casas había elegido en Sanlúcar, una vez se vieron trasladados a La Española, desertaron treinta y ocho al conocer de cerca el panorama. Los doce restantes acompañaron a Las Casas a Cumaná, la zona asignada para la experiencia. Y, mientras unos colonos estibaban la carga de los barcos, él junto a los otros buscaron un asentamiento para fundar la ciudad. En el interim, los estibadores, las mujeres y los niños fueron asaltados y muertos por un tropel de indios, el equipaje fue robado, o disperso por la playa. Son las consecuencias del buenismo ingenuo, iluso, o temerario.

Toda sociedad es un sindicato de apoyo mutuo, donde cada uno ha de cumplir su papel lo mejor que pueda, para que el conjunto funcione bien. No sobra nadie, porque todos somos necesarios. Los militares también. ¿Qué sería de España, con un vecino en el sur tan confiable como Mohamed VI?, ¿a qué quedaría reducida Europa con un sátrapa al norte de los Urales como Putin, que es excelente eliminando a sus rivales políticos?

Y ¿por qué querrá la señora Belarra desmantelar cualquier estructura militar?, ¿cuál es su miedo?, ¿acaso teme ser tiranizada como fueron los cubanos por el comandante Castro, o los venezolanos por el comandante Chaves?

No, la Sra. Belarra pretende más servicios sociales, más subvenciones para sus allegados, más suplidos para los menesterosos. Todos ellos no dudarán en votarla como personas agradecidas, o personas en expectativa de obtener beneficios, con tal de asegurar el statu quo de una sociedad dependiente de un Estado absoluto. Este es el fin.

Ante tal pretensión, sólo cabe el rearme, no ya de pertrechos militares, que también para no parecernos al padre las Casas, sino el rearme de valores morales y valores humanos, que aseguren el desarrollo integral de cada persona y de su dignidad dentro de la desigualdad.

En un hospital, todos no pueden ser cirujanos; así, no funcionaría el hospital. Los auxiliares de clínica son tan necesarios como los enfermeros y los analistas. Cada trabajo hospitalario tiene su envergadura y su responsabilidad, exige más o menos preparación y el desarrollo de habilidades y competencias diferentes. Consecuentemente, la desigualdad es necesaria, sin menoscabo del reconocimiento debido a cada rol.  En la sociedad ocurre lo mismo. Y, mutatis mutandis, en la comunidad de las naciones sigue pasando lo mismo: la armonía es un asunto de desigualdades: diferente ritmo, diferente contrapunto, diferente tono.

He hablado de la Sra. Belarra, como un icono de las ideologías de izquierda; sin embargo, todas las ideologías de izquierda son siniestras con relación al desarrollo de la persona, en griego careta que identifica a un personaje, o per se una, realidad metafísica de cada  individuo, si adoptamos la perspectiva latina del término.

El rearme es para convertirse en persona, ser alguien distinto, todo lo único que cada uno, usted y yo,  podemos ser, abocados a los demás. La mismidad es siempre una función de la alteridad. Yo soy quien soy en función de las expectativas ajenas. Soy para los otros y para atender sus necesidades, como los otros son para mí los destinatarios que me obligan, dentro de un eterno flujo y reflujo de transacciones ocasionales, donde el constructor y el construido alternan su posición de manera permanente. Dicho de otra manera, si yo no tuviera lectores, no podría ser escritor; si mis lectores no me entendieren, tampoco tendría sentido que yo escribiera; si una vez entendido, no fuera convincente, todo quedaría en un flatus vocis, nada en definitiva. Es una taracea  de incrustaciones recíprocas que sólo resaltan la labor del conjunto.

A medida que cada uno pone esmero en realizar su trabajo, remunerado o no, a un ritmo adecuado, garantizamos el bien común del día a día.

Desperdigados por nuestra historia hay un tesoro de valores que adornan a nuestros antecesores: generosidad, demostrada en las capitulaciones de Granada; espíritu de sacrificio, que fue necesario para cruzar los océanos en las condiciones que permitía la navegación del siglo XVI; altruismo, con riesgo incluso de la propia vida, para educar indios por amor a Dios; valentía sin ambages, para hacerse a la mar, pese a los 600 pecios que duermen en el fondo; prudencia a prueba de tardanzas, para consultar expertos, consejos y a la mismísima Escuela de Salamanca antes de legislar, como demostraron Fernando de Aragón, Carlos I y Felipe II respecto s América; constancia en la lucha contra piratas y corsarios tanto en el Mediterráneo (franceses y otomanos) como en el Caribe (franceses, ingleses y holandeses); etc. La Historia es un hontanar muy fecundo de valores para el rearme personal, frente a padres y madres absorbentes que salvan de los problemas inmediatos, mientras destruyen el desarrollo autónomo de las personas.

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Escrito por

Archivo Entreletras

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