¡Mis queridos palomiteros!
El popular cineasta francés de 61 años, Éric Besnard, ha demostrado a lo largo de su interesante filmografía un interés especial por explorar los pilares de la identidad gala a través de relatos enraizados en el pasado. Si en Delicioso (2020) reivindicaba el nacimiento de la gastronomía moderna como un acto de emancipación frente al orden feudal, y en Las cosas sencillas (2023) trazaba un retrato más íntimo sobre la amistad y los vínculos, con La primera escuela (Louise Violet, 2024) centra su mirada en otro de los sustratos de la República: la educación pública y laica.
El filme llegará a los cines españoles el próximo 19 de septiembre gracias a la distribuidora A Contracorriente Films, de la que informamos a menudo. La película se presenta como un riguroso dramedia, que incluye sutiles toques de humor que aportan frescura al conjunto. Por cierto, la aventura tuvo su puesta de largo en la pasada edición del BCN Film Fest, donde sus dos intérpretes principales fueron galardonados con el Premio a Mejor Actriz (Alexandra Lamy) y a Mejor Actor (Grégory Gadebois); un doble triunfo que subraya la solidez del sus trabajos.
La historia de La primera escuela nos sitúa en 1889, cuando la recién aprobada ley Jules Ferry establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria en Francia. Louise Violet (Alexandra Lamy), una maestra parisina, llega a un pequeño pueblo rural para poner en práctica esta medida. Su tarea se enfrenta a la resistencia de unos padres que ven en la escuela un obstáculo para el ya asentado trabajo agrícola de sus hijos, y a las suspicacias de las mujeres del lugar, que envidian y desconfían de la forastera que encarna al mundo moderno.
De hecho, desde su llegada Violet se convierte en el epicentro de un conflicto tanto social como íntimo, es decir, la lucha entre tradición y progreso, entre el miedo a perder lo conocido y la promesa de un futuro incierto para aquellos lugareños. La figura del señor Gadebois (Grégory Gadebois) —un hombre del pueblo, que refleja la tensión entre la lealtad a la tradición campesina y la necesidad de aceptar el cambio— desequilibra el modelo de vida instalado.
Como no podía ser de otra manera, a tenor de los cuidados trabajos de Besnard, uno de los principales aciertos de la película reside en el mencionado ejercicio actoral.
Alexandra Lamy ofrece una interpretación contenida, muy humana y creíble, que muestra a las claras a una mujer que tropieza, se emociona y se recupera de cada caída con más valor, si cabe, y que a pesar de las dificultades mantiene intacta su pasión por la enseñanza.
Grégory Gadebois, por su lado, dota a su personaje de hondura dramática y cierta ambigüedad en sus peculiares planteamientos, reforzando así la tensión entre lo propiamente personal con lo relativo a la colectividad. El amplio elenco que les acompaña —no desdicen en nada al trabajo actoral de sus intérpretes principales— también contribuye a conferir autenticidad a la aventura. No en vano, y como ya hemos adelantado, sus pequeñas disputas, celos y reacciones cotidianas introducen momentos de humor inteligente bien colocados —son muy buenos todos los diálogos del filme— y de esta manera se consiguen aligerar las tiranteces reinantes sin que el drama se vea herido su buen estilo.
Besnard, además, en La primera escuela se ha decantado por una narración de corte clásico y sin giros forzados, a partir de una arquitectura dramática con buenas hechuras. A ello colabora su ritmo, que está casi acorde con el tempo de las estaciones que marcan la vida rural. Y la cadencia de este tempo tal vez pueda despistar a algunos espectadores y sin embargo es coherente con la propuesta, dado que muestra sin ambages que el cambio social no es un proceso ni fácil ni ágil.
Otra de las virtudes de su parte técnica tiene que ver con su fresca y estimulante puesta en escena, ambientación y atmósfera, que destacan por su sobriedad y cuidado en todos los detalles. La dirección de fotografía de Laurent Dailland despliega una interesante paleta pictórica que traduce en importantes claroscuros, y que convierte a la campiña francesa en un personaje más, iluminando tanto la belleza de la naturaleza como la sensación de aislamiento y opresión que experimentan sus habitantes. El subrayado musical de Christophe Julien, discreto, inspira y refuerza los sentimientos de los personajes. Los pequeños gags y situaciones cómicas detectadas se integran de manera orgánica en este bucólico paisaje sonoro y visual, y sirven para poner en pausa al espectador puntualmente.
Más allá de la importancia de su contenido histórico y ético, La primera escuela plantea cuestiones profundamente actuales. El debate sobre la igualdad de oportunidades, el papel de la mujer como agente de cambio y la defensa de la educación pública atraviesan el filme de principio a fin. En este sentido, la cinta conecta con obras anteriores como La clase (2008, Laurent Cantet), Ser y tener (2002, Nicolas Philibert), Uno para todos (2020, David Ilundain) o Conducta (2014, Ernesto Daranas).
Por todo lo dicho podemos concluir que La primera escuela es un ejemplar canto a la resistencia silenciosa de quienes, desde un aula, cambian el mundo. Una película, pues, accesible para todos los públicos, entretenida, que sin ser pedagógica ni moralizante traslada un mensaje demoledor sobre el esfuerzo, al amor propio y el espíritu de superación muy propio en los tiempos actuales por estar devaluado. Las últimas frases e imágenes de la película, impagables. ¡Una filigrana maravillosa!