diciembre de 2024 - VIII Año

Las maquinaciones del dadaísmo (II)

Una grifería original y revolucionaria retorno espejado (1964). Marcel Duchamp. Aguafuerte.

Coito a través del cristal

Tan unánime es la buena opinión que el arte contemporáneo tiene de Duchamp que urge tramar estrategias de descreimiento que saquen al santo del vidrio y liberen al arte de la sumisa devoción por el maestro. Aprovechemos la oportunidad que la Sala Canal de Madrid nos brinda con su exposición Surrealismo. La era de la máquina para divertirnos con los juegos ideados por Marcel Duchamp, el primer artista conceptual de nuestra era, y, de paso, para saber algo más sobre las circunstancias que le predestinaron a un éxito único, tan raro como silencioso.

Un buen punto de partida para explorar la inédita vanguardia creativa de Duchamp es su ironía. Este aspecto ha sido muy estudiado y de forma sentenciosa resumida por Jean Suquet del siguiente modo: “La maquinaria de Duchamp sólo funciona cuando se lubrica con humor”. La bibliografía inmensa, nunca unánime, y el propio artista, nos brindan una llave de sus engranajes verbales al mencionar como principales fuentes de inspiración a Alfred Jarry, Jules Laforgue y Raymond Roussel, todos ellos escritores, convenientemente entendidos por Duchamp como agentes organizativos de formas plásticas que partían, en muchos casos, de juegos de palabras, calambures, y retruécanos.

Algunos aspectos relacionados con las circunstancias biográficas de este artista francés nacido en Normandía en 1887, además, ayudan a introducir ciertas perspectivas coyunturales que nos ponen sobre la pista del carácter emisario de este autor, cuyo destino asumió con diligente sagacidad.  El hecho de que Marcel fuera el tercero de cuatro hijos, todos artistas, y que sus dos hermanos mayores: Jaques Villon, pintor y grabador, y el malogrado Raymond Duchamp-Villon, escultor, gozaran ya de cierto nombre en el mundillo cubista no es insignificante, ya que, junto al estallido de la Gran Guerra, contribuyó, si no invitó a que el artista buscara otro mercado, allende los mares, en el que ofrecer su incipiente pero ya insólita mercancía cultural.

Para entender en qué medida a Duchamp lo predestinó la aspiración de EE. UU de ser el centro de la civilización occidental, hay que hacer un poco de historia. Antes de que Marcel desembarcara en Nueva York huyendo de París en 1916, su amigo Francis Picabia ya había abierto el camino allí, obteniendo la atención de los medios.[1] En ese contexto reñido de modernistas y antimodernistas, el cuadro Desnudo bajando la escalera (1912) que Duchamp había colocado sin pretenderlo en la gran exposición, (pues el día en que la comitiva americana de la Armory Show, a la caza de vanguardia europea, se presentó en el estudio del artista, Marcel se encontraba ausente) le convirtió en una figura controvertida. La pintura le hizo célebre a tal punto que cuando su barco tomó tierra en Nueva York, en junio de 1915, allí mismo le estaba esperando Walter Pach (pintor asesor de Armory Show) que le condujo directamente a casa del coleccionista Walter Arensberg.

Discos ópticos, extraídos de la edición Rotoreliefs (1935/1965). Marcel Du-champ.

De este episodio iniciático da noticia el documental, que el visitante de la sala Canal podrá ver al final del pasillo, a la entrada de la exposición. Como allí se narra, el jovencísimo Duchamp fue automáticamente asimilado por un grupo en el que confluían los dos círculos activos de modernidad más a la vanguardia, el del coleccionista y el del fotógrafo, editor y galerista Alfred Stieglitz. En ese contexto Duchamp, que ya había decretado su rechazo al arte retiniano (relativo al elemento visual de la pintura), continuaba tomando notas de la que sería su obra más ambiciosa, La Mariée mise à nu par ses célibataires, même (1915–1923) conocida hoy como El Gran Vidrio. Así mismo, había realizado ya en su estudio de París Rueda de bicicleta sobre taburete, precedente del primer ready made propiamente dicho, realizado en Nueva York, la famosa pala quitanieves de In Advance of the Broken Arm.

Aunque la selección presente en la sala Canal no recoge, desafortunadamente, ningún ready made de tres dimensiones de Duchamp, sí se incluye registro del más famoso de todos ellos, un aguafuerte del urinario que lleva por título Una grifería original y revolucionaria: retorno espejado, presente en la última sala. La literatura en torno al famoso urinario de 1916 es tan abundante que nos limitaremos aquí a poner el acento en dos aspectos que favorecen la lectura de la obra; la primera que la pieza fue comprada, no encontrada como suele decirse. La segunda, que aquella pieza industrial fue modificada por el artista al cambiarla de posición e imponerle un título y una firma. Dato al que hay que estar atento para dilucidar la autoría operada por la mirada que el artista vierte sobre el objeto.

Los dos temas centrales de esta exposición, el erotismo y la maquinaría, tienen en el caso de Duchamp particular pertinencia, siempre y cuando entendemos que la ingeniería desplegada por este artista ni se refiere ni toma inspiración en la tecnología en el sentido de conjunto de técnicas exitosas puestas al servicio del progreso, sino en el sentido de resortes implicados en el desencadenamiento del deseo. Al igual que Retrato de una joven americana en la edad de la desnudez, que su amigo Picabia realizó en 1915, y que consistía, simple y llanamente, en el dibujo de una bujía de automóvil, El Gran Vidrio pone su empeño en desnudar el arte de su forma tradicional para presentar en croquis los engranajes del deseo.

La posición que adopta Duchamp no dista mucho de la de Botticelli en su El nacimiento de Venus, sobre principios éticos y estéticos radicalmente distintos, claro está.  En definitiva, y aunque fuera para dinamitar la tradición pictórica, el francés conservó la consideración del artista como aquel que revela el gran misterio del deseo carnal, pero incluyéndose en el escarnecimiento que la obra opera sobre todos sus elementos; tanto sus agentes internos: la novia, los machos… con sus engranajes, como los externos: nosotros los espectadores, las instituciones museísticas, y el propio artista.

La novia (1934). Jacques Villon y Marcel Duchamp. Aguatinta.

De este insólito díptico y sus notas recopiladas en la Caja Verde hay pormenorizada presencia en la última sala de la exposición. De camino hasta ella merece atención la segunda sala, donde, junto a sus amigos Man Ray y Picabia, se exhiben dos relieves, en la vitrina: Objeto Dardo y Hoja de Parra Hembra, ejemplos del tipo de erotismo del Duchamp más descarado. En relación con el surrealismo, André Bretón, como es sabido, transfiguró el dadá nihilista del cabaret Voltaire en una orden muy disciplinadamente puesta al servicio de la revolución. La gravedad de aquel empeño se encontraba a una distancia casi insalvable respecto a la infralevedad[2] duchampiana, de ahí que Marcel nunca cediera a la tentación de formar parte del bando surrealista. Bretón logró, no obstante, arrimar el compromiso iconoclasta y erotómano de Duchamp al imaginario del surrealismo en algunas ocasiones. Una muestra de esta colaboración es la pieza Se ruega tocar, portada de la revista Le Surréalisme, presente en esta sala.

En 1921 Duchamp está temporalmente de vuelta en París, allí recibe a su amigo Man Ray y le pone en contacto con la vanguardia dadaísta europea. Son meses muy poco productivos para Duchamp. De ese verano data el cortometraje realizado en colaboración con Man Ray con discos giratorios en la casa de Villon de Puteaux. La exposición alberga una instalación de retrorelieves, como los llamó su autor porque emulan la tercera dimensión con su giro, que puede visitarse en la sala tercera.

La sala final, como se ha dicho, reserva el protagonismo a El Gran Vidrio, mediante el fragmento del documental de Fabrice Maze Marcel Duchamp, iconoclaste et inoxydable, y los comentarios y notas recopiladas en La Caja verde expuestos en una vitrina. Hay además, varios aguafuertes de la serie Los amantes,  la maravillosa aguatinta realizada con ayuda de su hermano de La novia, revisión del óleo de 1912, la mítica foto de Duchamp jugando al ajedrez con Eva Babiz desnuda en el museo de  Pasadena  y La Mona Lisa barbilampiña,  con la que el irreverente artista eleva al cuadrado la travesura, dando por hecho, en virtud del título, que Mona Lisa era un hombre, perpetuando, de este modo invisible, la mayor profanación simbólica de los centenares que a lo largo de la historia ha sufrido la famosa pintura de Leonardo[3] .

[1] Ver artículo anterior: Las maquinaciones del dadaísmo, publicado en esta misma revista.
[2] Lo infraleve es una categoría poética acuñada por Duchamp que hace referencia a una belleza especialmente surgida de aquello que por su levedad y fragilidad se halla próxima a la desaparición.
[3] Esta pequeña tarjeta fue realizada en 1965 como invitación a la exposición organizada por la Cordier and Ekstrom Gallery de Nueva York, dos años después de la retrospectiva de Pasadena, tras la cual Duchamp era ya el padre incontestable de la naciente postmodernidad.

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