abril de 2024 - VIII Año

Sergei Rachmaninov, 150 años: El romanticismo sin fin

Considerado el último gran romántico en la historia del arte musical, la creación legada por el compositor y virtuoso pianista ruso Sergei Vasilievich Rachmaninov no ha dejado de generar simpatías, de sumar devociones y de forjar melómanos a todo lo largo y ancho del mundo. El escritor y musicógrafo Antonio Daganzo se acerca aquí a la vida, la obra y la personalidad estética de músico tan insigne, en el contexto del 150º aniversario de su nacimiento.

Parece mentira a estas alturas y, sin embargo, por los mustios jardines del esnobismo, allá o aquí, voces hay –muy pocas ya, pero voces quedan- ansiosas de negarle el pan y la sal a Sergei Vasilievich Rachmaninov (Oneg, cerca de Nóvgorod, Rusia, 1 de abril de 1873 – Beverly Hills, California, Estados Unidos, 28 de marzo de 1943). Como si vivieran todavía en los años 50, 60 ó 70 del pasado siglo, y acabaran de salir de un curso de verano en Darmstadt –sancta sanctorum de la vanguardia en música- sin haber comprendido lo fundamental: pensar en el oyente; en los futuros oyentes, para ser exactos. A la necesaria y estimulante complejidad de la llamada “música contemporánea” sólo pueden llegar los más curtidos filarmónicos; y no se crea filarmónico alguno denostando, precisamente, la creación de Rachmaninov. Además con los falsos argumentos recurrentes del anacronismo, del lugar común, del almíbar.

Resulta curioso que quienes aprovechan el más mínimo resquicio para reprocharle al compositor un supuesto sentimentalismo ampuloso o enfático –atentatorio, por lo visto, contra las esencias de la “música pura”- no realicen un ejercicio de idéntica aunque inversa severidad con figuras como las de Luigi Nono o Pierre Boulez, por poner dos ejemplos: autores fabulosos, capaces de ejercer una poderosa fascinación sobre el oyente avezado, pero a los cuales, si se trata de perseverar en actitudes quisquillosas, bien se les podría achacar un desmesurado interés por las disquisiciones formales, por la experimentación con el lenguaje en detrimento de cualquier expresión directa de las emociones. Rachmaninov –igual que Giacomo Puccini en el territorio de la nueva ópera italiana tras la genialidad de Giuseppe Verdi- supo ser un delicado emperador del lirismo moderno: por eso su encanto y su influencia se hallan tan lejos de agotarse; por eso se antoja tan disparatado querer postular una pretendida irrelevancia de su figura, bajo la pretensión de que la música de Piotr Ilich Chaikovski ya había dicho todo lo que las partituras de Sergei Vasilievich iban a acabar proponiendo. Rachmaninov adoraba a Chaikovski, obviamente, pero no es verdad que el futuro autor de la Rapsodia sobre un tema de Paganini representase, ante la historia, el papel de mero epígono de Chaikovski; si ese papel existió, cabría atribuírselo a Anton Arenski (1861-1906), pero no a Rachmaninov. Porque hay una enorme diferencia entre ser el epígono de un ilustre maestro y constituirse en el reconocible heredero de toda una tradición; la del gran Romanticismo ruso, en este caso. Y porque Rachmaninov acertó no sólo a mantenerla viva, con un pleno dominio técnico e idiomático por bagaje: acertó también a engrandecerla merced a una inspiración melódica absolutamente personal y extraordinaria. Fue como si las reminiscencias de Chaikovski hubiesen encontrado el modo de concebir a un Vincenzo Bellini eslavo, cuyas melodías largas, se diría que interminables, supiesen llevar “a una, y a otra, y a otra visión, para ver cada vez más, para ver las puertas que se van abriendo y nos dejan ver mucho más aún”, en palabras del destacado y controvertido director de orquesta Valery Gergiev. Esas extensas melodías nada tienen ni de impostado ni de anacrónico; que no estén llenas de notas “equivocadas”, como las bellamente inconfundibles de Sergei Prokofiev, no significa que no suenen imbuidas de un espíritu nuevo. Con una “luz no usada”, que diría nuestro Fray Luis de León. Y he aquí, en gran medida, el secreto del éxito inmarcesible de Rachmaninov: suscitar la emoción, sí, con las verdades líricas de siempre, pero dichas con una moderna tensión capaz de interpretar los anhelos, delicias, tinieblas y pasiones del alma contemporánea. En la música de Rachmaninov –tantas veces inseguro en torno a la validez de su creación- late ya la angustia colectiva del derrumbe, la sospecha ante los dogmas otrora incuestionables, el reconocimiento del instinto erótico como carga de profundidad contra cómodos idealismos, la ambivalencia y el vértigo ante el fenómeno de la cultura de masas. Es hora ya de acercarnos a este excepcional autor sin echar mano de los clichés críticos que, insensatamente, se empeñaron en confinarlo en una especie de fácil reducto de conservadurismo irredento, porque no hay tal. Y en cuanto a los que aún confunden los arrebatos de una formidable inspiración con el almíbar… Pocas cosas, para su pesar, habrán de definirles más cabalmente. ¡Los hallazgos de la inspiración de Sergei Vasilievich! Auténtico semillero de melómanos por todo el planeta. Y resorte, tantas veces, para una pregunta admirativa: ¿cómo logros tan sencillos, tan aparentemente naturales y sencillos, no habían brotado ya en la obra de otros músicos?

Rachmaninov alcanzó bastante pronto la madurez creadora. Apenas tenía veintiocho años cuando se estrenó, por fin completa, la que, a la postre, iba a ser considerada su obra más célebre: el Concierto para piano y orquesta nº 2, en do menor, op. 18. Ni tal madurez llegó por ciencia infusa, ni tal partitura imperecedera nació sin pagar los peajes de la decepción y el sufrimiento. Estudiante del Conservatorio de San Petersburgo desde 1883 –tras haber recibido lecciones particulares de música desde su más tierna infancia-, fue a partir de 1885 cuando el muchacho comenzó a sentir la firme llamada de la creación; es decir, coincidiendo con su llegada al Conservatorio de Moscú, donde trabó amistad duradera con su genial compañero Alexander Scriabin –futuro renovador del lenguaje musical, desde su peculiar y paulatina aproximación al atonalismo-, y donde tuvo por profesores, entre otros, al chaikovskiano, sí, Anton Arenski –que en realidad había sido alumno de Nikolai Rimski-Korsakov en San Petersburgo-, y también a Sergei Taneyev (1856 – 1915): discípulo directo –él sí- de Chaikovski en Moscú, mejor compositor que Arenski, y conocido también en el ámbito de las letras, ya que, según parece, el deslumbramiento que causó su figura en la esposa de León Tolstói metió de cabeza al gran escritor ruso en la redacción de La sonata a Kreutzer, aquella oscura y novelada disertación sobre los celos de tan beethoveniano título. El jovencísimo Rachmaninov, antes de convertirse en veinteañero, ya mostró abiertamente sus cualidades como autor en torno a su instrumento de referencia, el piano, del que llegó a ser concertista de fama universal. Y esto quizá resulte una afirmación demasiado escueta, porque estamos ante uno de los más legendarios intérpretes de la historia, cuyas excepcionales dotes interpretativas –e incluso físicas: sus manos eran gigantescas; sus dedos, inusualmente largos y elásticos- contribuyeron a la forja de una escritura de “virtuosismo expresivista”, según la pertinente descripción de Enrique Franco. No obstante, aquel jovencísimo genio pronto demostró también que su música no iba a limitarse a orbitar alrededor del teclado. Tras el Primer Concierto para piano y orquesta, en fa sostenido menor, op. 1, y los Morceaux de Fantaisie, op. 3 –donde encontramos la primera muestra del Rachmaninov perdurable, el famoso Preludio en do sostenido menor-, enseguida hubo de ver la luz Aleko, ópera en un acto que le permitió graduarse en el Conservatorio de Moscú con todos los honores. Primer alarde auténtico de versatilidad, la trascendencia de Aleko en el catálogo del músico no se encuentra ligada estrictamente al teatro musical, aunque cierto es que sirvió de precedente para las dos óperas que Rachmaninov estrenaría, de forma conjunta en 1906, mientras desempeñaba el cargo de director de orquesta en el Teatro Bolshoi de Moscú: sobre Alexander Pushkin –igual que Aleko-, la discreta El caballero avaro; sobre la Comedia de Dante Alighieri, la mucho más atinada Francesca da Rimini –cuya calidad, a mi juicio, es superior a la de la aparatosa Francesca da Rimini que el italiano Riccardo Zandonai presentaría en 1914-. Aleko, en realidad, se inscribe en un período de fuerte inspiración gitana cuya razón estriba en un mal de amores de lo más amargo: Rachmaninov se había prendado de Anna Lodïzhenskaya, exótica mujer de origen gitano, efectivamente, y que, para complicarlo todo, estaba casada con Peter Lodïzhenski, amigo del compositor. Aquella desdichada historia sin esperanza fue el único lunar conocido de una vida sentimental sin mayores sobresaltos, pues Sergei Vasilievich no tardaría en casarse con su prima Natalia Alexandrovna Satina, fiel compañera de larguísimos caminos –en Rusia y fuera de Rusia- a partir de entonces; sin embargo, Aleko no bastó para exorcizar todos aquellos demonios de la pasión. Ni tampoco el Capricho gitano –o bohemio, según la denominación original-, partitura para orquesta, fechada en 1894, de estilo rapsódico. La sombra de Anna Lodïzhenskaya recorrió también nada menos que la Primera Sinfonía en re menor, op. 13, de 1895; es decir, la primera obra sinfónica de envergadura culminada por Rachmaninov, habida cuenta de que una sinfonía juvenil había quedado inacabada, y que el poema sinfónico Príncipe Rostislav constituyó un mero aprendizaje. Eso sí, otro poema sinfónico, éste de 1893, La Roca, op. 7, llamó poderosamente la atención del mismísimo Chaikovski, lo que sin duda alentó al joven compositor en su provechoso trabajo y en su camino, aparentemente expedito, hacia la sazón expresiva. No obstante, la decepción y el sufrimiento no habían escrito aún el episodio determinante en toda esta historia de maduración.

Fuera porque la obra incurre en algunos errores de principiante –la falta de adecuación entre ambiciones formales y contenido real, o la resolución algo aparatosa de algunos fragmentos-; fuera porque el muy notable compositor Alexander Glazunov (1865-1936) desempeñara en estado de embriaguez, aquel funesto 28 de marzo de 1897, su cometido de director de orquesta, el caso no ofreció ninguna duda a los ojos y oídos del público petersburgués: el estreno de la citada Sinfonía nº 1 resultó un completo desastre, y Rachmaninov, de carácter siempre impresionable como cabal romántico que era, se hundió en un profundo estado depresivo del que tardó aproximadamente tres años en salir. En este orden de cosas, la historia de la recuperación anímica del artista –cuyo talento no merecía en absoluto un revés semejante- ha acabado convertida en una especie de gesta gloriosa de la praxis psiquiátrica, con la efigie del doctor, además de violista aficionado, Nikolai Vladimirovich Dahl (1860-1939) ocupando la peana del héroe. Al parecer, Dahl apostó por una terapia de hipnosis tan eficaz e irresistible que, en apenas cuatro meses, Rachmaninov estuvo en disposición de comenzar –curiosamente por los movimientos segundo y tercero, y no por el de inicio- la obra de su vida, dedicada precisamente a Nikolai Vladimirovich: el citado Segundo Concierto para piano y orquesta, de 1901. ¿Podría postularse algo más radicalmente paradigmático, algo más representativo de la madurez alcanzada ya por el compositor, que la introducción de esta subyugante partitura? En el “poco a poco crescendo” del piano solista parecen abrazarse los ecos de campanas amados por Rachmaninov desde su niñez y el oscilante péndulo hipnótico de las sesiones del doctor Dahl, como un badajo totalizador que resumiera la magia del ayer y la salvación del presente. Decepción superada por fin; dolor purgado a través de una decantación, de una cristalización en el tiempo de la memoria lírica: era el soñado pórtico no sólo para el Concierto nº 2 sino también para el conjunto de obras maestras que habrían de seguirle. Por supuesto las más famosas: la Segunda Sinfonía, el poema sinfónico La isla de los muertos y el Tercer Concierto para piano y orquesta. Pero conviene no olvidar otras maravillas como la Sonata para violonchelo y piano, en sol menor, op. 19, de 1901 –la mejor obra de Rachmaninov en el repertorio de cámara, al que ya había aportado los dos juveniles Tríos elegíacos de 1892 y 1893, respectivamente-; o Las campanas -¡cómo no, las campanas!-, para solistas, coro y orquesta, op. 35, de 1913, sobre el poema homónimo de Edgar Allan Poe (¡!) vertido a la lengua rusa por Konstantin Balmont; o Las Vísperas, para coro mixto “a cappella”, op. 37, de 1915, considerada una de las partituras fundamentales de la moderna música sacra de rito ortodoxo (¡!); o los ciclos de canciones op. 21, op. 26, op. 38 y op. 34 –sobre todo este último, de 1912, aunque habría de completarse en 1915 con el popular y fascinante “Vocalise”, que, sin palabras, retomó y ensanchó el nostálgico universo melódico de “Ne poy, krasavitsa, pri mne”, quizá la mejor canción de juventud del compositor, incluida en su op. 4-. Y en todo este importantísimo y muy variado corpus, otro lugar de honor lo ocupa, en buena lógica, la música concebida para piano solo, pues, de 1903 a 1916, fue viendo la luz el grueso de la labor creadora desarrollada en dicha parcela: las dos sonatas –op. 28 y op. 36, respectivamente-; las dos colecciones de preludios –la primera, op. 23, con diez números en su seno, y la segunda, op. 32, con trece-; las dos colecciones de “études-tableux” –op. 33 y op. 39-, y las Variaciones sobre un tema de Chopin, op. 22. (El par de suites escritas para dos pianos, op. 5 y op. 17, datan de los años 1893 y 1901, mientras que las también importantes Variaciones sobre un tema de Corelli, op. 42, aparecieron ya en 1931.)

A estas alturas, negar que Sergei Rachmaninov fue, en términos históricos, el artífice de la culminación del concierto para piano romántico representa un absurdo deporte de riesgo al que únicamente pueden entregarse los más recalcitrantes detractores del compositor. La apoteosis resulta todavía más evidente si se traza, con toda naturalidad, un arco entre el Segundo y el Tercer Concierto, creaciones cuyos vasos comunicantes, tan numerosos, se fundan en una inspiración melódica acertadísima y desatada, en un sentido dramático inherente a la escritura musical, y en un creciente virtuosismo que tiene por correlato la pasión enunciativa de las ideas y la ampliación de las estructuras. Para el primer movimiento de su op. 30, el Concierto nº 3, en re menor, Rachmaninov llegó a dar forma no sólo a una cadenza sino a otra alternativa, de modo que el solista puede escoger –entre lo difícil y lo casi inabordable- el grado de dificultad por el que apuesta, en su aproximación a la partitura, a la hora de afrontar ese pasaje de lucimiento virtuosístico. Tal exuberancia había de tener su reflejo en la mismísima conclusión de la obra, si bien en el doble plano de lo constructivo y lo emocional: igual que sucede en el Concierto nº 2, el tema lírico contrastante del tercer y último movimiento reaparece entonces arrebatador, grandioso; y, sin embargo, el horizonte acabará extendiéndose mucho más allá de lo previsible, pues aquí Rachmaninov ensancha la melodía, cantada conjuntamente por las cuerdas y los brillantes acordes del piano, hasta conducirla a una cumbre de asombroso enardecimiento, de memorable exaltación, por el camino de una progresión armónica inexorablemente romántica. Todo ello bruñido, para mayor regalo, gracias al concurso de los instrumentos de viento metal, que otorgan a la verticalidad de la música una paulatina y deliciosa sensación de vértigo. Muy pocas veces en la historia del arte del sonido, una apoteosis que trasciende los límites de su propia textualidad ha podido cristalizar de manera tan reconociblemente vívida. El formidable triunfo previo del Concierto nº 2 propició que el nº 3 naciera en el marco de la primera gira norteamericana brindada por Rachmaninov como concertista. Su estreno tuvo lugar el 28 de noviembre de 1909, con el compositor al piano y Walter Damrosch en el podio de la Sinfónica de Nueva York, pero no fue aquello lo más importante. Apenas siete semanas después, Rachmaninov lo volvió a interpretar, en el Carnegie Hall, nada menos que junto a Gustav Mahler, por entonces director titular de la Orquesta Filarmónica de Nueva York. ¿Habrá de sorprendernos que el meticuloso Mahler ensayase la maravillosa partitura, por supuesto con Rachmaninov y los instrumentistas de la Filarmónica, hasta que no quedó un solo detalle por pulir? De aquella histórica sesión musical, celebrada a primera hora de la tarde -15:00 hrs., para ser exactos- del domingo 16 de enero de 1910, y a lo largo de la cual se tocaron también obras de Bach, Wagner y Smetana, nos queda el facsímil del venerable programa de mano. Ver los nombres de dos genios de la composición como Mahler y Rachmaninov, juntos con motivo de una interpretación compartida, produce un estremecimiento de emoción indescriptible.

Las pesadillas que se habían desatado en torno a la Sinfonía nº 1 quedaron igualmente abolidas dentro de ese mismo tablero de juego: la brillante Segunda Sinfonía en mi menor, op. 27, demostró las buenas lecciones que el autor había aprendido de su propio oficio; algo que el gran éxito obtenido por la obra en su estreno de 1908 no hizo sino corroborar. Terminada un año antes, y escrita no en Ivanovka –la finca familiar donde Rachmaninov solía componer- sino en la ciudad alemana de Dresde, la Segunda aplica con un criterio mucho más depurado el principio cíclico que había dado unidad a la anterior; complementariamente, el manejo de las herencias formales características del género sinfónico queda aquí trascendido por un lirismo capaz de hazañas vinculadas a la propia estructura interna. Sí, estamos ante la sinfonía más rematadamente lírica del repertorio junto con la Patética de Piotr Ilich Chaikovski, pero no únicamente por la divina opulencia de sus melodías fascinantes o por los acentos más explícitos de su romanticismo sin tasa. La libertad con la que se aborda la forma sonata del primer movimiento hace posible que su segundo tema –al hilo de la tensión emocional, del discurso emocional de fondo- sea el que sustente sin dudas la reexposición, tan sumamente vibrante en su formulación evolutiva como para prefigurar, ya entonces, la idea que habrá de ir conduciendo el Adagio inolvidable: tercero de los cuatro movimientos y corazón de la sinfonía, con su solo de clarinete, sus desatadas cuerdas, sus cálidas trompas, arropando; todo un nocturno amoroso que combina a la perfección la pureza conmovedora del idealismo y la pasión erótica. El salto cualitativo que la Segunda supuso habilitó, en buena medida, la empresa del poema sinfónico de 1909 La isla de los muertos, inspirado en el cuadro del mismo título, debido al pintor simbolista suizo Arnold Böcklin, y en el que se advierte cómo Caronte, el barquero de la mitología clásica, traslada las almas al Hades a través de la laguna Estigia. Este op. 29, sólo al alcance de un verdadero genio de la composición, es ya un dechado de embrujadores recursos expresivos, de avenencia entre fondo y forma, de color orquestal al servicio de las emociones, de profunda poesía donde no sobra ni uno solo de los gestos musicales que aciertan a desvelarla.

Si el trienio vivido por la familia Rachmaninov en Dresde tuvo como principal explicación las turbulencias políticas y sociales desatadas tras los sucesos revolucionarios de 1905, otra encrucijada histórica aún mayor, y esta vez sí exitosa, arrastraría definitivamente al autor y los suyos fuera de Rusia: la Revolución de 1917. Las paradojas del mundo y de la vida quisieron que quien había despreciado el bolchevismo, sustrayéndose todo cuanto pudo a su dominio e influencia, acabara apoyando económicamente al Ejército Rojo en su lucha contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el caso es que Rachmaninov no volvió a pisar nunca el suelo de su patria, lo que le precipitó a una vida a medio camino entre los Estados Unidos –con Nueva York como centro de operaciones y lugar de residencia- y la Europa Occidental de sus períodos vacacionales –algo cuya normalidad quedó consolidada con la compra, en 1932, de una casa veraniega en Suiza: Villa Senar, cerca de Lucerna, a orillas del Lago de los Cuatro Cantones-. Rachmaninov pagó un alto precio por mantener semejante tren de vida en el exilio: su actividad como concertista hubo de multiplicarse en Norteamérica y Europa durante largos años. Con las fuerzas mermadas por el mucho trabajo y los incontables viajes, llevando a cuestas como podía la nostalgia del terruño, y acosado además por la insoslayable sensación de que el presente musical no le pertenecía a él sino a la vanguardia de Stravinski, Schönberg o Bartók, el otrora fecundo creador a duras penas consiguió culminar el quizá errático en exceso Concierto para piano y orquesta nº 4, en sol menor, op. 40, de 1926, o la bastante más atinada Sinfonía nº 3, en la menor, op. 44, de 1936. Quedaban por brotar, no obstante, dos obras maestras hermosísimas: la Rapsodia sobre un tema de Paganini, en la menor, op. 43, de 1934, y las Danzas sinfónicas, para orquesta, op. 45, de 1940.

La Rapsodia sigue la estructura, en realidad, de tema y variaciones; veinticuatro variaciones sobre, precisamente, el celebérrimo Capricho para violín nº 24 de Niccolò Paganini –página que ya había inspirado a Franz Liszt y a Johannes Brahms, y que más tarde inspiraría igualmente a Witold Lutoslawski, Boris Blacher o nuestro José Luis Turina (nieto de Joaquín)-. Sin embargo, el instinto concertante de Rachmaninov se halla presente incluso en una tácita disposición formal: las veinticuatro variaciones, ofrecidas sin solución de continuidad, parecen dividirse en tres grupos que se corresponderían con la clásica segmentación en tres movimientos de los conciertos al uso (vivo – lento – vivo). La importancia de este detalle radica fundamentalmente en lo mucho que ayuda a comprender la presencia en la partitura de la popularísima “Variación XVIII”; pasaje de soberana belleza, en tempo “Andante cantabile”, que vendría a cerrar por todo lo alto esa parte lenta central de la obra, y para cuyo enunciado se efectúa, asombrosamente, la inversión melódica del tema de Paganini, alejándolo del modo menor una vez dado la vuelta, y llevándolo hasta la tonalidad de Re bemol mayor, tan esplendorosamente lírica. ¡Toda una decisión de verdadero genio! Si el triunfo ha acompañado siempre a la Rapsodia, las Danzas sinfónicas se interpretan en las salas de concierto cada vez con mayor frecuencia, y con toda justicia. Aquí las evocaciones del fecundo pasado –y de la lejana patria- se entreveran con ciertos toques de una modernidad más explícita, si bien el compositor supo llevarla perfectamente a su terreno y sensibilidad: al respecto vale como muestra el fascinante solo de saxofón que surge en el primero de los tres movimientos. Hasta los restallantes acordes de clausura, las Danzas sinfónicas van combinando, con suma inteligencia, un vigor a veces electrizante con el lirismo quizá más misterioso que Rachmaninov jamás concibiera: el segundo movimiento es algo así como un vals suntuoso de lacerantes sombras, y la sección central del movimiento de cierre parece querer recuperarlo aunque más despacioso todavía, más enigmático, absorto en un encapsulado romanticismo que, a la postre, no renuncia ni a la ternura ni al vuelo, en otra de las progresiones melódicas y armónicas tan características del autor. El inolvidable maestro Evgeni Svetlanov, a cuyas órdenes el repertorio ruso sonó con una sensualidad hasta entonces desconocida, dijo que, puesto en el brete de tener que elegir una partitura para llevarse a una isla desierta, escogería la de las Danzas sinfónicas (¡!).

En pos de un clima más suave y beneficioso para su maltrecha salud, Sergei Vasilievich Rachmaninov se alejó de la fría Costa Este y terminó sus días en California, concretamente en Beverly Hills; “en el centro de la colonia cinematográfica” ligada a los estudios de Hollywood, y no lejos de donde igualmente vivían su exilio Igor Stravinski y Arnold Schönberg –entre otros muchos-, como ha recordado el crítico norteamericano Alex Ross en su exitoso ensayo El ruido eterno. Los tres, claro está, fueron tentados por la industria del cine, y Rachmaninov, con una mezcla de sorpresa e inquietud, hubo de comprobar cómo su estilo iba sirviendo de modelo para las bandas sonoras de los dramas románticos. Hoy, ya de vuelta de los extremismos vanguardistas, con las fronteras entre lo culto y lo colectivo sumamente desdibujadas, y con una postura respecto al canon considerablemente más inclusiva e integradora, Sergei Rachmaninov, a través de las creaciones que nos legó –y en lo que representa un caso semejante a los de Giacomo Puccini, Erich Wolfgang Korngold o incluso George Gershwin-, está viviendo esa dulcísima segunda juventud de la posteridad favorable; tanto como jamás el propio autor llegó a soñarla. En ello igual tiene mucho que ver la autenticidad, el sentimiento genuino; aquello de que “la música debe brotar del corazón”, como el mismo Rachmaninov escribiera. Lo sabemos muy bien quienes, a lo largo de nuestras vidas, y en justa reciprocidad, hemos venido disfrutando de su música, de su prodigiosa música, no sólo con la cabeza sino también con el corazón.

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