marzo de 2024 - VIII Año

Una hora y media en el Museo del Prado (y II)

Un Vía Crucis profano para dinamitar el más rancio academicismo

No habrá otra belleza moderna que la belleza antigua;
quiere decir, la provista de la condición de eternidad.
Eugenio D´Ors

Continuando con el recorrido estético propuesto en la entrega anterior seguimos las huellas ya legendarias del libro “Tres horas en el Museo del Prado”, siempre y cuando lo entendamos como libre inspiración sin más puesto que ni su apasionado nervio literario ni su polémica enjundia de fuste pueden parangonarse por su asumido magisterio con nuestro más que modesto trabajo.

En la primera parte ya apuntábamos cómo el cambio de mirada que trajo consigo la Reforma se coló dentro de nuestros cuadros para quedarse. Aquí desarrollamos un poco más esta idea y vemos cómo ha vertebrado el arte de la pintura hasta Goya.

cristo7.- Joachim Beuckelaer: “Cristo en casa de Marta y María” (1568). Pintado en los Países Bajos va a abundar de una manera harto contundente en el cambio ideológico que trajo el protestantismo. Si el giro de la mesa en la Cena de Tintoretto, mencionado en nuestra primera entrega, era un arrebatado golpe de timón a la composición ortodoxa, ya religiosa ya estética, aquí el pintor da el protagonismo a una cocina en primer término que nos muestra a una joven que nos lanza –por fin- una sugerente mirada y así nos convierte en partícipes de la escena. En este carpe diem pictórico el optimismo se recupera pero ya no nos trae ese candor religioso de Juan de Juanes. No en vano se ha relegado el motivo bíblico al fondo bajo una serliana. Aunque la simbología erótica del arte flamenco no puede ser más explícita la crítica oficial pusilánime amparada en el vago concepto de simbología oculta, que acuñó el infalible Panofsky, sigue erre que erre defendiendo que estamos ante una escena religiosa con contenido moralizante. Con solo pensar en el cambio de mirada que ha producido el agustino Lutero deberíamos tener suficiente para contextualizar la obra. Esta reflexión que dudamos que d´Ors hubiera aplaudido tampoco tuvo la oportunidad de hacerla puesto que la tela entró en el museo muchos años más tarde de su memorable visita. Es, sin embargo, más que significativo el hecho de que si bien Tintoretto y Beuckelaer se mueven en ámbitos socioculturales diferentes adopten concepciones afines y compartan un tema común como el lavatorio que nos remite a uno de los episodios menos grandilocuente y, por tanto, más “humano, demasiado humano” de las escrituras. Este nuevo código que se apoya en el empleo de la yuxtaposición de planos e invierte la posición de las escenas otorgándole relevancia a la escena profana en detrimento de la religiosa tendrá importantes consecuencias posteriores. Por una parte, sus figuras protagonistas, como los nuevos ricos de aquella burguesía pujante que ahora es la nueva clientela que ha suplantado al mecenazgo religioso, se retratan rodeadas de toda su abundancia en las rebosantes cocinas de la época lo que dará como resultado el nacimiento, ya en el siglo XVII, del bodegón como género autónomo. La profusión exuberante de los elementos de la naturaleza muerta, como en Bassano, caerán por pura “ley de la gravedad” mucho antes que la manzana newtoniana para crear un género inédito. Por otra parte, y lo que es más importante, este nuevo código va a influir decisivamente en la futura carrera artística del joven Velázquez. No solo en su primera etapa sevillana sino en la creación de dos de sus grandes obras maestras: “Las meninas” y “Las hilanderas”. No otra cosa hizo Patinir con el paisaje secundado después por Claudio de la Lorena y abriéndole la trocha como género autónomo que a través de la pintura holandesa llegará hasta Corot y la Escuela de Barbizon ya en el siglo XIX con la juerga impresionista escopetada ya en el furgón de cola que traerá la modernidad.

Nacimiento8.- Luis de Morales: “El nacimiento de la Virgen” (1562-1567). Nuestra siguiente parada nos traslada a esta tabla donde a la derecha vemos a una cortesana que aun no estando situada en el centro arrebata con esa turbadora mirada “beuckeleriana” el protagonismo a la escena religiosa. Así pues, nuevo recurso en el juego del arte de la pintura como ejercicio de miradas que anticipa un aspecto de sumo interés que más tarde la física moderna adoptará como propio al entender que el espectador/observador forma parte del sistema como bien sabremos por el gato zombi de Schrödinger. En el manierismo del pacense Morales se establecerá el armónico abrazo de la pintura flamenca y la italiana con una exquisita sensibilidad. El Greco con su genialidad, bien representado en el museo, optará, sin embargo, abiertamente por el modelo italiano, dada su estancia en la Venecia de Tiziano. El aludido juego de la mirada lo va a recoger también Velázquez y lo va a llevar a un grado de refinamiento tal que va a conseguir detener el tiempo en ese efímero momento que aparece en casi todas sus pinturas de madurez.

Ultima Cenai9.- Agostino Carracci “La Última Cena” (1593-1594). En esta otra cena el boloñés nos abrirá nuevos derroteros. Ante los excesos del manierismo Agostino y su familia querrán devolver el arte al equilibrio del Renacimiento de Rafael Sanzio (magnífico su Cardenal del museo). En la obra que estudiamos el resultado, muy interesante por otra parte, hace que el artista desde el retorno al orden devuelva la tan traída y llevada mesa a su posición “ortodoxa” como Dios manda pero inesperadamente le sale el tiro por la culata al marcar el fantasma de Tintoretto inesperadamente la bala con su tenebrista pincel veneciano. Asimismo las aureolas han desaparecido y en una suerte de expresionismo avant la lettre el tablero de la mesa en tropo metonímico rompe la impecable horizontalidad de la de Juan de Juanes a instancias del peso/conciencia de Judas dotando al cuadro de un angustioso desequilibrio muy querido al cine del esteta Orson Welles. La inocencia y por tanto la seguridad intachable de aquella Iglesia medieval han hecho mutis por el foro. «The times they are a-changin´». En los mantos con su fuerte iluminación ya se anticipa el claroscuro “caravaggesco”. Óleo de pretendido academicismo clasicista que saca los pies del tiesto muy a su pesar y que añorando un mundo idílico documenta, no obstante, certero un mundo “enfermo”.

Las tres gracias de Rubens10.- Rubens: “Las tres gracias” (1636-1639). El de Amberes con sus gordas pre-Botero no nos quería mostrar su rijosidad como muchas veces se ha elucubrado. Cuando el artista se percató de que su admirado Tiziano había llevado la pintura, tras una larga evolución, al non plus ultra antes de darse por vencido empezó a conjeturar que podía volar por los aires aquella vocación que el retrato tenía de estatuario desde la obra de Fra Angelico. Siguiendo al maestro veneciano que ya había barruntado la versatilidad de los desnudos femeninos se propuso asumir el riesgo de romper con aquella larga tradición y puso a sus modelos a bailar a lo Busby Berkeley… Cierto es que era un bon vivant y que disfrutó de todos los placeres mundanos que llevaba aparejada una vida cortesana y viajera pero detrás de aquellas aparatosas féminas que exhibían sin pudor su suculenta celulitis, quiso como tantas veces se ha dicho, captar el movimiento y qué mejor modo de mostrarlo que esas carnes trémulas que evolucionan ante nuestros asombrados ojos, y decimos bien, porque «eppur si muove» en una coreografía que siempre anhela lo circular. En el cuadro que traemos para la rotación del cuerpo femenino utiliza el mismo modelo de su mujer Helena Fourment desde tres puntos de vista diferentes con lo que el objetivo del pintor apunta también en una dirección más metafísica al enfrentarnos al de la realidad caleidoscópica y fragmentada que ya en el siglo XX el gran Pablo Picasso trasladará a sus señoritas de Aviñón. Así pues, en el pintor flamenco ya está prefigurado no solo el mundo del cine sino el del cubismo de las vanguardias históricas. Lógicamente, la mujer vestida o el hombre, aunque desnudo más fibroso, no permiten evocar el movimiento como la palpitante desnudez femenina. No era, pues, procacidad. El maestro al incorporar la cuarta dimensión en sus telas •trata de eludir la fría geometría euclidiana que, como vimos, atrapó al febril Tintoretto en sus redes. Sin embargo, en Rubens no habrá miradas frontales como en Beuckelaer por razones obvias: la mirada fija en el espectador detiene la imagen y, por tanto, el dinamismo. Mundo hedonista que también recupera el optimismo pero en una dirección que no es la que los torquemadas de turno esperarían para mantener su chiringuito ideológico.

Las meninas11.- Velázquez: “Las Meninas” (1656). El pincel del sevillano va a pernoctar en los vivaques caravaggescos y rubensianos vía Venecia pero su mejor salvoconducto para el viaje sin retorno que va a emprender será el que le rubrique el gran Beuckelaer y del que no se nos ha hablado tanto como debiera. Por suerte en el museo tenemos la posibilidad de acercarnos en un pis pas de la tela ya citada de la visita de Cristo a casa de Marta y María a las dos excelsas obras de nuestro genio. Ante el abismo que se abría a sus pies a instancias de Rubens el pintor de cámara de Felipe IV va a tender un puente en el vacío con los pertrechos que ha ido apilando en su mochila de incansable Indiana Jones: la pincelada torrencial de Tiziano, la lucidez del Brueghel más lacerante, el movimiento de Rubens detenido con pasmoso virtuosismo y, cómo no, la inversión jerárquica de las escenas aprendida del casi ignoto Beuckelaer y del sublime Tintoretto. Si este había ninguneado nada menos que al prota de toda la pintura religiosa el sevillano va a hacer lo propio en sus Meninas con los monarcas arrojándoles del paraíso compositivo al limbo centrífugo de un espejo que los congela en un marco de reclusión sin remedio posible. Sospechosamente el perro vuelve a las andadas ocupando de nuevo el epicentro de la escena. ¡Qué sorprendente casualidad para quien crea en ellas! En Las Hilanderas la diatriba velazqueña se dirigirá como un dardo envenenado contra su maestro Rubens arrumbando el épico cuadro de Zeus y Europa con toda su impedimenta mitológica al cuarto de los trastos y rescatando la supremacía para esas menestralas que antes de ahora eran poco menos que invisibles. ¡Otra vez… Beuckelaer! ¿Cabe mejor declaración de intenciones? Para colmo de prestidigitación el perro será suplantado por un gato acentuando así la feroz antinomia especular del intento.

La familia de Carlos IV de Goya12.- Goya: “La familia de Carlos IV” (1800). Última escala de esta montaña rusa donde acabamos con la descacharrante familia del Goya más sarcástico y amargo que anticipa la mirada tragicómica y corrosiva de los cartoons del gran Charles Addams del New Yorker y su familia televisiva. El de Fuendetodos ante situación política tan sórdida deberá seguir jugando con los mismos mimbres cortesanos de Velázquez y en ese totum revolutum que prefigura más que el surrealismo el dada más anarcoide decide devolver a los reyes al centro compositivo del cuadro pero con un desquiciamiento espacial que lo ha convertido en carne de diván de psicoanalista. Veamos. Vaya por delante que la escena le toma la delantera a las de los maniquíes y los clowns del taxidermista Solana. Pero aún hay más. En esas vueltas y revueltas copernicanas el pintor se autorretrata detrás de los modelos lo que le despoja al cuadro de todo sentido lógico y ello denuncia el evidente desprecio de aquella corrupta monarquía de guardarropía al dar la espalda a la miserable realidad del momento. Para seguir abundando en el juego elocuente de la antinomia el de Fuendetodos acera su ironía para colocarse entre tinieblas, él que se sentía nimbado por la razón ilustrada y, sin embargo, los espantajos regios emergen iluminados en el albero de tan sórdido ruedo ibérico. En un espejo -otro- ya de anticipación valleinclanesca refleja el cuadro de su idolatrado Velázquez en el esperpento tuerto y rengo que convoca las pinturas negras. Sin embargo, el perro no puede aparecer porque se hunde irremisiblemente en la ventisca voraz de los acontecimientos con la angustia de aquel personaje de Beckett de “Los tiempos felices”.

El sueño de la razón produce monstruos como bien sabía el pintor. Lo que no barruntaba es que a la vuelta de la esquina el Leviatán, insomne y borracho de instrumentalidad, estaba afilándose los dientes a las puertas de Auschwitz. Pero eso, amigos, ya es otra historia.

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