
Once campanadas, cortometraje dirigido y escrito por Óscar Parra de Carrizosa y producido por Dehon Cinema, es una verdadera lección de cine de terror, concebido desde la perspectiva del cine de autor. Recientemente hemos hablado sobre esta película, estrenada el pasado 31 de octubre.
El trabajo no es solo un filme con un muy buen acabado en forma y fondo, sino una declaración de intenciones en torno a sus cualidades estéticas, que en este caso huye de los habituales elementos externos y sonoros que iluminan la Nochevieja. A cambio, la aventura muestra sus virtudes desde su sobriedad y su elegancia, acentuadas por su eficaz tratamiento del guion y su creativa puesta en escena.
Por su lado, Parra de Carrizosa dirige con pulso firme al resistirse a la acción inmediata, anclando el suspense en lo que podemos reconocer a primera vista: cuatro amigos en un portal atrapados en una escalada de anomalías. El guion, una pieza de relojería espartana y brillante, es la columna vertebral de esta fresca filigrana. De este modo, el director subvierte el ritual sagrado de Nochevieja, haciendo de las uvas y las campanadas elementos de un countdown asfixiante que echa abajo cualquier lógica.
Así las cosas, Parra de Carrizosa establece un valor dramático innegociable para cada elemento del encuadre. La dirección de fotografía, que actúa como un personaje más, trabaja la luz y la composición para intensificar la vulnerabilidad de los personajes. Los planos fijos en el portal cerrado y la mirilla operan como límites físicos que refuerzan la idea de una vida en claustrofobia.
Además, el vestuario opera con un minimalismo estratégico, de modo que el corto legitima el horror cotidiano; las prendas que visten los protagonistas (Laura Lebó, Pablo Pinedo, Alberto Mazarro y José Luis Panero) acentúan la sensación de que la amenaza irrumpe directamente desde la comfort zone. Este detalle del diseño de producción es crucial, pues transforma el statu quo en un reflejo directo de la dinámica social, lo que hace que la ruptura de la rutina sea más verosímil y perturbadora.
Por otro lado, Parra de Carrizosa utiliza el sonido de manera magistral: las campanadas anómalas no son un fallo técnico, sino el presagio de una amenaza que revienta la propia estructura del tiempo tal y como lo conocemos. Es esta sincronía entre una imaginería visual de gran calado y un montaje fluido y exacto lo que dota al relato de una naturalidad y consistencia inquebrantables, sin que la tensión decaiga ni un instante.
Todo lo antedicho viene subrayado por la solidez del reparto. La contención de cada uno de sus actores potencia su fuerza dramática en Once campanadas. Es decir, que cada una de las interpretaciones, además de consistentes, confieren credibilidad al giro psicológico; la habilidad de los intérpretes para pasar de la frustración momentánea (la llave que no gira, el móvil sin cobertura) a la toma de conciencia del horror existencial (“estamos fuera del tiempo”) sin un ápice de sobreactuación, evidencia sus cualidades en el género.
Por todo ello podemos concluir que Once campanadas es un cortometraje redondo. Una pieza que no solo ratifica a Óscar Parra de Carrizosa como un cineasta con una visión muy particular y personal sobre el paso del tiempo y su huella —consulten su afinada filmografía—, sino que también nos recuerda que el cine de terror más efectivo siempre es el que sugiere, nunca el que muestra.
Once campanadas es la confirmación del talento de su director, quien dota al género de un marco nuevo que subraya su condición de drama psicológico, asunto que domina y eleva a su máxima expresión.










