octubre de 2025

PALOMITAS DE MAÍZ / De Swanson a Bernhardt: el crepúsculo de las diosas del cine

¡Mis queridos palomiteros!

El pasado 3 de octubre las salas de cine españolas acogieron el estreno del filme galo La divina Sarah Bernhardt, ligero drama biográfico sobre esta inmensa actriz de teatro y cine, cuya vida y circunstancias, especialmente detrás de los escenarios, han sido objeto de dimes y diretes en la literatura de todos los tiempos. De su distribución en salas comerciales se encarga Vercine.

Guillaume Nicloux (nacido en 1966), cineasta francés con trabajos tan personales como La Religiosa (2013) o El secuestro de Michel Houellebecq (2014), firma con La divina Sarah Bernhardt (Sarah Bernhardt, la divine, 2024) una aventura que rehúye los códigos convencionales del biopic. Lejos de limitarse a ilustrar la vida de una actriz legendaria, el filme propone una reflexión sobre el precio del arte, la fragilidad del cuerpo y la impostura del mito.

En este sentido, Nicloux evita los trazados argumentales al uso para construir un retrato íntimo de una mujer apasionada por la actuación, al margen del paso del tiempo. En este sentido, de alguna manera podríamos encontrar ciertos paralelismos con El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). Si en esta película, Swanson exclamaba “¡Soy grande! Son las películas las que se han hecho pequeñas”, Bernhardt parece responder, desde su lecho de hospital y con el mismo impulso trágico: “necesito seguir actuando para no desaparecer”. Una fantasía temporal que viene a decir que el arte es una forma de supervivencia… pero también una forma lenta de morir.

El filme que nos ocupa, La divina Sarah Bernhardt, arranca en 1915, cuando Sarah Bernhardt (1844-1923), ya septuagenaria, se halla postrada en una cama de hospital, a punto de serle amputada una pierna. Desde esa inmovilidad física, la actriz recuerda su vida y conversa con Sacha Guitry —hijo del actor Lucien Guitry (1860-1925)— evocando su ascenso al estrellato, sus excesos, sus amores y sus contradicciones. Esta singular estructura confiere al relato un tono elegíaco y discontinuo, y permite que el montaje esté demasiado fragmentado y el uso de flashbacks produce a veces una sensación de dispersión narrativa que, en consecuencia, debilita su progresión dramática.

Por su lado, la guionista Nathalie Leuthreau y Nicloux centran su atención en tres momentos clave: la convalecencia hospitalaria y dos etapas precedentes de esplendor y de crisis. A través de esas ventanas de tiempo, el filme retrata a una mujer extraordinaria pero contradictoria: una artista visionaria que fue, a la vez, ególatra y profundamente insegura. Además, el guion se detiene en sus excentricidades —los animales que coleccionaba, su trato caprichoso con quienes la rodeaban, su inagotable energía—, pero sin caer en la caricatura ni el trazo grueso.

La actriz que da vida a nuestra protagonista, Sandrine Kiberlain (nacida en 1968), de enorme versatilidad recordada por Mademoiselle Chambon (Stéphane Brizé, 2009), ofrece aquí una interpretación memorable. Su Sarah Bernhardt recrea a un personaje en su salsa: vanidosa, frágil, melancólica. No pretende imitar sus gestos, sino recoger su esencia. Cada palabra, cada mirada deja entrever la paradoja de una mujer que hizo del exceso su forma de resistencia. A su lado, Laurent Lafitte (nacido en 1973) interpreta a un Lucien Guitry con aire de narcisista, mientras que la justamente galardonada con un premio César, Emmanuelle Devos (nacida en 1964), aporta mesura como buena secundaria y equilibra los efectos de las emociones que despliegan los dos primeros.

Visualmente, La divina Sarah Bernhardt es un festín para los sentidos. La fotografía de Christophe Offenstein (nacido en 1967), responsable también de Pequeñas mentiras sin importancia (Guillaume Canet, 2010), capta con sutileza la luz empolvada de los camerinos y el esplendor decadente de la Belle Époque.

Además, el vestuario de Anaïs Romand (nacida en 1968) y la música —con piezas de Claude Debussy (1862-1918), Maurice Ravel (1875-1937), Reynaldo Hahn (1874-1947), César Franck (1822-1890), Frédéric Chopin (1810-1849) o Edvard Grieg (1843-1907)—, contribuyen a crear una atmósfera de melancolía exuberante, adecuada a las necesidades del drama, tanto en las escenas que exaltan el esplendor teatral y los grandes escenarios, como en los momentos más íntimos, donde el inexorable camino hacia la muerte se hace inevitable.

No obstante, La divina Sarah Bernhardt adolece de cierto desequilibrio: su voluntad poética acaba diluyendo la tensión del guion. De esta manera, la mirada de Nicloux, aunque fascinada, evita el juicio moral, pero también renuncia a indagar con profundidad en el contexto social y político de una mujer que fue pionera en la independencia femenina, empresaria teatral y figura internacional en un mundo dominado por hombres. En este aspecto, la película es más epidémica; más contemplativa que analítica y más espiritual que biográfica.

Aun así, La divina Sarah Bernhardt reúne lo esencial, es decir, que la vida y el arte permanezcan en nuestra memoria al coste que sea. Y aunque el relato no alcance la grandeza del mito que intenta retratar, sí consigue rescatar algo de su misterio. Como si el escenario fuera el único lugar donde la muerte, por un instante, pudiera aplazarse.

Así las cosas, Nicloux entrega una película de belleza irregular pero de hondura emocional indiscutible. La divina Sarah Bernhardt no busca glorificar a su protagonista, sino enfrentarla a su propia inmortalidad. Y al final, lo que permanece no es la imagen de la diva, sino la certeza de que actuar, vivir, crear o resistir es la única forma de desafiar a la muerte. Y esa sentencia, tan lúcida como cruel, es la que el filme deja suspendida en la mente del espectador.

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