No es la primera ni la última vez que se intenta denostar a un autor con el descalificativo de ‘melodramático’ y ‘cultivador de géneros populares’ o ‘menores’. Galdós lo fue en su época y posteriormente; con un intento de ignorar una obra monumental, dilatada en contenidos, amplia en dimensiones y profundidad, cercana a ‘la tierra’ tanto por su capacidad de reflejar los sentimientos humanos como de aportar una privilegiada visión a la historia social de un entorno cuyas claves son inseparables de sus textos. Pero Galdós tuvo un apreciable ‘defecto’: fue popular, llegó a ser leído por los grupos más variados en una sociedad donde el analfabetismo era todavía mayoritario, especialmente entre las mujeres, la clase trabajadora y el mundo rural. Novelas con protagonistas femeninas dispuestas a no resignarse en la expresión de sus pasiones, que intentaban poder elegir en la medida en que se les venía negando la más mínima potestad de ser ‘ellas mismas’.
Aún así, su valoración está determinada por una visión convencional y retrógada: la segregación entre espacios culturales. A lo largo de la historia de la cultura (y de la humanidad) se ha aplicado un tratamiento diversificado entre ‘la gran cultura’ y ‘la cultura popular’, los ‘géneros mayores y los menores’. Los intérpretes y administradores del academicismo establecieron barreras infranqueables que llevan a definir territorios escindidos entre formas artísticas en función de sus orígenes y destinatarios. Esa expresión de mandarines culturales es la que hace que todavía hoy se siga hablando o escribiendo sobre ‘música culta’, frente a ‘la otra’, se supone que ‘inculta’; una concepción que aplicada al pie de la letra nos llevaría a denostar o a colocar en un lugar secundario a formas artísticas tan indispensables como el flamenco, el ‘jazz’ o el ‘rock’ o a considerar la música como un patrimonio exclusivo de los más altos conservatorios. Se podría decir otro tanto de las artes plásticas, cuando el academicismo del XVII aI XX puso bajo sospecha o trató de ignorar a todo el arte que ponía en entredicho al canon; así seguimos teniendo una historia del arte parcializada y sometida a criterios puramente ideológicos, en la que apenas hay sitio no solo para las mujeres, las grandes ignoradas de la historia del arte, sino para el africano de los pasados siglos –entre otras cosas porque no conocemos a sus autores, ni han sido individualizados- o al amerindio de antes y después de la Conquista. En nombre de esa rigidez o dictadura de lo formal, bajo el dominio de los administradores culturales del monopolio, se quiso construir una historia de la literatura y de la cultura en la que muchas de las formas populares o con capacidad para llegar de forma transversal a públicos muy distintos a los que podían sugerir ideas o transmitir sensaciones o sentimientos diversificados, eran negadas a favor de la cultura de élite del sanedrín de los que se creían capacitados para dictar cánones y reglas estéticas amparados en su hegemonia clasista.
Y sin embargo, buena parte de las formas más valiosas de esas expresiones han nacido con una intención popular o fueron reconocidos por la base social. Se puede hablar de las comedias grecolatinas, de las novelas de caballerías o de los grandes autores del Siglo de Oro, y no solo españoles, sino del británico isabelino… Bien visto ‘El Quijote’ tiene como base una novela de aventuras cargada de humor, como Lope de Vega escribe para un público de corrales de comedias no siempre letrados donde aparecen personajes con los que era posible identificarse a su público. No digamos ya de las expresiones desde el XIX y el XX cuando las cortes reales y la Iglesia dejaron de ser los patrocinadores del arte y sus expresiones, y aparecía la burguesía y más tarde el capitalismo del mercado… Momento en el que esos contenidos se usaron para llegar a los más amplios públicos (y ‘consumidores’-‘usuarios’) bajo perspectivas interclasistas, o se generó la llamada ‘cultura de masas’ de la era del audiovisual y de las redes sociales.
En la base de esa textura creativa aparece el melodrama como núcleo formal de unas relaciones humanas en las que aparentemente los sentimientos, las relaciones personales emergen como una primera piel, pero a las que a nada que se interpreten sus vinculaciones, orígenes, y procedencias, se podrá detectar una segunda e importante costra casi oculta, que tiene mucho que ver con la expresión de unas relaciones de poder, de una estructura de clase, de un sometimiento a unos vínculos ligados a esa pertenencia tras la que está presente una dinámica social y una lucha de clases. En su origen, el melodrama aparecía vinculado en la Grecia clásica a la acción dramática y a la música. La ópera barroca sublimó ese género, pero todavía más a lo largo del XIX. Todos y cada uno de los libretos de la maravillosa obra de Verdi como de otros autores de ópera pertenecen a ese género. Dentro del cual se movieron con destreza los grandes autores del ‘siglo de la novela’. Vista hoy desde una lectura epidérmica, el argumento de ‘Madame Bovary’ no se distanciaría del de un ‘culebrón’ televisivo contemporáneo: la historia de una infidelidad femenina. Sin embargo, Flaubert la convierte en un relato intensamente moderno: ‘ella’ elige ser libre pese al elevado precio a pagar por su ruptura. Y lo cuenta con un acentuado psicologismo sin olvidarse del marco social al que ella pertenece. Es ‘un personaje y sus circunstancias’ que habla por sí mismo, en un lenguaje sin retórica. Podemos decir lo mismo de las Bronté.
Todos los grandes de finales del XX, de Dickens a Balzac, de Dostoievski a Tolstoi, de Emilia Pardo Bazán a ‘Clarín’, de Zola a Thomas Man se sumergen en ese océano indispensable. Todavía más cuando sus historias aparecieron en forma de seriales o por entregas. Obras en las que el autor era el intérprete y testigo inseparable de sus personajes. La particularidad de los formatos es que lo más sublime es capaz de convivir con lo más convencional, en una misma colección o soporte. La capacidad de Galdós para generar historias y trazar personajes que en sí mismos constituyen lo que en lenguaje televisivo de hoy llamaríamos ‘tramas paralelas’ es prodigioso. En la monumental ‘Fortunata y Jacinta’, muchos actores colaterales son tratados como agentes en ‘historias dentro de una historia’, sin que se pierdan o se ‘extravíen’ en el curso de tan dilatado recorrido. Esa habilidad para combinar el tronco central de un relato con las ramas o ‘novelas’ paralelas, sin que se rompa la línea general ni la unidad temática de un argumento, es expresión de verdadera maestría de genio. Cada personaje tiene su historia y su entorno propio, aunque sea alejado del protagonismo, pero nunca se pierde en el magma de las gigantes dimensiones de un relato.
El ‘melodrama’ también forma parte de un ‘espacio de cercanía’: sus personajes (como de otros grandes) no son muñecos, artificios de escritor, simples vehículos o soporte de ideas o de ideologías, sino que ‘sufren’, ‘viven’, ‘aman’, ‘expresan sentimientos complejos’, ‘pasiones’, ‘contradicciones’…Es decir: son humanos. Entre las múltiples capas de confluyen en la obra de Galdós hay aspectos que vienen de relato clásico como de la historia social e incluso del retrato de un periodismo casi moderno -¿merece la pena buscar las analogías entre un ‘precursor’ como Don Benito de un relato que se alimenta de una visión casi periodística, con la novela-reportaje tipica de los 60, como ‘A Sangre fría’ (Capote)?-. Es decir, en buena medida, Galdós como le ocurre a todos los grandes de la novela de la época en los más variados idiomas, de Tostoi a Eça de Queiroz, bucea en el dilatado universo del melodrama. Del que todavía hoy se discute si es una base presente en toda expresión de ficción o un género por sí mismo.
Sin embargo, el término ‘melodramático’ se utilizó como arma arrojadiza contra Galdós (como contra otros autores) a lo que se echó en cara su dimensión popular y la transversalidad de su público desde el punto de vista de la pertenencia a una clase social. Ser calificado de ‘melodramático’ formaba parte de una condena estética o de un intento de relegarlo a un espacio de segundo nivel. Fueron muchos los que tiraron piedras, y por los más variados motivos, contra Galdós. No solo los clericales contra un tejado de cristal y quienes impidieron que la Academia Sueca le concediera el Nobel, en otro ejemplo más de ‘cainismo’ a la española. Valle Inclán se apunta a esa campaña y llama ‘garbancera’ la obra de Galdós. De la misma manera que tampoco despierta un entusiasmo excesivo entre la gente del 27, aunque hay autores de esa generación que lo valoran en su justo término. Importantísimo tener en cuenta que la apreciación sobre un clásico nunca es rectilínea ni continuada, ni nada asegura una pervivencia a lo largo del tiempo. Ese elemento afectó al propio Cervantes. Pese a lo que se pueda creer, después de disfrutar en su siglo y en su sociedad de un reconocimiento en diversos niveles, más allá de las disputas y descalificaciones entre los componentes de la República Literaria, su obra se eclipsó y casi ignoró, y hubo que esperar al XIX para que el gigante alcanzara toda su proyección y brillo. Lo mismo se podría decir de otros autores.
A Galdós se le quiso echar en cara su ‘dependencia del melodrama’, lo que se puede aplicar a la mayoría de los autores que hoy seguimos considerando ‘indispensables’ en la ficción. Mucho más en épocas como la de la posguerra europea del XX cuando se trató de imponer como ejercicio de suficiencia y canon snob lo que se llamó ‘novela sin drama’. Es decir, la renuncia a contar una historia ni hacer concesiones al melodrama; que era la viga maestra en Galdós y en otros muchos gigantes. Visto hoy, el ‘nouveau roman’ nos parece tremendamente aburrido, leer a Nathalie Serraute, es como intentar saborear un guiso de agua donde no aparecen especies, y se carece de sustancia. Esas ‘historias sin historia’ que proliferaron en la mitad del XX tanto en la novela como en el cine o el teatro, en nuestra época nos parecen insoportablemente envejecidas, tan aburridas y falsamente intelectuales como objetos olvidados del reino de lo anodino. Para ese grupo y momento, autores como Galdós cometieron un ‘pecado imperdonable’: el de intentar ser omnipresentes en el relato, generar historias, hablando como un nuevo ‘dios creador’ sobre personajes y no sobre etéreas sublimaciones de personales sobre los que se podía prescindir de cualquier aquí y ahora, sin que el escritor-intermediario apareciera en momento alguno… En el batallón de los notables detractores de Galdós encontramos tanto a Valle Inclán como a Unamuno. Don Benito ‘hiere’ por su claridad de estilo en el relato, contemplado entonces como un ‘defecto’ o su aparente ‘lenguaje desnudo’, carente de ditirambos. Esa identificación es superficial y muy incompleta: Galdós es expresión de una gran complejidad a nada que se escarbe más allá de la epidermis en historias donde aparecen pasiones, deseos, frustraciones, sueños, y todos los males de su época (y de la historia humana), como frustración, poder, avaricia, deseo, presunción, clasismo… Pocas veces una sociedad ha tenido un retrato tan fiel no solo en el plano de los sentimientos sino en el de la descripción de un universo público que en el del relato galdosiano sobre la Restauración, ni una mirada tan atrozmente irónica, ácida, crítica sin recurrir al panfleto, ni nadie ha podido crear un espejo tan profundo en el que contemplarse, como debió ocurrir con los lectores de su época.
Otra de las dependencias del melodrama es el de su identificación automática con el lenguaje del naturalismo realista. Pero esta variable es injusta en muchos autores, entre ellos Galdós. Es difícil encontrar en la literatura moderna un relato tan complejo como el de ‘Miau’ donde se entrecruza lo sobrenatural, hasta casi la un apunte de blasfemia, el mundo de los sueños infantiles, la crónica social, el retrato casi periodístico, la historia de una frustración personal y de clase, utilizando personajes descritos en todas sus contradicciones y de manera nada lineal. Su vitalidad permanece en su integridad. Emociona, ironiza, genera contradicción, se regodea en una sátira, informa, y por encima de todo, conmueve a pesar del desagarro. En todos los grandes se puede detectar un cruce de géneros: en el hábil manejo de de esas dualidades está la maestría.
Ese juego doble o triple se lo permite como base y género el melodrama, pese al descrédito de los mandarines culturales. Un discurso presente en un academicismo elitista que lleva a apartar todo aquello capaz de alcanzar una dimensión popular, buscar espacios interclasistas, y cuya expresión es la división entre género ‘mayor’ y ‘menor’. Mientras el ‘sinfonismo’ es sublime, el ‘periodismo’ lo es obtuso; sin entender que la excelencia o la banalidad están presentes desvinculadas de su género de procedencia. Lo que pasó con Galdós en su tiempo y en época inmediatamente posterior a su muerte, cuando se le achacó su (aparente y supuesta) dependencia de unas convenciones de género, se puede explicitar igualmente aplicado a la obra de Buñuel. Vistas hoy las caras, racionalistas y sofisticadas películas francesas de este autor pierden brillo ante las toscas y primarias que se rodaron bajo las convenciones del melodrama mexicano de los años 50. Años en que este género latinoamericano invadía las carteleras no solo de América sino también de otros lugares del mundo. ‘Él’, ‘Abismos de pasión’, o ‘Ensayo de un crimen’ pertenecen a esa identidad de género y forma de producción: baratos presupuestos, rodajes en tiempo record, historias que no se apartan de las convenciones de un estilo o contenido, del que proceden sus actores y equipos, destinados a un público de barriada… Se podrían decir muchas más cosas de autores de diferentes culturas, para los que el ‘melo’ constituye un elemento de identidad, de Galdós a Chaplin, Kurosawa, Ozu, Fassbinder, De Sica y al neorrealismo, de García Márquez o Mafouz al snobismo folletinesco de Manuel Puig, en una dilatada identidad que viene del clásico y que llega a nuestros días. Galdós se desenvolvió a gusto dentro del género donde se sentía más cómodo y podía llegar mejor a sus lectores potenciales. Sus frescos sociales son vivos gracias a que los personajes no son marionetas del autor, ni muñecos generados a capricho de sus escritores para servir de vehículo a ‘ideas de robot’. En nuestros días podemos acercarnos a la inmensa mayoría de las obras de Galdós por motivos no siempre coincidentes, y su capacidad de entretenimiento se mantiene como sugerencia permanente; mientras la lectura de la mayor parte de las obras del ‘nouveau roman’, con ‘historias sin historia’ son un pasaporte para el tedio (aunque no sean lo mismo Sarrault o Butor que Alain Robbe-Grillet o Margueritte Duras). Esa amalgama melodramática por cuyas aguas navega Galdós atribuida por sus detractores, es una de las constantes que le mantienen vivo un siglo después y en sociedades muy distintas a la suya. También porque sus lectores eran diversos en su momento, y lo siguen siendo en la actualidad. Esa es una de las posibilidades del melodrama: utilizar la materia prima de los sentimientos, y estos, por mucho que cambien las sociedades y las estructuras de clase o las dinámicas de poder, siguen siendo los mismos, de Shakeaspeare y Cervantes a Galdós. La diferencia es que muchos los utilizan como moneda común y unos pocos como expresión de conocimiento sobre los seres humanos.