abril de 2024 - VIII Año

Juan de Luna: autor de una de las segundas partes de ‘El lazarillo de Tormes’

Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.
Gil de Biedma

Me propongo esta tarde fría de finales de enero, dar rienda suelta a unas reflexiones sobre Juan de Luna (1575-1645). Unas cosas llevan a otras. Pensar en este toledano que hasta hace pocos años, se creía que era aragonés, nos lleva a ciertos derroteros que forman parte de lo más tenebroso del ser humano. Los momentos más descollantes de su biografía son una oportunidad para meditar sobre toda clase de intransigencia, persecución de los disidentes, intolerancia y sobre todo, el odio que ha estado presente en la historia de tantos países, mas se ha cebado especialmente en el nuestro.

Juan de Luna fue un hombre fiel a sus convicciones. Se trata de un escritor de pluma fácil, bien dotado para la sátira, así como un profesor de lengua española, de espíritu luchador. Allí donde la vida lo fue llevando, buscó espacios de diálogo y tolerancia, bien es cierto que con escaso éxito.

Hay quienes han sostenido que era filo-protestante, es decir, que creía que era inteligente y necesario y, sobre todo un acto de libertad de conciencia, enfrentarse directamente a las Sagradas Escrituras en lugar de aceptar de forma pasiva y dócil los preceptos e interpretaciones de otros.

Mi opinión es que no fue filo-protestante sino que siempre fue protestante. Asimismo, es posible, incluso probable, que procediese de una familia de judíos conversos toledana. Huyó a Francia para poder profesar sus verdaderas convicciones religiosas.

Lamentablemente a lo largo de la Historia,  los aires de respeto a las creencias se han disuelto con facilidad en la niebla del tiempo. Quienes vivían amenazados, quienes temían que el hacha de la soberbia y de quienes se sentían en posesión de la verdad cayera sobre ellos, tenían que estar alerta. No es difícil percibir entre líneas, en muchos de los que escriben, un aire huidizo. Nunca han sido fáciles sino por el contrario, peligrosos y arriesgados los intentos de quienes han pretendido seguir lo que la razón les dictaba. Así se ha venido escribiendo la Historia, entre miedos y silencios.

Con frecuencia se ha practicado un odio sórdido a los sospechosos de heterodoxia. Para algunas mentes obtusas vigilar y delatar era casi una obsesión. En esas condiciones toda precaución era obligada, comenzando por saber guardar silencio y practicar a escondidas y en secreto sus ritos y creencias. El diálogo estaba mal visto. En más de un caso y en más de dos, el pensamiento crítico es hijo del sufrimiento. Juan de Luna pasó por experiencias duras y preñadas de incertidumbre. Aprendió a dominar su debilidad y a sobrevivir al desarraigo y al desamparo.

Cuando una obra literaria alcanzaba éxito, como le sucedió a “El lazarillo de Tormes”, solía tener imitadores que hacen bueno el tópico de que casi siempre ‘nunca segundas partes fueron buenas’. Sucedió con “La Celestina”  y por citar un ejemplo señero, con “El Quijote”.

“El lazarillo de Tormes”  tuvo en primer lugar una continuación deleznable. Se puede considerar con toda justicia, disparatada. En todo caso, está emparentada con el estilo de Luciano de Samosata. El hecho de que el protagonista se llame Lázaro, es casual. Estaba en pleno apogeo la costumbre de recurrir a metamorfosis de personas en animales.

Lázaro, por ejemplo, se convierte en un atún. Por estas y otras cosas, la novela se recibió con total indiferencia. Juan de Luna, sin ir más lejos, dirigiéndose al lector señala que conoce esta continuación, que no tiene pies ni cabeza, ni rastro de verdad.

Son muy significativos los ataques a la Inquisición y al clero que Juan de Luna prodiga y que, en buena medida, explican la razón por la que estamos hablando de un exiliado, de un perseguido.

Es un hombre perspicaz y que sabe extraer las consecuencias de la cultura y las concernientes al mundo de la literatura en que vivió inmerso. Quizás por ello, su continuación sigue la estela de la novela picaresca, sin desviarse por otros derroteros. Sin embargo, su Lázaro carece de la individualidad y desenvoltura del modelo.

José María de Cossío, en unas páginas dedicadas a Juan de Luna,  hace hincapié en que la falta de pericia es especialmente significativa al hablar del escudero. Acierta, sin embargo, al presentarlo como un muchacho que solo busca vivir sin trabajar. Cito textualmente unas palabras muy expresivas “siempre quise más comer berzas y ajos sin trabajar, que capones y gallinas trabajando”.

La cerrada sociedad clasista en que discurre la novela picaresca, no deja espacio alguno para el ‘triunfo’ de quienes no pertenecen a las élites dirigentes. Los picaros se ven ‘condenados’ a dar tumbos ‘entre penumbras y peligros’.

La sociedad en que Luna tuvo que desenvolverse ponía de relieve que ‘muchas pesadillas eran habitadas por fantasmas familiares’. La realidad imprimía un sesgo intolerante que invisibilizaba y reprimía  todo lo que no se ajustaba a conductas rígidas, uniformes, esquemáticas y sujetas férreamente a las normas impuestas.

No era infrecuente que apareciera en el horizonte un fanatismo de horca y cuchillo, que se aplicaba sañudamente a quienes se salían de los cauces establecidos.

Digo esto, porque hay que entender el pasado para no incurrir en la ligereza y desacierto de ciertas informaciones o declaraciones, como las que hemos visto estos días reflejadas en los medios de comunicación. No hacen la menor mención de que la religión era un mecanismo muy útil de control social.

Donde no existe libertad para opinar, no puede existir convivencia ni entre personas ni entre culturas. La Historia está plagada de injusticias, sinrazones, crueldades y persecuciones, mas añorar la Inquisición, la uniformidad a sangre y fuego impuesta por los Reyes Católicos o el exterminio de aquellos a los que denominaban herejes, no tiene justificación alguna, ni siquiera por la ignorancia de los que emiten, tan a la ligera, estos frívolos y miserables comentarios. Tan solo ponen de manifiesto las intenciones que se desprenden de esas opiniones, que llegan a su paroxismo fustigando la duda, el matiz o cualquier manifestación que se salga de su estrecha ortodoxia.

Las simpatías y afinidades de Juan de Luna con los hugonotes, son patentes. Asimismo, no debe olvidarse la concienzuda labor que llevó a cabo como profesor de lengua castellana.

Podemos entender sin dificultad a tenor de todo lo anteriormente expuesto, que su ‘Segunda parte de El Lazarillo de Tormes’ apareciera en Francia ya que hubiera sido imposible en nuestro país.

Como en todas partes se imponía una sangrienta barbarie, no mucho más tarde tuvo que huir a Gran Bretaña instalándose en Londres. Subsistía enseñando lengua castellana. Es curioso señalar que la versión de la “Segunda parte de El Lazarillo”, apareció también, en la capital de Inglaterra en 1622, con alguna que otra modificación. De nuevo, incide en que necesita apoyo ya que ha tenido que dejar España por una justa y legítima causa.

Cabe señalar que satiriza, con ahínco, en sus obras al clero católico y especialmente a los inquisidores. No debe pasarse por alto que la ‘Segunda parte de El Lazarillo’, tuvo hasta cuatro ediciones en castellano y siete francesas en el siglo XVII. Es significativo que en España no pudo publicarse hasta 1835, al año siguiente en que fuera abolida la Inquisición. Como botón de muestra he aquí un párrafo donde da rienda suelta a sus inquinas:

“Todos eran clérigos, frailes, monjas o ladrones, pero entre todos, los mayores bellacos eran los que habían salido de los monasterios, mudando la vida especulativa en activa”.

Como escritor Juan de Luna tiene a ratos desparpajo, gracia y hasta cierto ingenio. Por otra parte, sus páginas informan de usos sociales y costumbres, lo que les da cierto valor sociológico. Su Lazarillo, sin poder compararse con el original es ameno, destacando su anticlericalismo y su crítica a la Inquisición. Describe con minuciosidad y cierto detalle la realidad que le circunda. Solo quienes se acostumbran a escuchar con paciencia el canto de los grillos son capaces de descifrarlo.

Llegados a este punto y para los lectores interesados, hay que señalar que disponemos en castellano de una edición con prólogo y notas de Antonio Rey Hazas, (Emiliano Escolar editor, Madrid 1982). Encontramos en ella los elementos indispensables para hacernos una composición de lugar, ajustada y precisa. Igualmente merece la pena consultar “Juan de Luna, continuador de El Lazarillo” de Mª del Carmen Vaquero Serrano. Tanto uno como otro texto son muy útiles para aproximarnos a este singular personaje y a sus vicisitudes.

Juan de Luna es un claro ejemplo de quienes tuvieron que vivir con miedo bajo regímenes de monarquías absolutas en las que solo cabía obedecer, callar o ser aniquilado.

Eran tiempos obscuros en los que cualquier signo o tentativa de indulgencia se consideraba una prueba de debilidad. Por tanto, se vieron impelidos a vivir escondidos y soportar con estoicismo las penalidades y persecuciones. El autoritarismo degrada y envilece.

La moral de cada tribu era gélida y obscura. Arrastraba consecuencias lamentables como soledad, incomunicación, confinamiento y especialmente amargura. Recibían indiscriminados golpes a diario, con rencor y soberbia.

Un refrán castellano expresa que ‘de casta le viene al galgo’. La primera edición “El Lazarillo”, la de 1554, se ha comentado en diversas ocasiones que pudo ser obra de un erasmista, poniendo especial énfasis en el episodio del ‘buldero’. Juan de Luna lleva más allá sus censuras al clero, a la Inquisición y al culto católico, aunque lo hace cuando ha puesto tierra de por medio, primero en Francia y más tarde en Inglaterra.

El lazarillo por Goya

Cabe destacar que el dogmatismo ha sido y es tóxico. Todo fundamentalismo persigue la pluralidad, la diferencia y se dice representante de una infalible omnipotencia.

Hubo hombres en nuestro país que no cejaron en su empeño de buscar la ciudad de la tolerancia, donde el miedo a discrepar estuviera abolido. La capacidad crítica es señalada por los historiadores y científicos sociales más insignes, como una de las virtudes cardinales de la modernidad.

Por contra, los intolerantes han practicado y practican un hostigamiento al diferente siempre que les es posible, poniendo las más de las veces al descubierto sus trampas recursivas.  Quizás no esté de más recordar que en épocas obscuras se desconoce el sentido profundo y esperanzado de la filantropía.

Todos aquellos que han sido ‘perdedores’ en tiempos tenebrosos, buscan consuelo pensando que en el futuro las cosas pueden mejorar. Los ofendidos y humillados de toda laya y condición acostumbran a reconfortarse en los momentos más tristes con vagas promesas de redención futura, incluso llegan a sentir nostalgia de lo que aún no existe.

En sentido contrario, hay espejos que solo devuelven imágenes tenebrosas. Hay que analizar con más detenimiento de lo que se hace, esos momentos de la Historia porque los añorantes de aquellos soberbios, presentan como imperiales, grandiosos y envidiables una retahíla de exterminio del disidente, inseguridad, inestabilidad social, hambre e hipocresía. La soberbia sigue cegando, ensordece y es manifiestamente tóxica.

Traigo a colación estas reflexiones sobre Juan de Luna y su continuación de “El Lazarillo”, porque a mi juicio permite, al ir en pos de este personaje, contemplar aspectos relevantes de la intransigencia e intolerancia de las sociedades europeas en ese momento histórico. La española, desde luego, más también, la francesa y la británica.

Antes de poner fin a estos comentarios sobre Juan de Luna, quisiera referirme a su “Arte breve y compendiosa para aprender a leer, pronunciar, escribir y hablar la lengua española” (Londres, William Jones, 1623). La razón por la que hago hincapié en este texto es porque Juan de Luna, fuera donde fuera, llevaba a España en su interior. Fue profesor de español, más sobre todo, un hombre que atacaba el fanatismo y la intolerancia pero amaba su lengua, su literatura y su cultura.

Habría que añadir que era cultivado. Demuestra conocer bastante bien a Miguel de Cervantes, Mateo Alemán, Francisco de Quevedo y otros, prueba de su inequívoco interés por la novela picaresca y por algunos de los más notables clásicos en lengua castellana.

Restan no pocas cosas por decir, no obstante, en estos días fríos de finales de enero del 23, rememorar a Juan de Luna y hacer una breve aproximación a su época, considero que es útil, especialmente en unos momentos como estos en que la frivolidad y la ignorancia hacia el pasado, que muchos practican, no augura nada bueno para la convivencia en el presente.

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