…viene de Galdós en el horizonte epistolar de Blasco Ibañez (I)
Por su parte, ni Soriano ni el propio Blasco estaban dispuestos a envainar la espada con que pensaban combatir al jesuitismo. Más allá de la prensa, lo volvieron a hacer el 23 de junio en un mitin celebrado en el salón Variedades, en Madrid. Ante un auditorio que rebasaba el aforo de la sala, Lerroux, Junoy, Soriano y Blasco Ibáñez, miembros del ala más radical del republicanismo español, estaban decididos a responder a una manifestación clerical que había recorrido las calles de Madrid la semana anterior. Y fieles a su intención, Soriano empezó a hablar indicando que era el portavoz de Galdós y, con él, traía a los asistentes el espíritu de Electra. Por su parte, Blasco, sin necesidad de pertrecharse en la autoridad moral de su admirado maestro, aparte de abogar por la libertad de cultos, se encarnizó con los jesuitas y con todos aquellos que se apropiaban del nombre de Jesús, un personaje que de haber nacido en aquella época «estaría con los libertarios» (El Imparcial, 24-VI-1901). Alentado por los apasionados oradores, los asistentes al acto procedieron a manifestarse en la calle. En un número estimado de dos mil personas (El Cantábrico, 24-VI-1901), la comitiva desfiló por las calles de Atocha, de León y la Carrera de San Jerónimo, con proclamas a favor de la libertad y la República, y en contra de los clericales. Hubo momentos de tensión, con encontronazos entre los manifestantes y las fuerzas del orden público. Incluso hizo acto de presencia el gobernador civil, invitando a los organizadores a disolver el acto, si bien solo concluyó este cuando Blasco y Lerroux pronunciaron unas breves palabras junto al Retiro, en el mismo lugar donde fueron fusilados los sargentos sublevados en junio de 1866, en el cuartel de San Gil.
En los territorios de la contienda política siempre fueron importantes los gestos cargados de simbolismo. Como se ha visto también, la concreción teatral de Electra intensificó el debate ideológico en torno a la cuestión religiosa. Paralelamente a esta polémica, un grupo de escritores pusieron en circulación una revista literaria para la que eligieron como cabecera el ya famoso título del drama galdosiano, transformado en bandera reivindicativa de la libertad de conciencia. En ella colaborarían plumas tan reputadas como Darío, Azorín, Machado o los mismos Soriano y Blasco. En concreto, este último publicó en el número 4 de la revista (con fecha de 6 de abril de 1901) el cuento «El lujo», un relato que días después volvió a aparecer en El Pueblo (11-IV-1901), curiosamente, en la misma página donde se extractaban unos fragmentos del artículo «La España de hoy», que Galdós había publicado en un rotativo austríaco, como si de este modo se pretendiese consolidar la hermandad con el escritor canario.
Sin embargo, pocos años más tarde, la relación entre Blasco y Galdós experimentó un cambio evidente, coincidiendo con el progresivo acercamiento del primero a Madrid, donde iba a terminar instalando su domicilio, su propio negocio editorial, e incluso vería sacudida su biografía sentimental. Es decir, la siguiente carta de la correspondencia conservada nos remonta a 1905. Aunque no lleva fecha, puede contextualizarse fácilmente como respuesta a otra cursada por Galdós, donde acepta «las dos butacas para el estreno de Bárbara», obra que se estrenaría en el teatro Español el 28 de marzo. Para esta ocasión, Blasco confirmaba la asistencia en compañía de su esposa, María Blasco: «iremos mi mujer y yo». En cambio, unos meses después, ya en 1906, el novelista valenciano volvía a dirigirse a don Benito para cursarle la siguiente petición:
Adjunto le envío un retrato de Ud., comprado por una señora chilena, muy guapa y muy cachonda, que creo vio Ud. en el estudio de Sorolla. Póngale Ud. una dedicatoria detonante, como la bomba de Morral, pues esta gachí está por todos los novelistas.
Como se va a París mañana domingo, por unos días, le ruego encarecidamente que esta noche o mañana envíe Ud. el retrato, al hotel Santa Cruz, calle de Alcalá, frente a la Equitativa.
Me lo dieron para que se lo enviase a Ud. hace semanas, y yo por olvido no cumplí la comisión. Sáqueme Ud. pues del compromiso para que yo no quede en mal lugar.
Aunque el literato se expresa como el desinteresado intermediario que teme faltar a las obligaciones de la galantería, lo cierto es que esa dama chilena, tan guapa y cachonda, en quien se reconoce a Elena Ortúzar, había cautivado su corazón hasta entablar una aventura sentimental que le obligaría a viajar a París, por aquellas fechas, en más de una ocasión, excediendo luego los límites de una relación clandestina.
Entre estas dos cartas, no obstante, hubo otra que ya hacía preludiar el signo de las prioridades de Blasco. De vuelta otra vez a 1905, nos topamos con una misiva en la que figura esta solicitud:
Canalejas me dice que en vista del mal tiempo, conviene que aplacemos el banquete hasta el próximo domingo.
Como él siente gran entusiasmo por nuestra idea y desea que resulte lo mejor posible, insiste en esta petición que yo creo aceptable.
Si Ud. no dispone otra cosa aplazaremos pues el banquete.
El escrito debe fecharse pocos días antes de la celebración del banquete literario que tuvo lugar en los Viveros, de Madrid, el 23 de abril, para sentar las bases de una nueva publicación en la que tanto Blasco como Galdós formaban causa común, «nuestra idea»: se trataba de La República de las Letras. Al evento acudió el mentado Canalejas, así como otros ciento sesenta comensales, entre políticos, artistas y escritores. Terminado el almuerzo y descorchado el champán, el propio Blasco expuso el proyecto: «el periódico debía ser popular, con un amplio criterio en que pudiesen alternar las ideas más contradictorias, y que debía llevarse inmediatamente á la práctica» (La Época, 25-IV-1905). Habiéndose acordado que gobernarían las riendas de La República de las Letras los señores Pérez Galdós, Morote, González Blanco y Blasco, intervino don Miguel de Unamuno. Lamentablemente, las palabras del rector salmantino causaron cierta polémica, como quedaría patente días después en el artículo «¡Es mucho ya!», publicado en El Motín, el 29 de abril, donde se le desautorizaba con acritud por su singular afán de exhibicionismo.
Dejando a un lado el dato anecdótico, el primer número de esa nueva publicación publicitada como «ejemplo de amplia tolerancia» (Nuevo Mundo, 4-V-1905), apareció el 6 de mayo. En él, Galdós se encargó de dejar bien sentados los propósitos de la misma: «no viene á mover guerra entre los espíritus, sino paces» (1906: 260), en esa especie de carta de presentación que constituía el artículo inicial. A su vez, Blasco contribuyó con un estudio sobre la novela social. Durante su primera época, hasta el 9 de agosto de 1905, se publicaron catorce números (Ruiz Casanova 2001: 285). Aunque se ha sugerido que la segunda época de la revista, entre el 14 de abril y el 22 de julio de 1907, contó con la aportación económica de Blasco (Villar 2005), es más que posible que este ya se hubiese desvinculado del proyecto, pese a participar en su último número, dedicado a homenajear a Galdós. Desde el otoño de 1905, aquel estuvo más interesado en la marcha de la Editorial Española Americana y el éxito de la célebre colección de La Novela Ilustrada, al frente de la cual situó a Fernando Llorca, quien con el tiempo se convertiría en su yerno.
A pesar de que todavía estaba involucrado en el ámbito político y, a través de él se mantenía al tanto de los movimientos que de cara al futuro se realizaban en las filas del republicanismo nacional, como revelaba Morote en carta a Galdós de 24 de julio de 1905: «Fuimos Blasco Ibáñez y yo a ver a Salmerón y este nos dijo algo que le interesa saber a usted. Nos dijo que él quería una candidatura de gran altura para Madrid y había pensado en los nombres de Galdós y de [Ramón y] Cajal» (cf. Rodríguez-Moranta, 2014: 414); aunque su nombre figuraba, junto al de Galdós, en un «extraño documento» en el que se protestaba al ministro Montero Ríos «¡por haber colocado éste á sus yernos!» (La Lectura Dominical, 1-7-1905); Blasco tendía a priorizar cada vez más la creación literaria y el negocio editorial, entendido a un mismo tiempo como medio lucrativo y de divulgación.
En esta dirección apuntan las dos cartas que le remitió a Galdós inmediatamente después de regresar de su viaje hasta Turquía, en compañía de Elena Ortúzar. Mediaba el mes de diciembre de 1907, cuando le urgía a «hablar con Ud. extensamente de un importante asunto literario y editorial referente a América». El tema debía de ser tan importante que, preocupado por la llegada de la misiva a su destino, volvió a redactar otra (el 20 de diciembre) con idéntico contenido: «Necesito hablar a Ud. de un importante proyecto editorial para América, que tal vez será de su agrado». Desconocemos las dimensiones de dicho proyecto, aunque por aquel entonces ya figuraba como colaborador de la revista argentina Caras y Caretas y del diario La Nación. Recuérdese, asimismo, que, en 1901, su admirado Zola le había sugerido que el continente americano era un mercado editorial que merecía ser explotado. ¿Quizá Blasco quería plantear algún tipo de negocio en ese sentido? Es probable, porque la admiración hacia Galdós también se extendía hacia el modo en que este último publicaba sus obras. Por eso, mientras estaba en pleno proceso de redacción de La horda (1905), Blasco escribió a su socio Francisco Sempere exponiéndole la relación comercial entre Galdós y la Casa Hernando como modelo a seguir:
Me he enterado de cómo las hace Galdós [las novelas], y es del modo siguiente. Galdós se imprime las novelas. Claro que la Casa Hernando, teniendo existencias y cuentas con él, adelanta el dinero de papel e impresión, pagando las facturas.
Ya está el libro tirado. Pues la Casa Hernando se encarga de él con los siguientes derechos […]
Hay que estudiar esto y hacerlo igual que lo hace Galdós (cf. Herráez 1999: 44).
Y por si existiesen dudas sobre el conocimiento del asunto tratado, Blasco volvería de nuevo sobre él en otra carta donde aseguraba haber tenido «yo en las manos las liquidaciones de Hernando a Galdós y las ha examinado» (cf. Herráez 1999: 44). ¿Quién le había facilitado la consulta de tales documentos? ¿Acaso en la Casa Hernando o, tal vez, el propio autor de Electra en una muestra de confianza? Cualquiera de las opciones resulta factible. Antes de la marcha de Blasco a impartir conferencias en Argentina, en 1909, hubo ocasiones sobradas para que él y su querido «maestro» coincidieran en Madrid. Por ejemplo, ambos dieron su apoyo a la Alianza Hispano-Israelita, promocionada por Colombine desde la Revista Crítica (1908). La misma publicación convocó ese año un certamen literario en que los dos escritores formarían parte, junto a la periodista almeriense, del jurado que habría de juzgar las novelas presentadas (La Época, 13-9-08).
Las circunstancias de la vida determinaron, sin embargo, que el primer viaje a Argentina de Blasco fuese el punto de partida de un progresivo distanciamiento físico de España. Por eso, la última carta que testimonia su relación con don Benito está datada el 26 de mayo de 1918 y fue remitida desde la Costa Azul francesa. Desde allí, Blasco le informaba del proyecto, del que él mismo era artífice, de publicar una «colección de novelistas contemporáneos» en la que figurarían los autores más célebres de todo el mundo. En tanto que director literario de la misma, el propio Blasco se encargaría de prologar cada volumen con un estudio sobre el escritor y su obra. Actuaba así «por el gusto de realizar una obra de cultura literaria y de propagar indirectamente nuestras ideas». Expuesto su propósito, le proponía a Galdós enriquecer el catálogo de Prometeo con la publicación de Tristana. A cambio de su autorización para hacerlo, le garantizaba la rápida entrega de mil pesetas. Cierto que no era una suma considerable, pero, mostrando dotes de consumado negociante, el autor de la carta recurría a argumentos persuasivos (remarcamos con cursiva): «Todos los novelistas extranjeros se han dado cuenta de que nuestro público no representa gran cosa financieramente, y han cedido sus libros a precios modestos» o «Ud. tiene una novela que no creo se haya vendido como las otras, que no conocen muchos de sus lectores, y que sin embargo yo he admirado siempre: Tristana». Como supuestamente Blasco emprendía la gestión por cuenta propia, quedaba abierto a otras contrapropuestas de Galdós, como publicar otro libro o varias novelas más.
Ignoramos si esta epístola tuvo respuesta y cuál fue el tenor de la misma. Pero el hecho de que esta aventura editorial no parece haber cuajado en los términos esperados, no es óbice para reconocer la confianza de Blasco en el tirón comercial de la obra del autor canario, una figura literaria de la que, ya en 1897, había dicho que llenaba «la historia de la cultura española de este siglo», que cuatro años después alimentó sus proclamas anticlericales con la invención de Electra, y cuya biografía se precipitaba, en 1918, en una dirección antagónica a la suya. Con una diferencia de veinticuatro años de edad, el maestro Galdós, ciego y envejecido, estaba a punto de conocer cómo Blasco alcanzaba la cima de la gloria internacional en los Estados Unidos, transformándose en auténtico escaparate de la literatura española. Eso sí, pese a las lógicas disparidades entre personajes de temperamento tan notorio, hubo en ellos una afinidad envidiable: más allá de sus complicidades republicanas, de sus reconocidas habilidades en el arte de la narración, e incluso de su interés por las mujeres, en ambos existía una afinidad progresista que les empujaba a tender puentes y ampliar horizontes. Ese era el objetivo confesado por Galdós en el citado artículo con que prologaba la aventura de La República de las Letras: un periódico «para que todas las hechuras del pensamiento y de la fantasía puedan llegar a los términos distantes de la publicidad». Una intención no muy distinta de la aspiración blasquista de una república que hermanase todas las naciones de habla castellana y que tuviese como presidente honorífico a don Miguel de Cervantes. También en ese afecto hacia el genio de las letras españolas se sintieron hermanados Galdós y Blasco Ibáñez, porque el diálogo literario permite tan singulares conexiones e incita a crear nuevos mitos.
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