abril de 2024 - VIII Año

’25-33′ de Santiago A. López Navia

25-33
Santiago A. López Navia
XX Premio Emilio Alarcos
Colección Visor de Poesía
Visor, 2022

“Que el mundo era mi mundo”: 14 notas sobre 25-33, de Santiago López Navia

1.- El autor de estas notas declara su hartazgo de los conectores textuales y demás procedimientos pomposamente llamados mecanismos de cohesión, motivo por el cual el presente texto adoptará —de hecho ha empezado a adoptar ya, como el sagaz lector habrá advertido— la forma enumerativa.

2.-No hay hipérbole en afirmar que 25-33, el último poemario de López Navia, es un libro maravilloso, tanto por su extrema calidad literaria como porque en él se construye o reconstruye un mundo repleto de maravillas: la infancia.

3.-Todo viaje literario al pasado implica dos momentos y espacios: el de la enunciación, es decir, el aquí y ahora del autor que rememora ese pasado, y el de lo enunciado, las coordenadas espacial y temporal propias de lo evocado. Así se verifica, por poner un solo ejemplo, en la novela picaresca, cuando Lázaro o Guzmán adultos recuerdan las incidencias que jalonaron su niñez. La existencia de esos dos momentos conlleva inevitablemente la de un punto de vista o enfoque, que será degradante en el caso del Lazarillo o el Guzmán, cuyos protagonistas narran las experiencias infelices que marcaron su edad temprana, y elativo en el caso de 25-33, pues la infancia que aquí se recrea es una infancia feliz, plena, colmada.

4.-López Navia no se limita a evocar un tiempo pasado, sino que lo revive o actualiza; es en el fondo el mismo recurso que emplea con prodigiosa economía de medios —dos deícticos que apuntan inequívocamente al presente— Antonio Machado en su quizás último y sin duda inolvidable verso: estos días azules y este sol de la infancia. En el caso de López Navia la actualización de la infancia se realiza mediante la voz, una voz con resonancias evangélicas, similar a la que manda despertar a la hija de Jairo y dicta el resurgir atónito de Lázaro. Es una voz coherentemente heredada de las palabras de la madre a las que se dedica el poema XX: “ese torrente vivo de palabras / y esa cascada / constante, inagotable, / regaron mis raíces y crecí / más limpio y es posible que más bueno. // Sé que todas las aguas de mi madre / vertidas en un mar calmo, infinito, / a salvo ya de todas las tormentas / siguen fluyendo / debajo de mis pies y me sostienen, / y su rumor sosiega / la angustia del naufragio algunas noches”. Desde este punto de vista, 25-33 es una restitución: el autor devuelve a la madre —en el fondo, a los progenitores— las palabras heredadas de ella, o, para expresarlo con mayor propiedad, ofrenda a la madre el poemario construido con las palabras que aquella le ha legado.

5.-En la recuperación de la infancia que acomete López Navia no hay nostalgia, ya que la nostalgia presupone pérdida y esa recuperación es integral: nada de lo que aquí se evoca se ha perdido, todo es habitable de nuevo porque la magia de la poesía lo hace presente.

6.-Junto con el de las palabras, que es el esencial, muchos otros son los aprendizajes que se cuentan en el poemario, signados en numerosas ocasiones por un verbo de logro cognoscitivo: “así pude saber / que no existe la suerte” (ya en el primer poema); “a mí me parecía / que aquel gesto sencillo, rutinario / era como un programa, un manual / para poder moverse por la vida”; “allí supe del nombre / del berbiquí, la lezna y la garlopa, / palabras que enunciaban / identidades raras y recónditas”; “yo no sabía qué era una cometa / hasta que aquella tarde / de primavera y viento / mi padre me hizo una”; “y entonces comprendía / las leyes de la física, el espacio”… La abundancia manifiesta en los ejemplos anteriores justifica que la obra en su conjunto pueda considerarse un relato de aprendizaje.

Los conocimientos adquiridos tienen un valor concreto y en algunos casos otro general, de instrucción para la vida, como cuando el aprender a atarse los cordones de los zapatos conduce a otro saber, más importante: “caminar alzando la mirada / anclada hasta ese día en mis zapatos”.

7.-25-33 es también un relato épico. Y que esta afirmación no es caprichosa lo demuestran los versos finales del poema X: “y mi llegada / se convirtió en un canto, / una epopeya / al héroe victorioso / que no perdió su escudo en la batalla”. A esta autoconciencia interna hay que añadir una constatación exterior: uno de los rasgos que Joseph Campbell considera distintivos del héroe épico, su eclipsamiento temporal que le permite luego reaparecer habilitado ya para la hazaña, se cumple también aquí: se trata del tiempo que necesariamente ha tenido que transcurrir hasta el momento en que el hombre adulto posee las armas retóricas y la madurez vital precisas para recrear el mundo infantil, recreación —conseguidísima— que constituye la auténtica proeza llevada a cabo en las páginas de 25-33.

Son asimismo elementos propios de la épica los siguientes:

—La presencia de epítetos aplicados a los tres héroes que actúan en el poema: el autor, el padre y la madre (no estará de más consignar que ya en las citas iniciales el padre y la madre aparecen en versos de otros autores, a modo de ángeles tutelares a los que, desde ese pórtico, se confía la buena marcha del proyecto; este detalle nos habla de la meditadísima elaboración de la obra, que alcanza a aspectos que engañosamente se considerarían solo paratextuales): así, del padre se dice que es “mago de la luz”, “nigromante”,  “guardián de los secretos / que despertaba el alma de las cosas”, palabras estas últimas que se hacen eco de las memorables con que en el comienzo de Cien años de soledad se caracteriza al gitano Melquíades; y de la madre: “roca tierna, / muralla inexpugnable ante lo incierto, / sanadora de todas las heridas, / domadora de arcángeles rebeldes”, “porteadora de bolsas”, “prestidigitadora, / perita en invenciones imposibles”. Y también para sí mismo el autor se reserva los epítetos épicos que expresan aquellos rasgos que le interesa destacar: “rey de mi casa en soledad, / señor de sus rincones, / notario de sus ecos, / cronista del silencio y de la ausencia, / atento a su regreso” (el su se refiere a la madre).

—La intervención divina, que auspicia o ratifica la andadura de los héroes (recuérdense en este sentido los versos del Cantar de mío Cid  [“El Arcángel San Gabriel se le presenta en visión: / […] / en tanto que vos vivierais bien que se hará lo de vos”], y también, a propósito del sumamente hipotético apoyo divino, las dudas de don Quijote, tanto más onerosas cuanto más cerca está el fin de sus aventuras): “como si la fortuna bendijera / sus pasos, su camino” (dicho del padre).

—La existencia de objetos mágicos, como el mapa y la brújula “infalibles” que en el poema X acompañan al protagonista en lo que él considera una aventura por terra incognita (el metro de Madrid, en realidad).

—El catálogo de personajes, en este caso los trabajadores que por las mañanas van poblando las calles del barrio: “… el chatarrero, / el persianero, / el colchonero y el afilador, / con su flauta de pan, su bicicleta, / el paragüero lañador, el carro / de los melones si aún era verano / […] /, los churreros y el hombre que vendía / productos de la Alcarria”.

8.-En la obra se opera una transfiguración mítica, acorde con la tendencia infantil a la idealización. Así, las manos de la madre son “… un pozo / para saciar la sed de los gorriones”; un patinete se convierte en “un héroe, un campeón, un compañero / leal en la batalla, infatigable”; la caja de herramientas es, para los ojos fascinados del niño, “… un cofre / repleto de tesoros”, un “grial”; y el padre que duerme la siesta se transforma en un “vaquero duro y solitario, / guardián de la justicia en el Oeste”.

En todos estos casos, el punto de vista adoptado es en efecto el del niño, un punto de vista “inferior”, “di sotto in sù”, que propicia la sublimación, la mirada en contrapicado que agranda cuanto ve; no es casual en este sentido la mención de Alan Ladd, actor protagonista de Raíces profundas, el magnífico western en el que la memorable y tácita mirada del niño exige la vuelta al combate del héroe retirado. Y no puede dejar de anotarse aquí que el deslumbramiento, en la obra de López Navia, es recíproco: el mundo ante el cual el autor se siente deleitosamente asombrado se muestra a su vez atónito, en un eco del virgiliano “non canimus surdis”: “El bálsamo de aquella melodía [la voz de la madre] / bañaba los pasillos, las estancias, / como un hada de luz que derramase / el polvo de sus alas protectoras, / y despertaba / las flores y las cosas, / prisioneras aún de su letargo. // Con el hechizo azul de sus canciones, / mi madre convocaba / a los espíritus / guardianes del fluir de aquellas horas / y todo estaba en orden: el sol, la brisa, el canto de los pájaros, / la promesa del día que empezaba, / el gran reloj del mundo”.

9.-En la obra rige un tiempo peculiar, el de la infancia inacabable (presidido por “aquel reloj / que gobernaba / las horas sin final de aquellas horas”), una infancia que sigue transcurriendo ahora, encapsulada en sí misma, y que el poeta, gracias al hechizo de la poesía, puede —porque es intrínsecamente visitable— visitar y presentar —hacer presente— ante nosotros, los lectores.

10.-Hay en 25-33 relatos intradiegéticos, como aquellos en que se cuentan las infancias respectivas de la madre y el padre, en una especie de “mise en abîme”, infancias por cierto de un signo muy distinto de la del autor, pues transcurren en una España en guerra y los recuerdos que generan son tristes: la madre “hablaba con tristeza de su infancia”; aprendizajes estos de los progenitores que también sirven para la vida, como hemos visto que ocurría con los del autor: la madre “… ya empezaba a comprender / que aquello era la vida algunas veces: / esa danza feroz de dentelladas”; en el caso del padre, se nos cuenta “su infancia, su servicio militar, / sus afanes de niño laminados / por el cuchillo atroz de aquella guerra”.

11.-El último poema se vale de un estilo nominal, estilo ajeno en esencia al tiempo, para fijar la casa y con ella la infancia como algo atemporal, que no puede pasar y que por lo tanto es frecuentable, como algo que puede volver, y vuelve: “La casa duerme / en la memoria firme de los árboles. / Calle Lesaca, bloque 25, / vivienda 33, y todo late, / todo llama y pervive. Todo vuelve”.

12.-El tema de la infancia no es nuevo en la poesía de López Navia. Ocupa, por ejemplo, un buen puñado de páginas en Impresiones de paso (Ediciones de La Discreta, 2015). Y por cierto, ya que se habla aquí de libros anteriores, resultará pertinente apuntar que ese viaje a los años tempranos que es 25-33 desmiente el título que el poeta puso a una antología de sus versos —Vivir es llegar tarde a todas partes—; no ha sido en este caso así: el autor ha llegado puntual a su cita con una infancia que le esperaba y que él ha sabido recrear con mano firme y generosa, como firmes y generosas eran las manos exuberantes de los padres, con pulso de escritor grande, curtido en muchas batallas poéticas y que aquí nos deja uno de sus más conmovedores y altos logros líricos.

13.-Vamos terminando: el hogar infantil y por extensión la propia infancia se presentan en 25-33 como un locus amoenus, y el propio hombre —ahora— y el niño que la habitaron —en un entonces que no ha dejado nunca de ser ahora— se alzan como un solo protagonista, feliz —beatus—, como aquel que puede siempre, mediante la memoria y una poesía de superlativa calidad, volver a ella. Pues no otra cosa es 25-33 (Visor, 2022, Premio Emilio Alarcos): un gozoso retorno que el autor nos invita a compartir con él.

14.-En el obeso y cualitativamente escuálido panorama poético español la aparición de 25-33 constituye un hito y una excelente noticia para el lector.

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