noviembre de 2024 - VIII Año

‘Jardín con biblioteca’ de Carlos Aganzo

Jardín con biblioteca
Carlos Aganzo
Ediciones Cálamo, Colección “Cálamo Poesía”, nº 26;
Palencia, 2020. 56 páginas.

“¡No despreciéis a los maestros ni a su arte!”, cantó Wagner, por boca de Hans Sachs, ya cerca de la conclusión de Los maestros cantores de Nüremberg. Se diría que las buenas letras de Carlos Aganzo (Madrid, 1963), poeta de largos caminos además de infatigable periodista, han venido haciendo suyo un lema parecido: “¡No despreciéis a los clásicos, ni sus enseñanzas!”. Clásicos de nuestras raíces greco-latinas, para mayor exactitud; referencias que nutren el eje medular de Jardín con biblioteca, su poemario más reciente, que desde el mismo título rinde homenaje al lúcido Cicerón por medio de una de sus más sabrosas citas: “Si tienes una biblioteca con jardín, lo tienes todo”. Raíces greco-latinas, enseñanzas de los clásicos: no es casual que, de las dos recopilaciones poéticas fundamentales del autor publicadas hasta ahora, una de ellas, Arde el tiempo (Editorial Renacimiento, 2018), reparta sus racimos bajo el epígrafe de “antología civil”. En la otra de esas antologías capitales, Ícaro en los ojos (Ediciones Vitruvio, 2017), se advierte incluso mejor el momento –a partir de Caídos ángeles (2008), y, sobre todo, a partir de Las voces encendidas (2010, XX Premio de Poesía “Jaime Gil de Biedma”)- en que la creación de Carlos Aganzo toma conciencia del derrumbe ético sufrido, inevitable y estrepitosamente, por la sociedad contemporánea. Ahora sabemos que Las voces encendidas significaba la apertura de una tetralogía cuyas siguientes entregas han sido Las flautas de los bárbaros (2012), En la región de Nod (2014, XVII Premio de Poesía “Ciudad de Salamanca”) y, por fin, Jardín con biblioteca, surgido gracias a la buena labor de Ediciones Cálamo y su Colección “Cálamo Poesía”-desde la hermosa Palencia, a orillas del Carrión-. Cuatro títulos para una reflexión que se despierta en nuestro fuero interno con pujanza: los odios pueden ser inextinguibles; los desprecios, en realidad, terminan abocados al olvido del objeto despreciado. Y en ese olvido del pensamiento clásico y su fundada grandeza, y de una escala de valores susceptible de dignificar la vida humana por encima de la ambición y la codicia, del mito del consumo y el yugo de la usura, nuestra civilización languideciente va gastando sus días de turbio en turbio, por recordar a otro clásico bien nuestro.

La denuncia de Jardín con biblioteca –libro sucinto, que reúne dieciocho poemas en su seno- parte de dos vectores de intensidad. Uno toma la forma de una pregunta que pone el dedo en la llaga sin demora: “¿Desde dónde contar la incertidumbre?”; el otro cristaliza en los poemas I y VI, composiciones donde la tensión lírica del plano individual acierta a ajustarle el paso, con notorio poder, a la deriva funesta de lo colectivo: “Yo no puedo luchar, no soy hoplita, / siquiera ciudadano / después de tanto como se ha perdido. / Pero aún puedo cantar (como la musa, / la cólera de Aquiles por los muertos)”. Cantar no sólo la cólera, sino también “las viejas canciones”, “con el vivificante y milagroso / veneno del recuerdo”, para “sobrevivirse”. El poeta intuye bien que el lugar desde donde contar la incertidumbre es un lugar de resistencia, quizá sin mayor gloria –como en realidad suelen serlo, a despecho de altisonantes épicas, los baluartes sitiados-: “Únicamente aquí, en la barricada / de los días vulgares, / los que aguantan zarpazos y embestidas / con su inmensa coraza de grisura”. Pero en esa barricada bien se pueden besar “los perfiles de la piedra”, y notar “la arquitectura / del alma construirse / desde el suelo hasta el cénit / de los sueños más altos”. Con una sucesión de paisajes, evocadores de estampas sicilianas y napolitanas, por leve fondo, aunque muy sugestivo –lo cual refuerza el vínculo con aquel Mediterráneo de la sabiduría antigua-, el sujeto poético, sencillamente, anhela la armonía de escribir “como un piloto / que surcara la tibia / arquitectura abstracta de las horas / a lomos del deseo y las hogueras / recónditas del alma, / sobre la cicatriz de la memoria, / sobre los altos túmulos del tiempo”. Y mientras “la mano sigilosa de la historia”, y el fuego entre las ramas tutelares del lino, “recuerdan cómo pasa / la gloria de este mundo”, el jardín con biblioteca, o la biblioteca con jardín de Cicerón, se antoja, cada vez en mayor medida, como un desiderátum de extraviada alianza entre el hombre y su entorno.

“Serena tu inquietud. / Ofrécete a la noche / igual que ayer, lo mismo que mañana. / No quieras saber más”. En ese no saber más –o no querer saber más-, y en el contexto de este libro admirable bajo su íntima dialéctica –se diría que armonioso a fuer de proceloso-, el humanismo de Carlos Aganzo encuentra la razón última de la sabiduría: ofrecerse a la noche para volver a amanecer; quizá “ya sin demonio ni alucinaciones”, recordando a Pepe Hierro. Pese a tanto sabido, y pese a tanto perdido. Por todo lo cantado, y lo que queda por cantar.

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