marzo de 2024 - VIII Año

‘Buena mar’ de Antonio Lucas

Buena mar
Antonio Lucas
Editorial Alfaguara, Colección “Narrativa Hispánica”
Penguin Random House Grupo Editorial
Barcelona, 2021
216 páginas

De inmediato, ecos de Conrad, de Melville, de Stevenson, incluso de Hemingway o Jack London, se despiertan en la memoria lectora cuando hablamos de una corriente novelística vinculada, de un modo u otro, al mar y la navegación. En España, pese a nuestros más de 7.500, casi 8.000 kilómetros de costa, este tipo de narrativa no ha tenido un especial arraigo y desarrollo, si bien hay excepciones más que reseñables, con el gusto por la aventura de Arturo Pérez-Reverte, dentro del panorama actual, probablemente en primer plano. Conviene, no obstante, hacer un poco de historia. Dicen que Pío Baroja no llegó nunca a experimentar la emoción de subir a bordo, y, sin embargo, una de sus dos tetralogías tiene por ambientación y asunto el ámbito marino; de aquellas cuatro novelas –Las inquietudes de Shanti Andía (1911), El laberinto de las sirenas (1923), Los pilotos de altura (1929) y La estrella del capitán Chimista (1930)-, la primera es la que mejor ha resistido el paso del tiempo. A veces, en nuestra literatura, el mar irrumpe por sorpresa, en pleno centro de lo que va contándose, como en La sombra del ciprés es alargada (1948), la magnífica novela inaugural de Miguel Delibes. Lo mismo que su protagonista y narrador, Pedro, el tío de Ignacio Aldecoa eligió la profesión de marino mercante, pero realmente fue el influjo de algunos autores citados anteriormente –Conrad, Melville, Hemingway, Baroja- lo que otorgó una primera musculatura al firme propósito de emprender y culminar Gran Sol (1957), una de las mejores novelas del gran cuentista vitoriano. Para dar mayor verosimilitud a la narración –iba a ser la primera de una serie denominada “Épica de los grandes oficios”-, Aldecoa no vaciló en embarcarse, durante un mes, en el pesquero vasco “Alir”; así compartió fatigas, sinsabores y otras crudezas del oficio, pero también la asediada dicha y la áspera aunque irrevocable fraternidad que acaba surgiendo entre los marineros de altura y gran altura. Así y precisamente allí, en el mar de Gran Sol citado ya en el mismo título de la obra. En el peligroso caladero de Gran Sol, toda una fábrica de náufragos. Ese “laboratorio de intemperies”, tal como ahora lo describe, en Buena mar –su estreno en el género novelístico- el reconocido poeta y periodista Antonio Lucas (Madrid, 1975).

Lucas –al igual que, en su día, Aldecoa- ha conocido, de primera mano, la increíble dureza de la navegación por las aguas del oeste de Irlanda, entre los paralelos 48 y 60 del Atlántico Norte. Fue en el verano de 2018, al hilo de su trabajo periodístico, cuando subió a bordo del pesquero gallego “Nuevo Confurco” para realizar una serie de reportajes. En las páginas de Buena mar, el “Nuevo Confurco” se transforma en el “Carrumeiro”, con once marineros igualmente en su tripulación, y el narrador en primera persona, Mauro, es también un periodista con tarea por hacer en torno a los ímprobos afanes de la pesca de altura. A partir de aquí, y como el propio autor afirma, “algunas de las escenas de este libro sucedieron, pero no son suficientes para aceptarlo como autobiográfico”. No obstante, la dialéctica entre autobiografía y ficción va recorriendo implícitamente la obra, hasta su última página, lo cual, lejos de lastrar el proyecto, lo propulsa a la esfera de su singularidad; de su muy afortunada singularidad, cabría decir. Antonio Lucas hubiera podido construir una ficción de viejos lobos de mar perdidos en la maquinaria exacta de nuestros días, aunque zarandeados, episodio tras episodio, por una objetivación sin tregua de la aventura; sin embargo, ha preferido proponer a los lectores la novela de un hombre de letras en mitad del océano, sin experiencia alguna en lances de navegación, que vive la aventura dentro de sí mismo, pues la realidad circundante no llega a conducir a la tripulación del “Carrumeiro” hacia horizontes de verdadera zozobra: he aquí el acierto rotundo de Buena mar. Mauro embarca habiendo leído, naturalmente, la referida novela de Ignacio Aldecoa; embarca llevando, aún en la retina, los fotogramas de unos cuantos documentales sobre los arrastreros del Gran Sol; embarca con una botica a cuestas, mas sólo especializada en la conjura de náuseas y mareos. No tardará en descubrir que más le hubiera valido atrincherarse con fármacos contra la ansiedad, y que las peores tempestades pueden tomar también la forma de accidentes burocráticos o de ciertos recuerdos: los retazos de vida que, gracias a la técnica de la analepsis, a episódicos “flashbacks”, nos permiten comprender las difíciles encrucijadas personales de Mauro en su presente, y cómo su percepción de la realidad y de sí mismo se va modificando, en pleno Atlántico Norte, alejado de todo, conforme la travesía avanza (“Yo tenía una idea peregrina del mar, y ahora tengo una idea peregrina de todo lo demás”; “Hay tres tipos de hombres: los muertos, los vivos y los que hacen la mar. Aún no tengo claro el que vine a ser.”).

Con la riqueza y especificidad léxicas tan características de este tipo de narraciones, la obra, en cambio, no abunda en el preciosismo descriptivo, porque su tono poético –el mar “se sumerge como dándose a luz o se eleva hasta su nombre”, y en el ambiente húmedo del barco “se podría dibujar en el aire como en el vaho de un espejo”-, su garra poética, por mejor decir, reside fundamentalmente en la revelación de imágenes de voluntad totalizadora –“Estas embestidas son el símbolo de toda la humanidad que ha naufragado”- o de simbiosis esencial entre el ser humano y su circunstancia -“…el océano se instala en los ojos, en la cabeza, en los pulmones, en las manos grandes y gastadas, en la conversación lenta, en la sonrisa escasa”-. Y para hacer de Buena mar la buena narración que es, Antonio Lucas, en su notable debut como novelista, no olvida en ningún instante a los once marineros del “Carrumeiro” –cinco gallegos, seis africanos-. A lo largo de los numerosos capítulos –numerosos aunque breves-, las figuras de Lolo, Xouba, Anxo y, en cierto modo, también Ahmed –desde un punto de vista más factual que espiritual- destacan en un retrato colectivo donde cobran relieve las diferencias culturales, la problemática de la inmigración, la dimensión socioeconómica de todo el asunto (“Once marineros dentro de un barco arrastrero con bandera española son la expresión pura del azar ingrávido del mercado laboral”). En cualquier caso, la exploración del carácter rocoso, de la afabilidad sincera pero difícil, del laconismo y los abruptos silencios de la marinería –los hombres solitarios “tienen otra manera de callar, más encrespada”- se antoja el principal desvelo para entender en qué medida eso igualmente contribuye a forjar una impresión embriagadora: la de que “estar en el mar es estar siempre en el centro del mar”.

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