abril de 2024 - VIII Año

‘Cadena perpetua’ de Pablo Méndez

Cadena perpetua
Pablo Méndez
Ediciones Vitruvio, Madrid, 2021
491 págs.

No es pequeña osadía por mi parte reseñar un libro del que ya se ha ocupado, y en un medio tan prestigioso como el ABC Cultural, un poeta y crítico de la talla de Diego Doncel (26-3-2022). Espero que el enfoque de mi texto y su extensión justifiquen en cierto modo esa audacia (y aprovecho aquí para invocar a la diosa Fortuna que, según es fama, tiene, o tenía al menos, la sana costumbre de recompensar con sus dones a quienes incurren en temeridad).

Cadena perpetua (Madrid, Ediciones Vitruvio, 2021) recopila los libros de poesía publicados por Pablo Méndez hasta el presente. Y de esta última palabra —presente— va a partir mi análisis. Como queda dicho, Cadena perpetua se inscribe en un “género libresco” muy determinado, y a cuyas características intrínsecas, pues, como todo género, las tiene, pocos críticos, en cuanto a mí se me alcanza, han prestado atención (aclaro que me refiero al género que podemos designar como “poesía reunida”, expresión no caprichosa, dado que con frecuencia es la que los propios autores eligen para titular o subtitular las obras que se integran en él). Uno de esos rasgos peculiares es evidente, y quizá sustancial: toda obra que se cobija bajo el marbete de “poesía reunida”, u otros análogos y de también análogo significado, constituye una presentación, o, para ser más exactos (aunque en cuestiones en las que está involucrado el tiempo la exactitud no deja de ser una pretensión probablemente infundada y refutable —remito para el concepto de la ductilidad del tiempo al estupendo artículo de Eugenio Rivera “José Saramago, heterónimo de Fernando Pessoa”, no hace mucho publicado en esta misma revista, en el que el lector podrá disfrutar de un placentero e intrincado recorrido por las jugarretas que ese enemigo al cabo letal, el tiempo, gusta de gastarnos—), una representación, es decir, y literalmente, una re-presentación. Y lo es en un sentido muy preciso: el de hacer de nuevo presente lo que al menos en parte había dejado de serlo, esto es, en devolver al presente una serie de obras que tuvieron su momento, su propio presente, y vuelven ahora, agrupadas, a tenerlo. Y si este rasgo es común a toda recopilación poética, no lo es otro, que, sin ser exclusivo de ella, se da también en Cadena perpetua y hace más intensa la “re-presentación”; este segundo rasgo viene propiciado por el orden en que el autor ha decidido disponer sus poemarios anteriores, un orden cronológicamente inverso al de su publicación individual: el lector que se adentre en las páginas de Cadena perpetua se encontrará primero con el último de los poemarios (Oh, siglo XX [2014]), se topará después con el siguiente (Ana Frank no puede ver la luna [2010]), y así sucesivamente, hasta desembocar —y dejando de lado la sección “Otros poemas” con que se cierra el volumen— en el “primero”, y ahora “último”: Una flecha hacia la nada (1994), de título por cierto en absoluto premonitorio, como el susodicho lector habrá podido comprobar en ese extenso periplo: la flecha lanzada en 1994 no se encaminaba hacia la nada, sino en busca de sucesivos blancos, incapaces de detener su impulso, como incapaz, intuimos y deseamos, lo será también de hacerlo Oh, siglo XX. No nos consta, pero es muy probable que esa flecha siga en el momento actual ensartando en su brillante trayectoria poemas que solo ella conozca; y resultará justo que así sea: toda herida infligida al tiempo es inútil, pero deja constancia de una rebeldía necesaria.

Una última nota acerca del concepto de presentación: lo que ustedes están leyendo también lo es, pero en este caso en un sentido más convencional, inherente a cualquier reseña, el de dar noticia de una publicación reciente, esto es, próxima al tiempo actual, y “presentársela” al lector; algo así como “aquí unos potenciales lectores, aquí una obra a cuya lectura les invito”.

Tras este preámbulo teórico —abandone toda esperanza el lector que aguardara una reseña breve—, entramos en materia. Y lo vamos a hacer partiendo del título de la obra reseñada, Cadena perpetua, con la pretensión de extraer de él algunos hilos que en su más o menos azaroso entrelazamiento permitan tejer provisionales encrucijadas en las que puedan quedar insinuados ciertos rasgos cardinales de la poesía de Pablo Méndez.

Comenzaré por la primera palabra del título, cadena, en la que cabe ver una alusión a la poesía, no exclusivamente a la poesía, como explicaré más adelante, sino, para ser más precisos, también a ella. ¿Por qué a la poesía? Porque eso justamente es la poesía: cadenas de palabras son los versos, cadenas de versos los poemas, cadenas de poemas los poemarios. Y eso es también esta recopilación que reseñamos: una cadena de obras, de libros, de poemarios.

Consideremos ahora la expresión —el título— en su conjunto: “cadena perpetua”, que nos remite de manera inmediata a la noción de condena. Dos son para mí los posibles referentes o ámbitos de esta expresión, de esta condena: la propia poesía, de modo solo hasta cierto punto paradójico; y un complejo entramado compuesto por la memoria, la vida y la existencia o las existencias, propia y ajenas. Voy a intentar demostrar que tal asignación de significados al sintagma “cadena perpetua” no es arbitraria. Procuraré con ese fin apuntalar cada uno de ellos con breves citas de los versos del autor.

Transcribo en primer lugar algunos fragmentos que se refieren a la concepción de la poesía como un deber o destino, como algo que se nos impone, sin que este sentido excluya el de algo también gozoso, presente asimismo en otros muchos pasajes de la obra de Méndez (al final de cada cita consigno entre corchetes el título del poema al que pertenecen los versos):

si no te gustan estos poemas: lo siento,
a mí tampoco, pero qué quieres
que te diga
necesidad tenía de escribirlos. [“De verdad que lo intento”].

me pregunto quién habrá puesto en mí
esta semilla de papel y tortura,
esta obsesión que me ha dejado solo,
rodeado de hombres que ya son
papeles y tinta, papeles y sombra. [“Feria del Libro Antiguo y de Ocasión”].

no serás tú sino el mismo árbol
el que te elija
tendrá muchas muchísimas páginas
y cuando al fin te atrape
de sus hondas raíces
no podrás escapar. [“Juan Ramón Jiménez”].

En cuanto a la visión de la vida, de las existencias —y con ella y con ellas inevitablemente de la memoria—, como una especie de condena, de transcurso obligado y que no podemos dejar de recorrer y más tarde evocar, es una noción que se expresa magistralmente en el poema “El acúfeno”, simbolizada en ese misterioso fenómeno a que hace referencia su título, en ese acúfeno cuyo discurrir resulta insoportable:

como una orgullosa condena
lo vivían los ciudadanos
resignados, con los nervios rotos,
sin poder dormir sin saber
cómo huir y huir de aquella
lastimosa y perdurable canción. [“El acúfeno”].

Pero la idea de la existencia como castigo se encarna también en esa nutrida galería de seres desamparados, a menudo anónimos, que pululan en los poemas del autor: son esos “hombres de hoy” (del poema “Ellos y yo”) que “mueren viejos, sin cariño, / aplastados”, esos “vagabundos extendidos / en basuras sin respuesta, / sin esperanza” (“Barrio pobre”), esos seres que “viven para cometer un error, un solo error” y cuyo cuerpo queda finalmente “perdido / en el portal con luz de una gran casa” (“El error”). Para estos vagabundos espectrales que merodean desorientados por los versos de Pablo Méndez la vida no puede ser en efecto sino una condena, un fallo emitido hace ya mucho tiempo por un juez fantasmal, también él desvanecido tras pronunciarlo, un veredicto equívoco en su olvidada o inexistente literalidad, pero de cuyo cumplimiento minucioso y aciago no cabe dudar.

Es preciso decir que en la poesía del autor la relación que se establece entre estos dos significados de la expresión “cadena perpetua” resulta extremadamente compleja. Me limitaré a apuntar un aspecto de ella, que considero básico y en el que se encuentra implicada la función que el autor atribuye a la poesía y, concretamente, a su propia poesía. Esa función se hace explícita en el poema titulado “Mensaje de autor”, que, por su brevedad y por juzgarlo crucial para la interpretación de la poesía de Pablo Méndez, reproduzco íntegro:

Si pudiera conseguir
que se os quitara
el dolor de cabeza
al leer este libro.

Y que olvidarais
la oficina,
o el beso
que no llegó,

si pudiera
leeros los labios,

y escribir
el poema que os salve.

El poema, la poesía, por lo tanto, como manifiestan claramente los cuatro últimos versos, tiene para el autor una función —es más, una misión— salvífica. Si queremos perfilar en qué consiste, o, mejor, la forma en que ha de verificarse, esa función, será necesario reparar en un detalle: el poeta no se dirige a un destinatario singular, sino plural (“se os quitara”, “olvidarais”, “leeros”, “os salve”). Y conviene entender bien cómo debe ser concebida esa pluralidad. Podría tratarse de un colectivo integrado por una serie de personas indistintas, de una masa humana salvable en su internamente indiferente conjunto; de hecho, esta es tal vez la interpretación más “obvia” y ninguna objeción de peso o concluyente cabría hacerle. Pero no es a mi juicio la más adecuada ni, con ser desde luego sugerente, la más atractiva; prefiero esta: el poema salvífico mencionado en los dos últimos versos no es en realidad, o no sería, pues el autor lo presenta como un texto deseado y por tanto inexistente aún, un solo poema, sino una especie de “archipoema”, declinable en tantas versiones o variantes como necesidades específicas presenten los lectores a los que ha de salvar, entendidos estos como individuos no confundibles entre sí, como personas concretas con sus también concretas y peculiares lacras o azares o malaventuras —en definitiva, sus siempre incomprensibles pero no idénticos pasados—. A esta exégesis apuntan los versos 9-10: “si pudiera / leeros los labios”. No parece que el autor esté pensando en una inmensa boca colectiva cuyo gigantesco grito de auxilio deseara entender, “leer” articulado por sus unánimes labios; sino en una infinidad de labios de tamaños y morfologías normales, concretas, identificables, labios infinitos pero que no recitan un mismo salmo, sino que formulan de uno en uno —o, respetando las convenciones anatómicas, de dos en dos— su modesta o tremenda plegaria o imprecación, su no confundible con otra alguna súplica.

(He parecido decantarme hasta aquí por la explicación que acabo de exponer. Pero el mundo de la poesía, y el de las reseñas, es lábil, engañoso. En plata, que me ronda y acecha una tercera posibilidad: el poema conjetural al que apuntan los dos últimos versos de “Mensaje de autor” podría no ser conjetural ni ocurrir en un dudoso futuro; podría ser este, o sea, ese: “Mensaje de autor”. No por ello dejaría de ser un poema “plural”, si bien la pluralidad ahora residiría en lo que el poema “dice” a cada lector, en la forma particular en que lo haga suyo y se deje salvar por él).

Que “Mensaje de autor” resulte importante para la tesis que sostengo no significa que sea un ejemplo aislado. Muy débil sería entonces tal tesis. No es el caso: son muchos los pasajes que en la lírica de Pablo Méndez aluden a esa virtud sanadora, curativa, de la poesía. Mencionaré solo dos:

será este poema una canción
que me ayude a beber otra vez
toda el agua de entonces. [“Plaza”].

… me queda tu jardín
y la poesía, la poesía siempre
de tu mano, de la de todos,
como un pulmón verdadero y ágil
para seguir viviendo. [“Paseando por el Parque Gloria Fuertes”].

Queda por abordar una cuestión: ¿de qué nos “curan” los versos?; ¿qué es aquello de lo que nos salva la poesía? Precisamente —y en esto consiste la relación antagónica que se da entre las dos vertientes significativas del título de la obra—, de ese otro lado oscuro de la expresión “cadena perpetua”, de esa miseria o tristeza inherente a tantos momentos, personas o vidas, a la existencia de todos y cada uno de nosotros.

Pablo Méndez concibe, pues, la poesía, o tal vez sea más prudente decir que yo concibo la poesía de Pablo Méndez, como una pócima o bebedizo mágico, como un conjuro que, bien pronunciado y dicho con las palabras exactas, puede salvarnos. Convido a los lectores a pronunciar ese conjuro, a beber esa pócima: funcionan, salvan. Doy fe.

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