abril de 2024 - VIII Año

‘La clase’ de Sandra Bruce

La clase
Sandra Bruce

Traducción, Santiago Roda Gil
La Pajarita Roja Editores, 2022

Amigo lector, el libro que tengo en las manos, es desasosegante, angustioso por momentos, mas por otra parte, vitalista, de afirmación de la vida, porque la vida son, sí, pérdidas, ausencias y dolor mas también, una fuerza que empuja a seguir adelante adaptándose a la realidad por hostil que se presente.

La clase es un relato que tiene algo de ciencia-ficción pero mucho más de alegoría, de ruptura con la realidad a través de referencias simbólicas. Puede decirse que ‘realidad y realidad paralela’ pueden llegar a fundirse con efectos escalofriantes.

Por duro que sea con fuerza y voluntad se puede quebrar o romper la ‘cadena’ que el tiempo nos pone al cuello.

No es fácil adjudicar un género literario único a La clase, tiene algo de relato autobiográfico y nos pone en contacto con mundos oníricos o pertenecientes al subconsciente.

Me ha parecido sugestivo el tratamiento que da al ‘tiempo’. Es un personaje más del relato, donde se configuran otras realidades que forman parte de un conjunto misterioso y a la vez temible. Los personajes viven con la carga de un pánico que, en cualquier momento, puede fagocitar a quienes han huido de esa pesadilla apocalíptica que en forma de ‘agujero negro’ se apodera de nuestra voluntad.

Allí, donde se establece una comunidad humana, aunque sea de pequeño tamaño, hay odios, ambiciones, lucha por el poder y personajes que guardan obscuros secretos, rodeados por el miedo pero que logran salir adelante para explorar las posibilidades que el tiempo ofrece en forma de futuro.

No son héroes, tan solo adolescentes que se van haciendo adultos con todo lo que conlleva.

Hay diversas formas de estar en el mundo. Una, la de quienes miran de frente y están sanos por dentro y otra retorcida, que recurre a la manipulación, la violencia e incluso al crimen.

El resentimiento es un ‘veneno’ que si no se controla, resulta letal. Son peligrosas las estigmatizaciones… sobre todo, aquellas que hacen desgraciados a otros.

Hay dolor, hay sufrimiento, mas se impone un afán de supervivencia y de afirmación contra los peligros que se yerguen y que pueden acabar anulando lo mejor de nosotros mismos. En esas circunstancias la libertad, por ejemplo, no es más que la posibilidad de continuar vivos, alimentando el fuego interior que se niega a extinguirse.

La clase, es un relato que atrapa, que ‘engancha’ y que obliga a seguir leyendo. Un cierto halo de misterio se mantiene vivo y operativo más allá de la descripción de la vida cotidiana de la pequeña comunidad.

La clase es un juego de diversos tiempos, hábil y bien construido, como si se pudiera a la vez, estar a uno y a otro lado del espejo. Sandra Bruce va deslizando unos comentarios pertinentes de carácter sociológico e histórico, sobre la realidad de nuestro país en décadas pasadas. Son una pausa para regresar a los terribles problemas que atenazan al grupo.

En varios momentos, la realidad se ve alterada. Hay, eso sí, avisos de que una realidad paralela interviene para destruir vidas y ciudades. Son de una importancia crucial los problemas éticos, los dilemas morales y la eterna pregunta siempre formulada y nunca resuelta, ¿deben sacrificarse en el altar del bien común, incluso vidas, si estas pueden dañar a la comunidad o desembocar en opciones autoritarias y alienantes?

Sandra Bruce nos ofrece un relato aparentemente sencillo, mas repleto de ‘trampas’, que el lector debe esquivar y, sobre todo, interpretar.

La historia ni es, ni ha sido nunca, rectilínea. Es un mito endeble y liquido que se escapa entre los dedos. La historia ni camina, ni ha caminado nunca inequívocamente hacia el progreso.  Muy al contrario, ha habido épocas obscuras, retrocesos y estancamientos.

Por adversas que sean las circunstancias, la lucha por la vida acaba triunfando. Sandra Bruce traslada a las páginas de La clase, nuestros miedos, inseguridades y temores colectivos.

En ese itinerario simbólico no es difícil descubrir una visión angustiada y ‘angustiosa’ de nuestra propia existencia actual. La convivencia de seres que luchan por sobrevivir es, con frecuencia toxica, pero una fuerza colectiva les hace sobreponerse y ‘crear una micro-sociedad’ inestable pero que cada día se afirma más y más.

El reloj que marca el tiempo del mundo parece que se hubiese detenido. El afán de supervivencia hace milagros. Aprenden a comportarse con una economía de subsistencia, a pastorear, a cultivar frutas y hortalizas, a tener un rebaño de ovejas y cabras, a hacer pan y a fabricar quesos.

Las ‘visiones recurrentes’ son otras de las manifestaciones del miedo. Es sencillamente audaz la función que en esa comunidad, aparentemente, primitiva Sandra da a la memoria. Vuelve a reinventarse ‘el culto a los muertos’ y la comunidad se dota de su propio cementerio.

De la misma forma, se reinventan y actualizan rituales que van marcando el paso del tiempo. Pasan los años y se van produciendo bodas, bautizos. Eros y Thanatos mantienen su eterno pulso y nuevas vidas vienen a engrosar la comunidad y a ocupar el lugar de los que van muriendo. Así asistimos a un proceso en el que el viejo mundo invade el territorio del nuevo y lo convierte en una caricatura de lo que se ha dejado atrás.

Hay no poco de claustrofóbico en el relato. Puede más, sin embargo, la curiosidad de saber en qué desembocará esta historia de tintes tan sombríos. Lo que obliga a mantener la atención y seguir leyendo para ver en que desembocan los sucesos.

Una conclusión de mucho calado es que por adversas que sean las condiciones y por extraños que sean los parámetros de la existencia, la condición humana con sus virtudes y sus defectos, permanece inalterable e inalterada.

Leyendo el inquietante y atractivo relato de Sandra Bruce, he recordado unas palabras del filósofo presocrático Leucipo, cuando afirma “tanto el vacio como lo plano se encuentran ambos en cualesquiera de las partes de las cosas”. Da que pensar.

Las realidades virtuales, también, son parte de la realidad existencial. El pensador estoico Epicteto afirma en repetidas ocasiones, que “nadie que tenga miedo, pena, perturbación, es libre”. Por eso, la libertad es una conquista, siempre provisional que se hace a costa de grandes sacrificios. Tal y como demuestra Sandra Bruce en La clase, la libertad es un lujo que no todos pueden permitirse.

Por su parte Epicuro con su afirmación de la vida, su gusto por los placeres sencillos y su aceptación del mundo tal cual es, nos advierte con sabiduría que la inseguridad forma parte sustancial de la condición humana. Nos pone en guardia de que “frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin murallas”.

Amigo lector, la novela que espero abras pronto, obtuvo en 1996, el primer premio del concurso auspiciado por la Universidad de Lleida. Me parece un acierto que Pajarita Roja, Editores, la traduzca ahora al castellano para ampliar así, radialmente, sus lectores.

Ha publicado, también, “I once was lost”  y “Jugar con fuego”,  de la que apareció una reseña en esta revista, en febrero de 2020.

Hay libros escritos con la finalidad de entretenernos y evadirnos de nuestras preocupaciones cotidianas, otros –y he de reconocer que son los que prefiero- para inquietar, para hacer pensar y para que intentemos encontrar respuestas a los interrogantes esenciales que la existencia nos plantea una y otra vez. Nos hace recordar aquellas palabras que Platón pone en boca de Sócrates y que señalan que una vida que no se somete a examen, carece de sentido.

La clase es un libro que merece la pena leer y meditar sobre lo leído.

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