Fotografías: Alfredo Villaverde
Sin duda, la ciudad de Québec, capital de su región, es la ciudad más hermosa y atractiva para el viajero europeo que visita el este de Canadá. Su puerto viejo, sus calles animadas donde encontrar el recuerdo de la Nueva Francia, la maciza presencia del famoso hotel Frontenac, son algunos de sus atractivos, pero sin duda es la isla de Orleáns, un auténtico paraíso en el río San Lorenzo a penas a cinco kilómetros al este, donde el viajero descubre uno de esos tesoros escondidos que hacen únicos sus viajes.
Se accede con facilidad a ella por el puente de San Pedro situado en la autovía que lleva a la famosa catarata de Montmorency y que es el único acceso terrestre que tiene esta peculiar isla que conserva en toda su pureza la tradición agrícola, artesana y hospitalaria de los primeros moradores franceses que llegaron a ella en el siglo XVII, esas trescientas familias cuyos nombres encontramos inscritos en el parque de los Ancestros de la mano de Guy Bel, artesano del metal, que se alza en uno de los miradores de la isla, o en el testimonio erigido por los propios descendientes como este referido a Jean Hoymet, que llegó a la isla en 1662 falleciendo 25 años después a la edad de 33 años. Allí también conocemos las tremendas odiseas para llegar desde la isla a la orilla de Beaupré con las pequeñas chalupas y los naufragios mortales hasta la aparición de vapor Montmorency en 1870 y la construcción del primer puente en 1905.
Llegamos a la isla en una espléndida mañana de domingo a las puertas del verano. Sus 200 km. cuadrados con 33 km.de recorrido que circunvalan la isla por la ruta del antiguo camino del Rey convertida hoy en la carretera 368 , nos llevan a través de municipios cuyos nombres evocan el sentimiento religioso de los fundadores: Santa Petronila, San Lorenzo, San Juan, San Francisco, Sagrada Familia y San Pedro.
Y vamos descubriendo poco a poco algunos de sus tesoros entre granjas, viñedos, campos de fresas y frutos del bosque, albergues y productos agrícolas y artesanos que por la simplicidad de sus instalaciones y el acogimiento de sus dueños, nos hacen pensar que nos encontramos en una Arcadia donde todavía es posible recobrar ese espíritu de vida plena y complaciente, alejado del mundanal ruido al que aludía nuestro Fray Luis de León.
En Santa Petronila, Julien Lafille es el perfecto anfitrión que nos hace degustar sus aromáticos y excelentes vinos producidos de manera orgánica y que presentan una singular alternancia entre los secos y dulces, blancos, rosados y rojos., destacando el que lleva por nombre ‘Velo de la novia’ en semejanza a la cascada lateral de Montmorency Un poco más adelante, en la zona de la Sagrada Familia, la sidrería Verger donde nos recibe el gran Jules , nos sorprende con su sidra a base de manzanas congeladas, similar al vino de hielo elaborado con las últimas uvas maduras del pre invirno, además de otros productos como la mostaza y la gelatina de sidra, muy originales.
A lo largo de la ruta se nos abren de continuo caminos vecinales donde podemos encontrar granjas y cultivos. En uno de ellos, nos ofrecen la posibilidad de recolectar nosotros mismos las fresas y arándanos que podemos comprar. En otro, nos ofrecen espárragos verdes de altísima calidad junto a mermeladas ,conservas y jarabes como el típico de arce que agitan el deseo de nuestros estómagos.
Toda la isla es un prodigio. En sus miradores encontramos una torre vigía de madera desde la que contemplar la costa o u parque en el que encontrar los vestigios históricos de sus primeros moradores, con sus fotografías evocadoras de su vida hace ya más de dos siglos. Todo es un prodigio de tranquilidad, roto a veces por los rugidos poderosos de las Harley Davidson de las que descienden en bares y restaurantes viejos y aguerridos moteros que encuentran aquí una ruta apropiada a su espíritu aventurero.
Además, sin tenemos espíritu descubridor y nos internamos por el interior podemos descubrir un lago artificial donde practicar la pesca de la trucha o cerca de San Juan preparar una nueva visita en invierno con una expedición de trineos tirados por perros lobos.
La gastronomía local se nos muestra en los pequeños restaurantes que junto a cartas con productos naturales, panes y pasteles artesanos, nos ofertan el clásico ‘poutin’compuesto por patatas fritas con tomate, queso y salsa de carne, amén de algunas variantes como jamón que lo enriquecen aunque aumentan su valor calórico acorde con el clima extremadamente frío que alcanza más de 30 grados bajo cero en invierno. Nuestros estómagos lo asumen con entereza en este día de temperatura agradable mientras lo degustamos bajo los rayos cálidos de un sol benéfico teniendo a la vista la isla de Madame.. Otra buena manera de disfrutar del tema, es adquirir algunos de los productos naturales que nos venden en las granajs y hacer un picnic en cualquiera de los muchos lugares de descanso que se abren a lo largo de todo el recorrido que circunvala la isla.
Y si queremos pasar unos días de relax, meditación o disfrute de la naturaleza, podemos acudir a bed and breakfast o albergues con nombres tan adecuados como ‘El sueño de Morfeo’ ya que esta singular isla acoge tantos tesoros que nos sorprenderá día a día dejándonos llevar por sus rutas de calma y belleza.