Por Ricardo Martínez-Conde.- | Noviembre 2017
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La isla siempre parece esperar
Stephen Rezzolli
El fragmento del poema guaraní que dice ‘islas/ como palomas/ dormidas/ del invierno’ me viene a cuento para expresar la primera impresión que, como viajero, recibí de las islas maltesas. Era una mañana clara, venteada, de invierno, y las islas dormitaban con antigua placidez. Una visión tranquilizadora para llegar a un lugar que, he de decirlo, me ha encantado (y aludo a la segunda acepción del Diccionario, la más rica y acogedora).
Es cierto que en el viaje había algo de recelo: ir a un hotel de costa en invierno en Malta equivale a algo así como aceptar la estancia en un geriátrico más o menos anglificado. Cuestión que he procurado resolver con prontitud: ‘morning’, ‘morning’; thank you, thank you… Eso, y elegir como vecina de comedor a una viejecita parecida a Miss Marple (yo sabía que me vigilaba; ella sabía que yo lo sabía).
Afuera lucía un sol condescendiente, y, acomodado ya al paisaje, el eterno viento zureaba, algo que la inteligencia agradecida del isleño ha resuelto poniendo muchos mástiles, muchos. Cada edificio administrativo, cada sociedad filarmónica el suyo; a veces varios. Las banderas como una celebración, un homenaje a su geografía.
Geografía que, según el profesor Dallocchio, se está deshaciendo lentamente. Todo el contorno de esas islas calcáreas, según él, se está desmoronando lentamente, de ahí que me susurrase en un momento dado que, con el tiempo, Malta y sus islas desaparecerán. Y podría decir que he visto algún síntoma que confirma su teoría sobre el lamido permanente del mar, pero también he visto y sentido –y en ello he reparado- la elegancia de aroma con la que algunas olas vuelven su fluir mar adentro luego de topar con los pequeños diques de sus bahías. Un movimiento elegante, una hermosa danza antigua; tal vez la danza eterna del mar, preludio de la danza de la muerte. ¿Te imaginas, lector, un baile así, siendo el nombre de Gozo, una de las islas, la que se desmorona?
Más, por si acaso el viejo profesor tuviera razón, paso -curioso viajero, amigo lector- a reseñar algunos aspectos concretos de mi viaje. No quiero demorarme, y sí que llegues a tiempo:
La tierra, el escenario
El paisaje es duro, rocoso en su mayoría. En medio de ese azul aéreo como ahí es el Mediterráneo, estos grandes islotes kársticos que constituyen el archipiélago son como una vieja escuadra fondeada y sumisa al viento insumiso. Poca tierra cultivable ha generado este suelo desnudo –de un rico color que oscila con el día y lo ha hecho con el tiempo- razón por la cual el arbolado es escaso y aún la poca tierra fértil ha sido abandonada en parte por causa de la equívoca riqueza del turismo. Quedan algunos eucaliptos bravos en las laderas de Difli, allí por donde se orientan los pájaros migrantes provenientes de África, y alguna mancha de naranjos y olivos, sobre todo en la isla de Gozo.
La vida debió ser dura allí desde siempre, muy dura, y aún hoy disienten los especialistas, en un código entre sociológico y poético, si las apacibles y carnosas figurillas de mujer halladas en los yacimientos megalíticos representan –o han querido representar- más a la Diosa madre, la dadora de vida, antes que a un culto a la obesidad como rechazo a un estado de necesidad.
El hombre y otros animales
El nativo/a, que es una figura limpia y con tendencia a la curva, es sorprendentemente amable y discreto, con una rara condescendencia a la cortesía. Habla quedo y, según mi experiencia, siempre atento a escuchar, a propiciar el trato. La mujer puede ceder el paso, y lo hace por educación y dignidad, algo que se manifiesta como una autoridad asumida. Es como si la pobreza les hubiese llevado más a la concordia que al litigio.
Hágase el viajero sin embargo (cabe la advertencia) al curioseo de los gatos. Aparecen en cualquier momento y en cualquier rincón –uno de los primeros, lánguido y serio, lo fotografíe entre los añejos muros de la vieja capital, Mdina; el último entre unos matorrales en la playa de Mellieha-, y siempre bajo su mejor marchamo ancestral: serenos, observadores (¿ocultando su astucia?), mohosos de movimientos, de gesto apacible y delicado diseño, de tacto suave… Los perros son menos visibles, más discretos, hechos ya al ronzal de su amo y la costumbre urbana.
Los pájaros apenas son perceptibles en el aire –incluso las gaviotas-, o por su canto, excepción hecha de los eternos gorriones. Una familia de ellos me despertaba puntualmente cada mañana mientras elaboraban la agenda del día, y ya es un hecho común verles picando los restos de la hostelería en las terrazas, allí donde acuden también las palomas de empedrado.
La fe y la conciencia defensiva
¿Será que la soledad de la isla engendra temor ante la magna extensión del mar, ante lo lejano y no identificado? Lo cierto es que una larga historia de ataques marinos sí justifica esa prudencia, lo que ha venido a poner en valor su independencia e individualidad, rasgos que siguen siendo distintivos de su carácter.
Por espíritu de conservación, por un ejercicio de autoconciencia o por pura deducción ante la dura realidad, diríase que uno de los signos distintivos de Malta es la expresividad de sus defensas. Así, al margen de la defensa natural, de muro, que constituyen los acantilados caídos a pico y que jalonan buena parte de las islas en su condición de plataforma natural, acceder, hoy, a Valletta es como hacerlo al fortín más celosamente guardado. Sobre los acantilados, los muros complementarios de piedra; y aún dentro de este recinto amurallado, otro fuerte interior con escasos vanos de luz, a los que habría de añadirse los altos muros de tantos edificios, todo para ratificar esa sensación de prevención intrínseca a su geografía (En los espacios abiertos lo que aparecen son las garbosas torres vigía, a veces acastilladas, ubicadas en lugares estratégicos por toda la isla; la de Santa Agatha, de color rojizo, algo debe a la presencia allí de los españoles).
Siendo u
n bien preciado por su condición estratégica, allí se ubicaron diferentes colonizadores a lo largo de la Historia (lo reflejan simbólicamente, en sus puntas, las astas de su ingrávida bandera) donde la Orden de san Juan y sus Caballeros sólo fue un ejemplo de invitado necesario. Hoy son muchos los santos venerados –es un pueblo enraizadamente religioso-, algo que se pone bien de manifiesto en sus grandes iglesias cupulares, en los iconos que adornan los cruces de sus tariq o calles, en las limpias fachadas de sus casas- pero es el náufrago san Pablo el que goza de mayor fe popular.
La historia como definición. La actitud.
Esta gente familiarmente sencilla puede, sin duda, presumir de uno de los legados culturales más ricos del Mediterráneo. (Aquí el narrador habrá de expresar su cura de humildad en la medida en que hubo de rectificar-actualizar su heredada formación académica) Y este legado, en su fuero interno me temo que los nativos lo toman como una parte sustancial de su paisaje, un atributo más. De ahí que esa sobriedad en el gesto, ese cuidado en el uso del lenguaje (ellos practican uno, mezcla de italiano-inglés-árabe tan ilegible como de hermosa caligrafía) y la generosa disponibilidad de su atención al extraño es probable que estén sustentados en una cultura que ha levantado (o labrado bajo tierra, como ese templo de ciclópea armonía que es el hipogeo de Al Fasili) una cultura muy pensada, equilibrada; siempre cerca del mar como escenario, como paisaje y a la vez como vía de comunicación e influencias.
Ya estaban ahí, antes que muchas otras culturas vecinas, los monumentos megalíticos cuya consistencia grandiosa convive en un respetado silencio con su minuciosa y delicada decoración –la curva reiterada, la figura esculpida de animales, ese a modo de puntillismo casi infantil- y, como delicia a la vista y los sentidos, esas figuras –grandes, de piedra, o muy pequeñas, de terracota- que constituyen un repertorio iconográfico de una gran capacidad simbólica y a la vez de una entrañable dulzura y proximidad humanas. Pocas cosas más hermosas he visto que esa figura de la mujer dormida que la isla tiene como un símbolo identificativos propio. ¿Qué la retiene tendida, plegada sobre sí, tranquila: el sueño o el ensueño?
Amar un horizonte es insularidad, ha escrito Walcott, ese poeta de los espacios del mar. Aquí la isla es, o parece ser, el medio, y, aún más, el destino. Yo he percibido en el isleño de Malta una actitud de aceptación: su papel está en el discreto protagonismo de cada día, el de una subsistencia sobria con un gesto inequívoco de elegancia intrínseca, de generosidad (La mujer, incluso las más jóvenes, tienen en la expresión un raro mohín de timidez y dulzura) Recuérdese: ‘Solo aquellos capaces de leer el lenguaje del viento son capaces de avanzar el conocimiento’; el de sí propio.
Aceptar el destino es una forma delicada, ascética, de cultura. Y aquí la dominante parece ser la aceptación de este paisaje casi desnudo, paulatinamente desconchado –en la costa o en sus edificios- por el tiempo. (Ojalá el turismo más agresivo dañando sus costas y alterando las costumbres no perduren).
Pero concluyo y la isla permanece: ‘la existencia misma no es un bien, sino sólo una oportunidad’, como ha dicho el filósofo. Tal vez el desleirse de la isla ha aminorado su destino. Por fortuna todavía permanece la sorpresa de las islas – ahí está ese nombre, Gozo, homónimo de la isla de mayor verdor y capacidad ilusoria si queremos entender que el contenido está en la palabra- y lo que importa es la impronta de su ser, de su envejecimiento paulatino, de su condición de fortaleza asumida, de su educada consideración a los nimios detalles del día.
El Mediterráneo –Africa a un lado, Sicilia la desposada al otro- es un ser. Una personalidad latente que toda curiosidad inteligente no debe ignorar. ¿Malta como seudónimo de miel, de refugio seguro? Al fin, Malta como realidad, a sabiendas de que, como ha escrito Calabrese: ‘hay una relación muy estrecha entre la naturaleza misma de la isla y la posibilidad de inventar una’.
Un día, paseando por el relamido empedrado del muelle de Marsaxlokk, el viejo pescador Abdul me resumió la historia: no olvides que ninguna ola se parece a otra, y que cada una tiene su belleza.
Lo sé: es la interiorizada danza del tiempo.