diciembre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / “Un cuento del grial”  

La construcción de la Torre de Babel

Leer La vida instrucciones de uso de Georges Perec es como visitar un desván, o la trastienda de un anticuario, donde estuvieran amontonados, sin orden ni concierto, muchos objetos diversos, congregados por el azar. Cada objeto, a su vez, remite a una historia, de tal forma que también las historias se arraciman en la novela, causando en el lector incomparable deleite.

Entre las más deliciosas historias que cuenta la novela está la del farmacéutico inglés James Sherwood, coleccionista de objetos únicos. «En la jerga de libreros, chamarileros y vendedores de curiosidades se llama unicum, como el nombre da a entender, todo objeto del que no existe más que un ejemplar», se nos aclara. Como ejemplo de unicum cita Perec el octabajo, instrumento musical tan grande que requiere, para ser tocado, la presencia de dos músicos: «uno encaramado en una escalera ocupándose de las cuerdas, y el otro en un simple taburete moviendo el arco». El que se conserva en el Museo de la Música de París tiene tres metros y medio de altura. Estrictamente hablando no es un unicum, ya que existen un puñado de octabajos en el mundo (no sé el número exacto, pero no llegarán a diez), algunos de reciente manufactura.

El unicum por excelencia es, claro, el Santo Grial, la copa usada por Jesús en la Última Cena, o bien aquella en que José de Arimatea recogió la sangre y el agua que brotaron de la herida del crucificado: depende de qué versión de la leyenda escojamos. Incluso se cuenta a veces que fue una misma copa ―doblemente misteriosa, doblemente sagrada― la que se empleó en ambas ocasiones.

El grial es una invención literaria maravillosa de Chrétien de Troyes, el gran autor medieval de literatura artúrica. Su búsqueda inicia un proceso de perfeccionamiento personal más importante que el objeto que se busca. Podríamos decir que el grial es lo que Hitchcock llamaba un «macguffin», un objeto cuya existencia material es mucho menos relevante que las acciones que desencadena. El grial nació, como recurso narrativo, en el extenso territorio de la imaginación. Sin embargo, eso no nos basta: queremos que lo soñado adquiera materialidad física, tangible y, sobre todo, atesorable. Son legión quienes han creído hallar el «verdadero» grial. En España hay al menos tres, y cada uno de ellos cuenta con eruditos «serios» que defienden su autenticidad: uno en Valencia, otro en León y un tercero en O Cebreiro (Lugo). Sus razones tendrán (y tienen) los expertos: son, principalmente, razones de las que van seguidas de varios ceros.

Pero volvamos a la novela de Perec y al coleccionista James Sherwood, quien es —muy hábilmente— puesto sobre la pista del «auténtico» grial (otro más) y convertido en víctima de una monumental estafa digna de películas como El golpe o Nueve reinas. Todo está dispuesto con artística sutileza: falsos expertos, falsos manuscritos, una trama cuidadosamente urdida para que el ricacho, cegado por su pasión por los unica, caiga en la trampa. ¿Cómo no receló, sin embargo, el estafado, si la historia resultaba, a pesar de la indudable habilidad de sus timadores, muy poco verosímil? En la novela se aventura una sugerente explicación: tal vez la víctima sí había descubierto el engaño, pero quiso prestarse a él, «hallando en aquel juego un derivativo para su melancolía más eficaz aún que si se hubiera tratado de un tesoro auténtico». No habría sido Sherwood tan ignorante ni simplón como da a entender su historia, sino un divertido y satisfecho espectador de la teatral puesta en escena. Habría jugado a creerse el descomunal embuste, como juega don Quijote a creerse que una bacía de barbero es el famoso yelmo de Mambrino. Solo que a Sherwood le salió más bien caro: pagó por su grial nada más y nada menos que un millón de dólares.

Algo de esto hay en toda estafa, al igual que algo de estafa hay en toda ficción… El falsificador es en el fondo un mago, capaz de satisfacer nuestros anhelos fabricando artefactos a la medida de nuestros sueños. Entre el estafador y el estafado puede llegar a establecerse una relación de beneficio mutuo que podríamos calificar de simbiótica: el último provee al primero de fondos, pero este, a su vez, lo abastece de ilusiones, tan necesarias para vivir. Mientras el embeleso dura, ambos son felices. Hasta que llega, para la víctima, el cruel desengaño, y el estafado, como el Coyote de los dibujos animados, descubre que ha estado caminando, tan ufano, por el aire…, y se desploma, claro.

Un asombroso caso real que tuvo lugar en Francia en el siglo XIX ilustra muy bien esta idea de la estafa como arreglo satisfactorio para ambas partes. La víctima fue un prestigioso matemático, Michel Chasles, considerado uno de los padres de la geometría moderna, miembro de innumerables academias y que llegaría a ser presidente de la Sociedad Matemática de Francia. El timador, un librero de escasa formación y deficiente ortografía, Denis Vrain-Lucas, pretendía ser el representante de un noble arruinado que deseaba convertir en francos contantes y sonantes su colección de documentos escritos por célebres personajes históricos. Ni que decir tiene que no existió nunca el tal aristócrata, y que era el propio Vrain-Lucas el que elaboraba las falsificaciones en su escritorio.

Chasles halló en él al proveedor perfecto. Era como si le leyese la mente: se anticipaba a sus deseos. Apenas el coleccionista insinuaba su anhelo de poseer una carta autógrafa de, pongamos por caso, Leonardo da Vinci, el timador le daba prontamente la buena nueva del inesperado hallazgo de un documento escrito, qué casualidad, por ese personaje.

La relación comercial entre los dos se prolongó durante siete años. Las falsificaciones de Vrain-Lucas eran cada vez más inverosímiles, pero ello no causó ninguna alarma a su cliente, quien adquirió de él, a buen precio, cartas escritas por Julio César y Cleopatra; por San Pedro y por María Magdalena; por Judas y por Poncio Pilato. De haber seguido la farsa, no es improbable que Vrain-Lucas hubiese terminado por hallar la carta de desahucio que Jehová les envió a Adán y Eva para que salieran sin tardar del Paraíso. Y, por supuesto, Chasles la habría comprado de inmediato.

Las falsificaciones abundan en anacronismos, incongruencias y faltas de ortografía, y lo más curioso es que todas ellas, independientemente de la nacionalidad del supuesto remitente, están escritas en francés. Un pintoresco detalle que no incomodó al comprador: no debió de pararse a pensar en lo sorprendente de que Cleopatra se expresara por escrito en una lengua que no existía en su época.

La estafa puede ser considerada una de las bellas artes con tanta o más razón que el asesinato. Hay timos planeados y ejecutados con tal maestría que provocan admiración y aplauso. No es el caso de Vrain-Lucas, cuyas falsificaciones son increíblemente chapuceras y pueriles. Sin duda no podrían engañar a nadie…, salvo a quien estuviera previamente decidido a dejarse engañar.

La estafa no se hubiera descubierto, y la satisfactoria relación comercial entre Chasles y Vrain-Lucas no hubiera concluido, si al buen matemático no se le hubiera ocurrido presentar en la Academia de Ciencias una de las cartas como prueba de que fue Pascal, y no Newton, el verdadero descubridor de la ley de gravitación universal. Cuestionada por sus colegas la autenticidad del documento, el profesor fue mostrando, para apoyar su tesis, más y más piezas de la supuesta correspondencia entre Pascal y Newton fabricada por su proveedor, hasta que fue de todo punto evidente la falsedad de todas ellas. Se descubrió el pastel, para público escarnio del eminente intelectual, que había desembolsado una fortuna. Aunque, más que el dinero gastado, lamentaría haber perdido su colección de maravillas. Hubo de ser feliz mientras la veía incrementarse, día a día, con piezas a cual más extraordinaria. Tan feliz como lo seríamos todos si un genio benéfico satisficiese todos nuestros deseos. Aunque fuese previo pago. Si el mundo no se hubiese entrometido, habría Chasles fallecido siendo el orgulloso poseedor de un tesoro inigualable. Ay: pero no.

Volvamos al otro feliz comprador de quimeras, James Sherwood, el farmacéutico incauto (o no) que pagó por el grial un millón de dólares, tal vez a sabiendas de que era falso. En la novela se apunta una explicación que arroja sobre su historia una luz muy distinta: «[…] Sherwood no sufría, por lo visto, lo más mínimo por haber desembolsado un millón de dólares, cosa que se explica tal vez por un suceso ocurrido dos años después del timo: la detención, en Argentina, en 1898, de una red de monederos falsos que intentaban hacer pasar una cantidad inmensa de billetes de veinte dólares».

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