La política tiene condición de palimpsesto, de asunto oculto que la realidad no exhibe a las claras, con intención, al modo en que suele cuando se preocupa en darnos el sol al izarlo la línea del horizonte del mar o un bosque sobre el que unos pájaros trenzan una coreografía. Se empecina la actualidad en borrar lo que aconteció o en reemplazarlo por un hecho recién ocurrido, pero apenas hay primicia en el desempeño de la política: lo que se obstinan en vendernos como novedad es repetición, bucle, obstinada mercancía que no se agotó entonces y regresa con galas nuevas, con la ilusión (bastarda a veces) de que es la primera vez que la vemos, con ese empeño en vendernos las razones de su utilidad y más tarde deshacer el hechizo, exhibir el engaño y formular otros engaños para que la pantomima no decaiga y el bazar continúe ofreciendo su stock de tragedias. No hay nada que no sepamos ya, a esta altura, con lo que hemos vivido, con lo que sabemos. Las elecciones (alguna se estará gestando ya en su apartado vientre) son un espectáculo zafio, un zoco de mercachifles que pregonan sus baratijas para que el desavisado pique y saque la taleguita de las monedas, un teatro de sombras en el que los que los administradores de la res publica se esmeran cuanto pueden, por convencer, por rasgar también la intimidad del que escucha y hacerse familiar y hasta cercano, como si trabajara para él y únicamente él fuese el destinatario de toda su entera existencia.
Viene esto a cuento de que no tengo el interés que antaño tuve, otras veces tan intenso, el de ver cómo se explican, el de ver con qué argumentos se justifican, en qué barros se meten, cómo engolosinan el aire enfangado, hacia dónde encaminan su discurso, si repiten las consignas con la misma inflexión de la voz o la cambian y la adaptan al público en esa representación impostada que es el mitin o son los debates televisivos, tan trabajados, tan de teatro, en donde unos descalifican a otros y en los que casi nunca se escucha algo que nos conmueva o que nos haga sentirnos parte de algo, no sé, como si de pronto simpatizáramos con uno de esos adeptos insobornables que en los actos de campaña enarbolan las banderitas y brincan y jalean al que se sube al estrado y repiten como hechizados las frases y los gestos.
Siempre me sedujo la escenografía, un poco a la americana, hecha de todas esas películas que me educaron y me hicieron ver de una determinada manera. Inciso: ahora allí están que ni pueden replicarse a ellos mismos y andan a la gresca, reescribiendo el discurso al fallecer el orador, que se airea en los medios, en esos minutos de gloria y de exceso que los partidos entresacan y entregan a las cadenas, para que se vea la parte interesada, la que suscitará más adhesiones (fin del inciso). Hay en todo esto una hostilidad que conviene al mensaje por ver quién aparta a otro, qué facción saca más la cabeza, conquista más, penetra más, corteja más al cliente en la comisión de la venta. Y hay también un modo organizado de zafarse de las acusaciones y de exhibir el perfil más limpio o más noble. Todo lo confían a las palabras, a su juego de prestidigitación y de malabarismo, de conejo que saca la cabeza o de conejo que ya estaba muerto dentro del sombrero. Luego todo se desvanece: una vez que concluye la contienda, se retiran los contrincantes, no salen a la calle, no se manifiestan con la fiereza que les vimos, se arrogan la propiedad de la finca, pareciera, en fin, que son otros, no los agasajados con la elocuencia que nos produjeron una epifanía, una especie de gozoso entendimiento y complicidad, otros diferentes a los que nos hicieron escoger su papelito e introducirlo con esperanza, al menos con esperanza, en la bendita (lo es, a pesar de todo) urna.
No entiende uno que no alteren o censuren su mensaje y el rendido después no coincida con el que lanzaron en la campaña precedente ni cumplan las promesas. No parecen darse cuenta —o lo perciben y les importa poco o nada— de que están en un bucle, en una espiral siniestra, si se quiere, en una de esas cápsulas de laboratorio en las que el ratón ya un poco circense se mueve hacia arriba y hacia abajo, repitiendo invariablemente un circuito que nosotros, desde el afuera razonable, consideramos absurdo, pero que adentro es un universo, uno que nuestra mente, que es de ratón también, no alcanzará a entender jamás. Será que tienen algo de tahúres enamorados de su manga los políticos, algo de maestro de ceremonias falso en el centro centelleante de la carpa o de flautista de Hamelín que, ciego, sordo, mudo, avanza y avanza y no mira atrás. Y sin embargo, ay, cuánto nuestro está en sus manos, qué hermosa vida sería si el desafecto deviniese otra cosa y anduviésemos juntos y la política regresase a su lugar preferente, retirada después no sabemos bien dónde, arrumbada con saña, convertida en otro objeto de consumo, en una mercancía, en una chanza de taberna, de farra repetida hasta que solo importa beber, no el sabor de lo bebido.
Quizá la palabra más hermosa que hayamos perdido sea confianza. No la hay o la hay de un modo protocolario, de escaso afecto por la veracidad, sin el eco de las palabras nobles. No es solo el desencanto de lo político, sino también una pereza por lo social. No cabe paradoja mayor: en el reino de lo viral, en la trama infinita de las redes sociales, en ese limbo falso y perfecto, cuando todo está a mano y la realidad es un código en una línea de texto, el hombre se banaliza, se expande como nunca, se escinde en hombres intercambiables, huecos, sin hondura, vaciados de contenido, huérfanos de la emoción y del asombro con la que se forjaron otras revoluciones culturales. La de hoy es viral, esto es, huidiza, áspera e informe. No es que la oferta supere a la demanda, en términos estrictamente comerciales, sino que no hay demanda. Todo es oferta, pero una oferta ligera, majestuosa en tramos, cómo no, pero espídica. Lo que estamos perdiendo y lo que probablemente no recuperemos es la construcción artesanal de la realidad, ese grado de confianza en lo que nos rodea. Todo es pasajero, todo es volátil, nada cuaja: no está en su naturaleza aposentarse, sino avanzar, no fijar una casa, no la hay, todo es camino, somos seres de lejanía, como dejó escrito, en otro sentido, Umbral. Tampoco sabemos qué nos deparará el futuro, por más que tengamos noticias fiables, previsiones. Será más hueco que el presente, tendrá menos volumen y más extensión. Llegará a todas partes, pero no hará cuartel en ninguna. Las tradiciones, las que uno comparte y las que no, se irán, tienen su fecha de caducidad escrita al dorso, las arrumbó la fibra óptica, el tendido vastísimo de logaritmos y de nubes. También estaremos más solos. Cuando seamos más, menos gente tendremos a la vera, aunque podamos saber más de lo que hacen los otros, dónde están o qué aspecto tienen. Lo que no tendremos es el calor, esa sensación humanísima de proximidad y de afectos. A eso acabaremos renunciando vía WhatsApp y otros artefactos de (paradójicamente) incomunicación masiva. Todo lo fiamos a ellos, en ellos depositamos la continuación de las amistades, prescindiendo de la voz, guardiana de los abrazos. No hay abrazos, los estamos perdiendo, igual que la confianza. Nadie se libra, todos estamos abonados a ese protocolo muy útil en ocasiones y lesivo y maligno en otras. Somos una especie de fantasmas que circulan por realidades alternativas, que se entrecruzan de cuando en cuando y milagrosamente se rozan en otras. Fantasmas encantados de nuestra flamante condición espectral, seres de luz venida a menos, tristes sombras.