
Tiene felón en su breve acuñación fonética un fajado aire de cosa contundente, capaz de disminuir la misma semántica de la palabra, que podría haber sido requerida para otro propósito más noble. Es felón el que omite o descuida la fidelidad a quien le encomienda un proceder y con artero afán le desobedece y contraviene el proceder recto y la leal confianza. Extraer del vocablo únicamente la cita de la traición o, más inclinado a su acepción en inglés, la criminal, la de quien comete un delito, es reducir su amplio campo de influencia.
Felices felones hay por doquier: obran sin miramientos, pervierten el empeño que se les dio y, finalmente, prosperan en el mal y sacan de él cuantioso rédito. Se ven felones a espuertas, hasta airean su condición a poco que se les deja. No se arredran cuando se exhibe su falta; algunos, de más arrojo en su convicción de conjurados a su bastarda empresa, pulen el oficio, cuidan la retórica en las justificaciones, en las ruedas de prensa, en la intimidad, cuando ya están con los suyos. Diría uno que han pensado en la bondad de sus actos y han dado con las palabras pertinentes, las de la convicción.
Dicen y se desdicen los felones, qué más les dará: maquinan y se retraen; actúan de incendiarios y más tarde de bomberos: he ahí la voluble materia del felón. No tienen ni conciencia de su delirio o de su extravío. Ofrecen una imagen nítida, pero en realidad esa imagen fluctúa, da borroso el trazo, se corrompe. También hay felones que ignoran su naturaleza y medran con ignorante eficacia. Es el felón accidental, no versado todavía en artimañas ni en coartadas morales o estéticas. Se curte o lo curten más tarde. Aprende de los más avezados, gente ya hecha a la mezquindad o al juego sucio o a las malas artes. Es la mala fe la que los conmina a que perseveren. Porque tienen algún complejo que los reconcome y ven en la felonía un modo de compensar todas sus miserias y flaquezas.
Se ven por doquier los felones, ya se ha dicho. Son versátiles, tienen raigambre en la comunidad, están a mano, a poco que se aguce el oído. Puedes percibir su hedor sibilino, puedes reconocer sus trazas infames. No se cohíben, las más de las veces, pero los hay taimados, que fabrican su indignidad con severos ejercicios de simulación. Pueden llegar a ser próceres de la comunidad, vivos adalides de la armonía vecinal, pero en cuanto tienen ocasión, si son favorables las circunstancias, maquinan infamias, urden tropelías. Cuenta la deslealtad, la posibilidad de que alguien (podrán ser muchos) se duelan por algo que ellos hayan hecho.

Desleales hemos sido todos alguna vez, pienso ahora. Adrede o sin propósito, descuidadamente. Traidores aposta o a ciegas, novicios, inocentes casi. Desleales a nosotros mismos, por qué no. Se levanta uno con un motivo noble, qué sé yo, ayudar al prójimo, dar los buenos días con entusiasmo, escuchar con atención a quien nos habla, y desoye esos avisos. Cuántas veces suceden esas cosas y con qué débiles tentaciones sucumbimos al mal. Cae uno con nada que se le tiente. Ni tentación se precisa. La frágil voluntad acude y se retira. Vence el felón, su querencia a dejarse engolosinar por lo retorcido, por lo ruin, por lo falso. Ayer pensé en ellos, en los felones, en sus comparecencias públicas. Trajeados, bien afeitados, con papeles a mano o duchos en improvisar, amigos de las cámaras y de los micrófonos, bien instruidos en el arte de la convicción. Los de más regio desempeño acaban creyéndose su propia maldad.
El mundo es mi representación del mundo, escribió Arthur Schopenhauer. Todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío. Esa frase me la dijo alguien, que la habría escuchado de alguien y así ad infinitum. No se sabe de dónde provienen esas ocurrencias tan elocuentes. Lo que sí sabemos es que estamos rodeados de salvajes y que la jungla está por todas partes. Vuelvo a Borges, siempre lo hago, aunque no tengo conciencia de ese regreso. Los hunos llegaron a caballo y arrasaron el jardín, profanaron los cálices y las aras, algo así era. Quemaron los libros oscuros, los que no entendían. Temían que las palabras «encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro». Algún libro perduraría entre las llamas, observa Borges. Valdría uno sobre Platón en el que se narra que el maestro creía firmemente en que todas las cosas acaban siempre volviendo y que todo lo que ha ocurrido volvería a ocurrir. Que los felones no se retiran nunca, que porfían y se esmeran en ocultar o en airear su depravada costumbre de hacer daño. Lo más penoso es que se erijan en administradores, en conductores de la moral, en chamanes de la tribu, y, absurdamente, el párvulo electorado aplauda su pantomima, ese ejercicio de falsedad y enorme megalomanía.