octubre de 2024 - VIII Año

EL ECO Y SU SOMBRA / “Nombrar la luz”

Fotografía de Marina Sogo

En los mapas del sueño, la tierra glauca puede devenir gris y el mar combarse como un tallo azul al que abata el viento. Toda esa elocuencia de lo inasible nos conmina a que dudemos de la luz y le confiramos la misma sustancia que obra en los sueños. Habrá dentro un libro que se haya ido espigando a lo largo de los años. Tendrá un vuelo de páginas que nos pertenece al modo en que la vigilia, pero todo es ilusorio, no hay nada a lo que podamos aferrarnos. Se desvanece lo frágil en lo frágil, lo arcano en lo arcano. La trama es ajena, aunque la manuscriba nuestro corazón más sincero. Es de no pertenecer a nadie la trama, de antojadizamente arrimarse a quien le place. Es así la imaginación, también la literatura. Basta desear algo para que suceda. Las palabras contienen una realidad que rivaliza con la realidad misma. Hay veces en que uno desea que haya tormenta o que llueva o que el cielo cobre un apresto duro como de cobre y no se precisa que esas manifestaciones físicas nos halaguen con su presencia. No siempre ese afán prospera. Puede malograrse sin que se tenga conocimiento de la causa. Por mucho que uno aplique el oficio aprendido, ninguna de esas apetencias estéticas o espirituales irrumpe, pero cuando lo hacen… Ay, qué festejo más dulce, qué arrobo sin fatiga. Podemos restituir el recuerdo de la tormenta o de la lluvia o la imagen rojiza del cielo y oír los truenos, oler el agua al cortejar la tierra o apreciar la loca danza de las nubes en su residencia de aire.

No habiendo tormenta, ayer la hubo en mi cabeza. Era real como ahora lo es el tacto de las teclas en la yema de mis dedos. Me gustan las tormentas. Siempre me fascinaron. Sin embargo, por más que ambicioné que durara, la fabulada ayer pasó de largo con prisa. No pude retenerla. La reemplazó el agua con la que las nubes aliviaron mi fracaso. Prorrumpió con más fiereza de lo que mi maquinación esperaba, sin hacer temer uno de esos diluvios que con frecuencia suceden; otras, las más, con recia mansedumbre, acrecentando cierta sensación de trajín mecánico, como si la lluvia supiese qué hacer y se esmerase en ese cometido. Hay paisajes que poseen vida propia, invitan a pensar que se exhiben de una forma u otra a capricho de su voluntad, un poco vanidosamente. Nunca son iguales, no se repiten, ni se llaman. Tenemos en ocasiones la facultad de percibir ese milagro. Miramos con tanta obediencia que no alcanzamos a ver por debajo. Hay un palimpsesto infinito. Debajo de cada capa hay otra y ninguna tentativa de que se clausure esa danza endogámica medra. Miramos sin determinación ni arrojo. Hay paisajes que aturden. No porque sean el colmo de la belleza y animosamente se impregnen en uno y lo turben, sino porque nunca son los mismos. Puedes verlos a diario, creer haber encontrado su esencia, conocer el modo en que se consolida en el aire su arquitectura, pero no hay un procedimiento fiable para que esa certeza cunda y al día siguiente lo que viste siga conmoviéndote con el mismo desempeño.

Son sencillos esos paisajes, no tienen más alcance del previsto, ni siquiera perduran en la memoria una vez que se han abandonado. Aparece, al mirarlos, la sensación de que no volveremos a verlos y, al tiempo, la de que tal vez algo maravilloso se nos escapa. Todo frágil, todo de una evanescencia intimidatoria. Es esa condición de lo etéreo la que nos marca, la dolorosa percepción de que hay una recompensa y no la vemos o de que la dicha anda agazapada entre los árboles o en el ángulo que deja entrever la persistencia de la luz de la farola entre las ramas o en las macetas que ocupan el balcón de tu dormitorio. Queda el consuelo verbal, la insistencia del fuego de las palabras. Se acoge uno a contar lo que no ha podido guardar para que se produzca otro milagro, el de la poesía, que no siempre está a mano, por más que uno trate de recabarla, de hacerla íntima, de convocar su aliento. Pesamos las palabras, les concedemos la entera responsabilidad de que cuenten de nosotros lo que seamos, damos fortuitamente con las más favorables, pero no podemos decir con plenitud aire únicamente pronunciando la palabra aire. Ni podemos invocar a la flor tan solo escribiendo la palabra flor. Mirar conmociona. Decir no alivia ni aclara. No es que haya verdad o mentira en lo mirado: lo que hay es vida. Bajo la advocación de la luz, en su regazo, ocupados en merecerla, pasan los días. Después de hacer la fotografía cayó con suavidad la noche. La tormenta fue ilusoria, y la lluvia. Se hizo completa la oscuridad muy poco después.  Ella, a pesar de las pequeñas farolas de mi calle, lo zanjó todo. Fue como si el mundo se echase a dormir y soñara. Quizá haga eso.

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