julio de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / ‘Pedigüeñerías’

Fotografía de Marina Sogo

La i con su punto coronada, la requeridora diéresis, la castiza virgulilla y la enfática tilde rara vez comparecen juntas en una palabra. Ayer las vi en «pedigüeñería» y caí en la cuenta de la paradoja que exhibe al ser la menos pedigüeña de todas ellas. Compendia ese sustantivo la riqueza de nuestro boscoso idioma, su esplendor ortotipográfico, al menos. Y, ya puesto uno a pensar en el verbo que la crea, más por entretener la cabeza que por resolver algo de importancia, pensé también en si yo soy de pedir o de dar. Convine, sin excesiva certeza, en que me agrada más dar. El hecho de escribir lo corrobora. El escritor es un dadivoso. Agrego que, en mi caso, empedernido. Diríase enfermedad lo que posiblemente me haga no pasar un día sin sentir el temblor blanco, ese instante en que te conminas a poner una palabra detrás de otra con novicio entusiasmo. El acto de dar en ese ciego teatro requiere un lector, que vendría a ser un pedigüeño al que de pronto se le pone una moneda en la mano. Cuenta quien la deposite con que la generosidad sea baldía y la moneda no colme las expectativas del improvisado solicitante. Con que ni siquiera él mismo confía en que algo bueno o hermoso o noble suceda al cumplirse la lectura.

Se urge el ánimo a pedir cuando apremia la necesidad o el capricho, tan obstinado, aprieta. Se pide por tener o por saber y también por comprobar que se nos ha escuchado y consentido la concesión de nuestro deseo.

El pedigüeño puede hasta desconocer su condición y proceder con desparpajo inocente al requerir de los otros algo de lo que carece. Se envenena la petición cuando hay súplica, ruego, mendicidad.

Hay pobres solemnes que piden antes de abrir la boca, pero pobres somos todos. Lo somos con arrobo y orgullo a veces. Se pide para que la esperanza comparezca y haga su trabajo de futuro. Se pide por saber si merecemos lo que quiera que anhelamos. La entera historia de la humanidad se ha venido construyendo alrededor del dar y del pedir; y, cuando se ha estropeado ese canje feliz (yo pido, tú me das, luego lo hacemos al revés), la historia se ha emborronado, ha adquirido la sustancia de la tragedia, el sucio eco de la sangre ocupada en teñir de rojo la desavisada tierra.

Escribir queda en una especie de pedigüeñería. Hablar es escribir en el aire. Escribimos para que se nos lea. Hablamos para que se nos escuche. Cualquier otra consideración, la que se discurra, alguna que oportunamente permita contrariar la aquí aportada, no dejará de ser una extensión discursiva, convocada para disuadir al silencio, que es un temblor blanco también y nos hiere si se empeña. Yo mismo, al dar hoy este texto, imploro (está bien usado el verbo), la aquiescencia del buen lector, su gratitud lejana, aunque esté uno acostumbrado a no saber los alcances de sus desvelos y se conforme con ser hospitalario consigo mismo y hacer que dar y recibir sea un ejercicio privado.

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