octubre de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / Una historia de amor imposible

Fotografía de Marina Sogo

Ella, Nan, es la hermana de Grant, el pintor. Él, Byron, su dentista. No sabemos quién hizo la foto. A alguien se le ocurriría. Los modelos aceptarían por segunda vez. No serían de nuevo hermana y dentista de pintor, sino granjeros de la América profunda (habrá cien, a cual más hundida todavía), la tierra fracasada de todas esas promesas bíblicas de prosperidad y salvífica fe en el hombre y en los dones de la tierra. De ellos quedan esas dos representaciones conjeturales. Grant quiso que ella pasara por hija. También que él diera cierta impresión de impericia social. Como si no hubiera posibilidad de que su cara regresara al consenso de los justos y de los mansos y toda ella se perdiera en reclamaciones y divergencias. A Nan no le debe importar que el tipo severo, la representación cabal de la autoridad, la escolte a la eternidad. Ella tiene lo suyo. Parece que le deben algo y espera el abono. No sabremos nunca si la pareja se siguió viendo tras las sesiones en el estudio de Grant. Si uno resolvería la incertidumbre del otro y los dos pasearían las avenidas de Cedar Rapids, Iowa, cogidos de la mano, como hace un padre con su hija, saludando a los convecinos, apreciando el canto de las alondras al desafiar la perseverancia de los años. Grant, el pintor, quiso plasmar y dio a Byron, el dentista, la herramienta del trabajo duro en el campo, quiso cuadrar en Nan los dones del hogar, sin que ninguno de ellos precisase un instrumento sobre el que delatar el oficio que se le eligió, no sabemos si con su aquiescencia. Que parezca un lienzo flamenco, dijo Grant. Que parezca un Van Eyck, añadió. Que Grant y Nan sean mis Arnolfinis, concluyó. No importa que hayan pasado quinientos años entre una pintura y otra. Lo que pudiera importar es la observación misma del cuadro dentro de la fotografía y la posibilidad de que todo sea un juego en el que el fotógrafo desea perturbar a quien mira de modo que no sepa (nunca se sabe, por otro lado) qué se nos está contando, si la pareja (la hermana y el dentista o la hija y el padre, esto último entra en la bendita especulación) dejaran a sus respectivas parejas y exhibieran su amor por las calles deprimidas de la Iowa de los años treinta, entrando en los cafés, mirándose con candor y arrobo, sin temer que alguien les sancionara el amor. No le da a usted vergüenza, caballero. Le saca treinta años, ni podrá ver crecer a sus hijos, si Dios consiente que los tenga. Eso les dirán, esa será la canción de las vecinas chafarderas. Pero ellos saldrán al porche de la casa con la ventana ojival que vio Grant, ya el cuñadísimo, y beberán limonada en las noches de verano mientras los coches hacen sonar sus cláxones reprobatoriamente. Él se pondrá su mono bien abotonado y lo cubrirá con esa chaqueta sobre la que las penurias del campo han escrito su verso más triste. Los tres gajos de la horca tendrán todavía restos de heno o de paja. Ella cogerá del cajón un camafeo y atirantará su pelo hasta que le duela la cara y el corazón se encoja como una muñeca de trapo a la que se aprieta mucho, pero acabarán la limonada, se acostarán con pulcritud gótica y verán por la ventana ojival un puñado de estrellas en danza ebria. Él se levantará primero al día siguiente, tiene un dormir flaco, andará despacio, por la edad, por el cansancio, procurará no hacer ruido, nunca lo hace, bajará a la cocina y le preparará a ella un café bien negro. No se contarán nada, no precisan que las palabras intervengan, ninguna hilada a otra y a otra hará que el café bien negro sepa mejor o que las estrellas no comparezcan de noche y puedan verlas por la ventana ojival. Algún día les visitará Grant, el pintor, el hermano, el cuñado. Qué bien os veo, dirá. Tengo que llevaros al mar para que vuestro amor sea eterno.

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