agosto de 2025

LAS CARTAS DE ELIBERIA / María de Maeztu (1881-1948)                

Mi querida maestra:

En aquel Madrid de primavera, con abrigo y sombrero, a la usanza de la época, como tú, en mayo, cuando ya llevábamos treinta y dos años de este siglo XX y sin recordar mi edad, me decidí a pasear por las horas de la tarde, entre las sombras de aquel entorno emblemático, para buscarte.

¿Cómo no conocer a María de Maeztu?

Una señora que paseaba por allí, cuando le pregunté por ti, me dijo que sabía quién eras. Se llamaba Isabel Oyarzábal, además de actriz era la vicesecretaria de la Residencia. A ti te reconocería por la gorra de guerrillera que llevabas siempre, a pesar de la situación política complicada, porque el miedo no era amigo tuyo. Isabel Oyarzábal en aquel momento necesitaba hablar.

Lo hizo profusamente de una escritora llamada Lucila de María Godoy Alcayaga, y de la cena de homenaje que el PEN Club de Madrid le había ofrecido el 16 de diciembre de 1924 a aquella escritora chilena, en el célebre Lhardy, a la que ella naturalmente había asistido.

Pero de eso habían pasado ya ocho años y yo venía a buscarte a ti, a María de Maeztu y Whitney, aprovechando la conferencia que ofrecía Miguel de Unamuno aquella tarde del seis de mayo de 1932 sobre “Estampas poéticas de España”.

Cuando nos presentó, antes de empezar la conferencia, yo que llevaba en mi bolso tu segundo libro, “Ternura”, subtitulado “Canciones de niño”, que había editado la editorial Calleja, quería que me lo dedicaras.

Al principio no me atreví a pedírtelo. Estaba ante una mujer de bandera. Enseguida sentí esa elegancia interior que pugnaba por salir a través de todos tus gestos. Me quedé extasiada, tanto que no acerté a pronunciar palabra alguna.

Nuestros ojos fueron más inteligentes porque alcanzaron cierto grado de complicidad, lo que nos permitió al cabo de unos minutos iniciar un diálogo que al principio no fue demasiado espontáneo. Recelabas porque hacía solo un año que se había proclamado la Segunda República y, apoyada por tu hermano Ramiro, habías aceptado ser miembro de la Asamblea Nacional en la sección dedicada a la educación; pero a mí eso no me importaba en absoluto.

Yo tenía más interés en tu historia que en Gabriela Mistral y su estancia en la Residencia en el año 1918. Su paso ya estaba archivado entre todos mis recuerdos.

Me interesaban tu camino y tus metas. Por eso en cuanto pude, desvié la conversación hacia el pasado reciente de Cuba, y tú te preguntabas en silencio por qué yo tenía tanto interés en tu pasado.

Rompiste a hablar plácidamente. A veces una se desahoga mejor con los desconocidos. Así supe que Manuel de Maeztu Rodríguez, tu padre, además de ingeniero era hijo del último vicegobernador de Cuba, se había traído una buena fortuna y conoció a tu madre Juana Whitney y Donè en París cuando solo tenía diez y seis años. Tú me hacías disfrutar e imaginarme la situación, enumerando tus recuerdos con un gran lujo de detalles. Nunca se casaron. Primero Bilbao y la “Academia Anglofrancesa”, según te había contado tu madre. Debió ser duro a tus doce años no volver a ver a tu padre. Se fue a Cuba, nunca regresó, y os cambió la vida. Terminaste el bachiller en el Instituto de Vitoria en 1907 y en cuatro años conseguiste graduarte como maestra en la Escuela Normal de Magisterio de Vitoria. Pasan los días y te matriculas en la Universidad de Salamanca y es allí donde conoces a Don Miguel de Unamuno y terminas los estudios de licenciatura en Filosofía y Letras en Madrid. Tienes veintisiete años. Está claro que lo tuyo es el estudio.

Se había corrido la voz y aquel memorable viernes uno de octubre de 1915 llegamos todas a la calle Fortuny número treinta, con el pelo corto, la falda también corta y sin sombrero: Juana Moreno, María Comas Camps, Carmen Castilla, Carmen Isern, María García Escalera, Victoria Kent, Cecilia García de Cosa. Cuando se abrieron por primera vez las puertas de lo que tu llamabas la Residencia de Señoritas, tu obra, ubicada en la casa de las siete chimeneas, los chicos nos recibieron con un gran aplauso: Picasso, Dalí, García Lorca, Machado, Buñuel, Cernuda, Giner de los Ríos…

Cuando llegué a la Plaza del Rey estaba a rebosar ya de mañana. A la llamada de Zenobia habían acudido todas las damas de la alta sociedad. En los aledaños de la plaza se iban deteniendo lujosos coches de todos los modelos. La elegancia de los trajes y la fragancia de los perfumes ocultaban los adoquines. Aquella acumulación de sombreros no dejaba ver el sol. No tardé en distinguir tu sombrero entre la muchedumbre.  Estabas saludando a una señora. Me dijiste que era Elena Fortún. No la conocía. Te hablaba de Františka Plamínková, una conocida activista checa que podríamos traer más adelante al Lyceum. Pensé que fantaseaba sin saber que pocos días después, en la tarde del viernes 21 de enero de 1927, Victoria Kent la presentaría con un caluroso saludo y agradecimiento por parte del Lyceum por aceptar la invitación, para explicar sus teorías sobre el voto de la mujer. Recuerdo que nos interrumpió Dalí, preguntándome por Maruja Mallo.

Y se fue acabando mayo. Acababan de bajarse de sus coches negros, grandes, relucientes. Parecían competir en elegancia la Condesa de San Luis y la Condesa de Pastrana, las dos acompañadas por sus maridos ya que no se nos permitía venir solas por ser mujeres. “Por la mujer entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte” —¿quién habría inventado esta frase que tenía tanto poder?—. Ni siquiera te dejaban ir sola a la lectura del discurso de ingreso de tu hermano, en la Real Academia de la Lengua Española, titulado “La brevedad de la vida en nuestra poesía lírica”. Tuviste que ir acompañada por Azorín y Pio Baroja, y con sus mujeres. Yo, que no sabía que tu hermano se metiese en los berenjenales poéticos, había llegado con Maruja Mallo y Pablo Picasso. A la salida le pedí que me dedicase uno de los ejemplares de su libro.

Hoy he vuelto sola a aquel paraje y he escrito despacio en mi diario, con tinta temblorosa y letra negra, las palabras de tu hermano Ramiro, asesinado, después de poner la fecha rota, 29 de octubre de 1936, allí en la tapia del cementerio de Aravaca, pisando con fuerza desmedida y rabia aquel rollo de alambre de espino, que me encontré en la cuneta de esa carretera muerta.

En esta última hoja de papel han quedado las manchas de mis lágrimas, dejando perpetuo tu recuerdo.

Lo siento, María, no puedo más. Recibe mi abrazo como siempre, porque desde hace una eternidad me sabes tuya.
Eliberia de Santiago

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