octubre de 2025

LAS CARTAS DE ELIBERIA / Rosa Spottorno Topete (1884-1980)

Querida Rosa:

No sé cómo he de tratarte, con independencia del protocolo, cómo dirigirme a la hija de Don Juan Spottorno Bienert, Ministro Togado del Cuerpo Jurídico de la Armada e hijo a su vez de Don Bartolomé Spottorno y de María, alcalde en varias ocasiones de Cartagena y reconocido empresario; a la cuñada del fiscal general de la República, Don Eduardo Ortega y Gasset;  o a la esposa del  más grande pensador de nuestro siglo.

Me dijeron cuando pregunté por tu boda que había sido el sábado, 7 de abril de 1910. Yo aún no te conocía, si no seguro que habría estado presente.

Ignoro los detalles y nadie mejor que tú para satisfacer una curiosidad que desde hace tiempo me corroe. ¿Fue en la Casa de las Flores?

Siendo tu prometido un pensador cuanto menos agnóstico no podía ser de otra manera: debía romper con todos los formalismos de la iglesia católica en la que habíais sido educados.

Según cuentan algunos, a los que no doy demasiado crédito, la ceremonia, íntima y breve, estuvo cargada de simbolismo.

Me hubiese gustado estrechar la mano de tu padre, Don Juan Spottorno Bienert; mirar a los ojos a tu madre, Doña Josefina Topete Cavaillón; y contemplar el rostro de tu abuelo, el contraalmirante, pero no pudo ser. El Excelentísimo Señor Don Ramón Topete y Fuentes os había dejado mucho tiempo atrás, si bien por su nieta favorita por supuesto hubiese ido vestido de riguroso uniforme de gala.

Aunque era tan distinto del filósofo estoy segura de que habrían llegado a entenderse. Los que asistieron recordaban tu sonrisa camino del altar: decían que tus ojos brillaban más que tus joyas. Tu novio esperaba impaciente. Su mirada lo expresaba todo.  En aquellos momentos en su mente no cabría ninguna idea filosófica.

Al concluir la ceremonia, vosotros con los invitados, acudisteis al jardín, pero eso no me lo contó Concha Lizárraga Ezenarro (ella sí tuvo la suerte de estar presente), sino que fue otro que quería acercarse a los círculos sociales más influyentes, donde os esperaba un banquete con la más alta cocina de la época, y los brindis.

Tu padre y tu marido esperarían el brindis de Miguel de Unamuno, que solemnemente se habría levantado y pronunciaría estas palabras: “José y Rosa son la prueba de que arte y vida son solo uno, un solo ser que se retroalimenta. ¡Por los novios!”.

Y se levantarían todas las copas. Pero seguí preguntando. Otros me dijeron que había sido en la parroquia de San Jerónimo el Real. Eso era más adecuado para ti, al menos desde mi punto de vista. Allí estarías acogida por la música del majestuoso órgano construido por el organero Ricardo Rodríguez, que en 1906 —con motivo de la boda del rey Alfonso XIII con Doña Victoria Eugenia Julia Ena de Battemberg, celebrada el 31 de mayo de ese año— se escuchó en esa misma iglesia. El órgano solo tenía cuatro años. Y sigo con la duda. ¿Dónde se celebró? Solo tú puedes aliviar mi curiosidad.

Me acordé de Adela Gómez, la esposa de tu cuñado Eduardo, y se lo pregunté directamente.  Ella me lo confirmó sin lugar a dudas.

Tu abuelo Ramón, había vivido en la Plaza de Colón número 3. Era un piso enorme, que heredó tu madre y en el que yo había estado varias veces. Por su cargo tenía derecho a capilla privada. Y allí se celebró la ceremonia, a la que asistieron las dos familias y algunos amigos íntimos. Luego vinieron tus hijos, Miguel, Soledad y José, pero solo pude asistir al bautizo de Soledad.

No hace demasiado tiempo que nos conocemos, por eso tal vez la confianza entre nosotras debería incrementarse, aunque yo sé de tu vida más que tú de la mía, porque yo procuro, y esto no es un secreto, mantener mi intimidad a buen recaudo. ¿Podrás perdonarme estas reservas alguna vez?

Ahora permíteme que dé un salto hacia atrás en el tiempo. Nos conocimos hace unos años, en el acto de inauguración del Lyceum Club Femenino, aquel jueves, 4 de noviembre de 1926. Nos presentó la hermana de Pío Baroja, Carmen Baroja y Nessi, en la Casa de las Siete Chimeneas. Allí estaban también María Martos,  Zenobia Camprubí y Amalia Galárraga.

En otra ocasión, nos había citado José Ortega y Gasset, en el número 10 de la calle de la Princesa, donde tenía su sede la revista, para hablarnos del número 175, en el que tenía pensado publicar poemas de Pedro Salinas. Nos conocía bien, sabía de nuestras ideas, porque acudíamos todas en bloque y sin sombrero a sus conferencias. Yo lo recuerdo como si fuese hoy. Corría abril de 1936.

Me gustaba coger aquel tranvía de la línea 46, que iba de Cibeles a Moncloa, de los llamados “canarios”, por su color amarillo. Princesa 10, allí una luz dorada y melancólica iba envolviendo la tarde. A la vez que yo me bajaba en la parada cercana al número 10 llegaba un lujoso Mercedes Benz modelo 500-K, gris.

El chófer, de riguroso uniforme, abrió la puerta de atrás ayudando a descender a dos mujeres: una era Maruja Mallo, pero a la otra no la conocía. Todas las miradas se concentraron en la desconocida. Detrás de mí una mujer me descubrió su nombre en un susurro: Sonsoles de Icaza y León, la Marquesa de Llanzól. No era difícil verla en actos sociales, pero aquel era un poco más íntimo, más privado.  ¡Y cómo no, vestida con un exclusivo traje azul plomizo diseñado por Balenciaga! En las mujeres, el disimulo, la envidia, y la admiración, iban parejas.

Ella, con una naturalidad que sabía controlar, saludaba a los conocidos, hasta que te vio a ti. Te convertiste en su único centro de atención.  A mí no me molestaba quedarme en segunda fila, sobre todo en aquella ocasión en la que me convertía en testigo excepcional. Dentro, el humo de los cigarrillos y el murmullo de las voces, pero el clamor de otras épocas estaba apagado por el miedo.

Me estoy desviando, perdóname. Habíamos llegado al 7 de abril de 1936 y solo habían pasado unos días desde la presentación del número 175 de la Revista de Occidente.  Volví a asustarme cuando se corrió la voz de que, en la calle de Rafael Calvo 12, había habido un atentado. Era el domicilio de tu cuñado Eduardo. No perdí ni un minuto. Me puse encima lo primero que encontré y cogí un taxi. El edificio estaba acordonado. Salía humo por las ventanas del segundo piso. La gente gritaba, corría, y los bomberos trataban de sofocar el fuego. No sé cómo me las arreglé, pero me dejaron pasar. La puerta estaba desvencijada. Tú habías llegado antes. Me llevaste fuera, y hablaste. Hablaste sin parar.

Un crío de unos quince años, un mensajero, había llevado a tu cuñada un regalo, una cesta de huevos. Solían hacerle regalos. Mi cuñada me dijo que era un regalo de un tal Castañeda, una cesta de huevos y un pollo. Que abrió la cesta de mimbre y dentro además de huevos encontró una cosa redonda que parecía una bomba y un hilo, que echaba humo. Se asustó, pero tuvo tiempo de coger un colchón y echarlo encima, mientras que gritaba que todos se fuesen a la calle. Eso les salvó la vida. Para ti entonces comenzó el infierno.

París, los tres años de la guerra. Yo te visitaba de vez en cuando. Lo necesitabas.

Desde Holanda me escribisteis en el verano del 37. Tengo las cartas. También tengo las que me mandasteis desde Portugal en el 39, en ellas me contabas la evolución de la enfermedad de tu marido, y sus dos operaciones de las vías biliares.

Yo sentía impotencia al no poder estar con vosotros. Imaginaba la soledad y la depresión en torno a tu familia. Para vosotros era una trashumancia sin rumbo. Erráticos, desamparados y vencidos.

No, así no podía acabar tu historia ni tu vida. Debía recordarte de otra forma. Por eso he decidido terminar aquí esta carta.

Con mi más fuerte abrazo.
Eliberia

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