noviembre de 2025

LAS CARTAS DE ELIBERIA / Sonsoles de Icaza y León (1914-1996)

Yo te saludo, como los que van a morir; yo que no he pertenecido nunca a la nobleza, o tal vez sí, en un mágico sueño del pasado, o quién sabe si por esa fascinación que irradias a tu paso, anulando todas las sombras, o ensombreciendo la luz con tu misterio, me voy a tomar la licencia de acercarme a ti, aunque deba de solicitar formalmente tu permiso para hacerlo, porque, ante todo, eres Marquesa.

Y me preguntarás por qué. Solo tus ojos.

Me hubiese gustado acercarme a ti mucho antes, pero en realidades que  he sentido un   miedo tan irracional como infundado.

Si yo hubiese sido un hombre me hubiese vuelto loco por una mirada, por una caricia tuya, como sucumbió el coronel de Caballería, el último capitán de la escolta de Alfonso XIII, Don Francisco de Paula Díez de Rivera y Casares, marqués de Llanzól, aquél que bien pudiera haber sido tu padre, pues te llevaba nada menos que veintinueve años.

Me di cuenta de que le pasó lo mismo al flamante ministro de asuntos exteriores, la noche en la que Ragnar Kumlin, embajador de Suecia en España, ofreció aquel coctel en la embajada de Suecia en la calle Zurbano 27 de Madrid, al verte envuelta en aquel vestido azul noche, impresionante. Yo había tenido tiempo ya para conocer tus armas de seducción.

Sabías cómo mirarle para dejarle mudo. Estaba casado con la hermana de Franco, pero eso no importaba. Venus, la diosa, que te miraba desde el fondo del espejo, con su lucha y sus contradicciones, en aquel lunes, 28 de diciembre de 1959, era la triunfadora. Era el día de los santos inocentes, pero tú te sentías culpable, porque eras una mujer casada. Elegiste ese vestido entre todos los que tenías de Cristóbal, porque no le gustaba a tu marido. Cristóbal Balenciaga, tu confidente lo sabía, y él no tenía secretos para mí.

De vez en cuando, yo miraba a tu marido, desde la penumbra, como sabían hacer los buenos espías, pero el militar estuvo sumido en un espeso silencio durante toda la velada. Su rostro reflejaba una profunda resignación. A mí se me antojó que aquel era el color de la tristeza. Entre copa y copa de champagne sentí deseos de acercarme a él, porque me di cuenta de que aquel día empezaba su noche. A ratos levantaba la cabeza para mirarte y notaba aquellos surcos helados de demencia descendiendo por su rostro, como se precipita un torrente hacia el abismo.

Sabía de su dolor, pero no estaba bien. Seguramente, él estaría recordando como en un refugio el día de vuestra boda, aquel 12 de febrero de 1936. De aquel enlace habían pasado ya veintitrés años. Yo acababa de cumplir 51, pero él tenía 69, ya era un venerable anciano. Sentado en una silla de roble torneada, estilo Luis XV, vestido con el uniforme de coronel de caballería, daba vueltas con sus nervios a un libro, del que yo alcancé a leer el título: “La boda del Duque Kurt”, escrito por Valeria de León. ¿Qué contaría aquella novela? ¿Sería un seudónimo? Yo había leído mucho, pero aquella novela no había caído en mis manos. Todavía. La curiosidad se parece a un gusano hambriento. Tenía que leerla.

Las persistentes gotas de una lluvia helada, espesa, se estrellaban contra los cristales de aquella mansión, haciendo del silencio un poderoso enemigo. No recuerdo quién me había invitado a la fiesta. Me gustaban los coches, sobre todo aquellos que no me podía permitir.

Tu hermana Carmen, quince años mayor que tú, y que también había sido invitada a la fiesta de la embajada de Suecia, ocupaba una mesa en un rincón discreto alejado de cuchicheos y miradas: era muy observadora, decían que escribía novelas románticas. Enseguida, sus ojos volvieron a desviarse hacia el ministro, que seguían pegados a ti. ¿No sería ella la autora de la novela que tenía Francisco entre sus nervios? No me atreví a preguntárselo. Aquella era una situación embarazosa. Algodón y puñales en las miradas. El dolor navegaba como el silencio entre las copas.

Salí al jardín, pese al frío y a la tormenta. Tu hermana me vio. Desde la verja tardé un poco en distinguir aquel Alfa Romeo – 6C 2500 Berlinetta, deportivo de lujo, porque era de color azul oscuro. Lo reconocí. Lo había visto varias veces aparcado entre las calles de Serrano y Hermosilla, a la puerta de tu hogar. Las malas lenguas insistían en que era un regalo de Benito Mussolini. Supe hacia donde apuntaban sus faros. Los periódicos decían que había sido un regalo de Dino Grandi, embajador de Italia, a Serrano Súñer, que le había hecho el 13 de agosto del 41, con ocasión de la llamada “Operación Barbarroja” en la que Hitler invadió la Unión Soviética. Ya sabes cómo la envidia hace correr estas noticias. Tú estabas por encima de estos cotilleos y, además, desde siempre te había gustado el lujo.

Los dias pasaron como las balas de una metralleta, hasta que te volví a ver. Me alegré muchísimo cuando el cartero me trajo aquella carta, por la que supe que te habían invitado a una fiesta en el Hotel Ritz, porque seguro que allí podríamos encontrarnos. Me las arreglaría para acompañar a mi amigo, el embajador francés, a aquella fiesta.

A mí me gustaba esconderme más allá de las sombras, en la intimidad del misterio, y desde allí te vi entrar en el Salón Real. Aquella tarde, el Embajador de Francia en España, Monsieur François Piétri, que paseaba entre las mesas con una copa de champagne, no pudo evitar volverse hacia ti. Días atrás yo le había acompañado en la operación de compra del edificio situado en el número 124 de la calle Serrano, por eso me había invitado a aquella recepción. Solo fue un instante. Un imperceptible instante, pero sucumbió. Tu sabías a lo que habías ido. Vestida por Balenciaga, como no podía ser de otra manera, tenías una misión, por eso yo no podía quitarte el ojo de encima. El Embajador de Alemania, Eberhard von Stohrer, un hombre adusto y con gafas de montura redonda, paladeaba un jerez, observándote con una mezcla de admiración y recelo. Frente a él, el de Inglaterra, sir Samuel Hoare, mientras bebía ginebra con ansiedad, meditaba sobre el perfil de un mapa que parecía estar cambiando todas sus fronteras. Desde mi mesa no podía oírlos, pero seguramente estarían jugando una difícil partida de ajedrez. Te acercaste despacio. Los embajadores se levantaron solícitos.

Tu sonrisa era a la vez seductora y enigmática. “Señores —dijiste con esa voz melodiosa, que sabías utilizar en los momentos más tensos—, la neutralidad de España es un telón de terciopelo. Detrás, hay siempre una buena obra… o una muy mala”. Miraste fugazmente al alemán, asegurándote de que von Stohrer captara el mensaje. Tu perfume de jazmín que flotaba como una provocación, hizo que los dos enemigos se mirasen fijamente. Las fichas señalaban una posible jugada de jaque mate. Percibí una sonrisa diabólica dibujada en  tu rostro. Habían mordido el anzuelo. Yo esperaba con intriga el último paso.

El preludio del acto primero de “La Valkiria” de Richard Wagner, que tanto le gustaba al alemán, en un tono piano, misterioso, se mezclaba con el humo de los cigarros y el olor a poder. Con la precisión de un francotirador de élite, y con la delicadeza de quien conoce el arte del teatro, consciente, en un momento dejaste caer una copa de vino. Enseguida, apareció una “camarera”, de impecable uniforme negro, que se colocó en medio de los dos hombres. El caos permitió que Sir Samuel, simulando ayudar, recogiera una servilleta. En ella, un micro texto: la ruta exacta de la División Panzer a través de Túnez. Von Ribbentrop no notó nada, demasiado ocupado secándose el vino y con la vanidad inflada por la atención que le parecías prestar. Te retiraste con una disculpa encantadora.

Sir Samuel ya había memorizado la ruta y quemado la servilleta con la llama de un mechero. Solo fue una gota de tinta en un mar de glamour, pero la información llegó a Londres antes del amanecer.

Cómo me voy por las ramas, ¿verdad? Después tu huida.

A mí me gustaba acercarme a la playa de la Concha. Necesitabas escapar de la marea de rumores que te envolvían en la capital. San Sebastián en aquel verano del 41, saciaba mi curiosidad, pero para ti era un exilio. No te sofocaba tanto como el bochorno madrileño, pero fueron pocos dias, hasta que llegaron los nuevos vecinos.

Primero se instaló el personal de servicio. Sus uniformes te resultaron conocidos, el Alfa Romeo, el bigote del chófer. Tenías que contárselo a alguien, expresar tus sospechas, desahogarte.

Desde uno de los salones de aquel chalet, las vistas al mar, la puesta de sol, y la botella de licor de hierbas que te habías traído, regalo de los monjes benedictinos de San Lorenzo, eran insuperables. Yo te escuchaba extasiada. El amor es capaz de provocar cualquier disparate. Para tu desgracia, la obsesión era una buena aliada de la locura. No sabías cómo te había descubierto, pero estaba allí. La secreta esperanza de volver a sentirte en sus brazos, la desesperación por su ausencia, los rumores, todo en tu cabeza. Te levantabas. Te movías como una leona herida por el deseo. Querías esconder tus lágrimas de miedo o de esperanza, tras la trasparencia de los cristales. Que solo te viese el mar. En el chalet vecino, las horas debieron de pasar más de prisa. Yo no sabía qué hacer, estaba segura de que, en cualquier momento, tú darías un salto al oír la campana de la entrada. Temías que fuera cierto, que llegase, pero le esperabas. La impaciencia se reflejaba en tu rostro. Y me dejaste sola, mientas te fuiste a cambiar. A él le volvía loco aquel vestido tuyo azul noche de Cristóbal. Yo aproveché para apurar el poco licor de hierbas que me quedaba en aquel vaso de exclusivo cristal de bohemia.

Desde tu mansión hasta mi pequeño apartamento caminé despacio imaginando las escenas que seguirían al toque de la campanilla. Era envidia.

Aquella noche tardé bastante en conciliar el sueño, a pesar del licor de los benedictinos. Recuerdo la incómoda relación a partir de entonces entre tu hermana y tú.

El tiempo acaba por esconder los malos recuerdos.  Ahora pasada ya la tempestad, parecéis hermanas otra vez. Pero sé que estás conmigo, en que, contra el amor, el mejor remedio es la locura.

Me gustaría seguir en contacto contigo y que me escribieras pronto.

Mientras, recibe mi abrazo,
Eliberia

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