
Esto de las generaciones se les ha ido de la mano a los clasificadores del mundo y aquí ya no hay quien pare.
Sólo entre los nacidos en el siglo XX aparecieron la de la «Generación Silenciosa», nacidos antes de 1940; luego la de los «Baby Boomer», entre el 40 y mediados de los 60; después han consignado la «Generación X» con los que nacieron antes de los 80; y ahora andan muy de moda los de la «Generación Y», esos que llaman «millennial«.
Algunos ya apuntan a una «Generación Z», de allá por los años 90; dicen de ellos que son postmilleniales, que son más virtuales que otra cosa y viven prácticamente en Internet.
Se habla también de cierta «Generación T», hijos ya del siglo XXI, plenamente táctil por aquello de las pantallas ídem; también de cierta generación Alfa que anda ahora por los doce o trece años y que en cualquier momento, antes de que sean socialmente destetados, serán sustituidos por la «Generación-Vaya-Usted-a-Saber-Cual», que supongo que será la de los que lleven la inteligencia artificial en vena, y que está al caer.
Los expertos hablan de la capacidad de adaptación, de los medios educativos, de la fórmulas sociales; eso sí, sin tener en cuenta más que a América del Norte, Europa o Australia y poco más; de África no saben/no contestan, de América del centro y del sur, que deben ser como el patio de atrás de Yankilandia, ni hablan; y tampoco de Oriente que se nos viene encima como un ciclón tecnológico y demográfico, con sus grandes diferencias entre países como China o India que crecen que se las pelan (ya venían creciditos, pero no nos dimos cuenta), un sudeste asiático que va a empezar en cualquier momento, un Japón que anda ya acojonado por su propia occidentalización y una Polinesia que debe andar en algún sitio, pero no está claro.
Todo muy vinculado a los intensos y rápidos cambios sociales, al desarrollo tecnológico, a la capacidad de comunicación y a otras variantes de esa índole.
Si nos centramos en España y más concretamente en el mundo literario, por no decir el mundo poético —que es adonde yo quería llegar— algunos de estos términos han llegado codo con codo con nuestros propios compartimentos estancos, más falsos que un euro de madera, pero que nos han metido en vena como si fueran ciertos. Hablo de las generaciones literarias, la del 98, la del 27, la del 36, la de postguerra, la del 50, la de La Otra Sentimentalidad y de no sé que más, que ya me pierdo con tanta manía de clasificar, esquematizar, crear grupos de amiguetes de cuchipanda, afines más o menos, para que se entiendan críticos y profesores con orejeras al tiempo que se manipula y entontece al personal en las aulas y las antologías.
Y aquí andamos, más o menos vivos, los que hemos recorrido desde mediados del siglo XX hasta estos días en que empezamos a ser yayo-poetas, intergeneracionales, la mayoría, porque no nos han asignado a una ni a otra, desclasados con clase, pero sin clasificar —ni falta que nos hace—, nacidos cuando los teléfonos eran negros, de pared y con disco para marcar, el plástico escaseaba y las mujeres entraban con velo en las iglesias. Venimos de la madera, la nevera de hielo, la dictadura cutre y las huchas para el Domund, y nos hemos adaptado a Internet, a las redes sociales, a eso que llaman democracia —que no está resultando de fiar— y a los teléfonos más listos que la madre que los parió.
Nos hemos adaptado, pero no sirve de mucho, porque esas generaciones que decía al principio, la Z, la T y las que sigan cayendo se amontonan en el horizonte cada vez más inmediato y más caduco —también en lo poético—, y no está claro que tanto organigrama sea capaz de entenderse a sí mismo.
Por mí, al menos, le pueden ir dando a los clasificadores, a los que pergeñen los libros de texto y el futuro a su antojo y conveniencia, a los que quieren repartirse el presente y la historia manipulando a diestro y siniestro, a los de las «titulitis» aunque resulten zopencos, a los «influencer» y a los que se creen los reyes del mambo porque tienen miles de seguidores en Twitter, Facebook o Instagram.
Como sé que sigo vivo y que por dentro no me controla ni dios, me voy a dar una vuelta por un parque, con un papel y un lápiz BH —el puñetero teléfono me lo dejo en casa—, y a ver si me salen dos endecasílabos decentes.