“No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tapando la boca, ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo”
Quevedo
En este mes de noviembre se han cumplido los treinta y dos años de mi incorporación como socio al Ateneo de Madrid. Cursé mi solicitud en el mes de marzo de ese año y tuve que aguardar hasta noviembre para que se me diera acceso. Bajo la presidencia de D. José Prat, había lista de espera para ser uno más entre los 6.000 socios. Es en este aniversario que quiero hacer homenaje a la Docta Casa, y quiero glosar esa larga historia que arranca de 1820 de esta que ha sido y es “casa de la libertad” y “escuela de ciudadanía”.
Ambos conceptos se unen porque, como casa, pese a incendiarios y ocupas, sus socios y socias han sabido mantener encendido el fuego de hogar donde todo ídolo arde y se enciende el pensamiento colaborativo. El Ateneo de Madrid es un espacio de convivencia de aquellos que son diferentes y aportan al común su singularidad, y hasta sus polémicas. El Ateneo ha sido y es institución porque ha sabido mantenerse en el tiempo pese a todo golpismo, y ha sido Casa de la Libertad, de un liberalismo humanista que trataba al hombre como un fin en sí mismo, y no como un medio, y a su servicio ponía la idea en la palabra.
Como dijera el Duque de Rivas en la “Sesión inaugural” del 6 de diciembre de 1835, y mi querido amigo, el Profesor D. José Luis Abellán, su presidente que fue, trae a colación: “… la sociedad se fundaba para <promover a la sombra de benéficas leyes la ilustración general”>. Aquel primer Ateneo de 1820 fue ilustrado. Sus componentes fueron hijos de la Ilustración, tarea que corresponde al bien hacer de cada persona, aquella que Kant decía en su “Crítica del Juicio” que debía liberarse de su “culpable incapacidad”, y esas <benéficas leyes> no eran, no son otras que su Reglamento. Secciones, Cátedras, Agrupaciones y Tertulias son los motores donde sus socios crean cultura solidaria. El reglamento y sus órganos de gobierno constituyen la infraestructura que lo facilita y encauza. De otro modo, la organización aniquilaría la creación o invadiría el despropósito.
Ilustración, dicen Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, “ […] en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”. Esto es sólo posible cuando la razón enferma y se vuelve apropiativa e instrumental; cuando aquel “cógito ergo sum” de Descartes se transforma en un conocer las posibilidades para mejor adueñarse de algo, de modo que embrutece el ser; cuando, en el otro extremo, se echa en olvido el imperativo categórico de Kant y se trata a los seres como si fueran un medio utilizable, y no un fin, y lo más lamentable surge cuando ellos se prestan; cuando desaparece la ética a manos de intereses innobles; cuando la razón pura se corrompe en la impureza de buscar argumentos que justifiquen la instrumentación de la razón práctica y el juicio deja de ser crítico. En tales casos, “la modernidad, surgida de la Ilustración, “descarrila” como señala Habermas.
“Amante de “las Luces”, este Ateneo nacido al calor de los “clubes sociales”, donde el orador de “La Fontana de Oro” se ponía en pie sobre las mesas para arengar libertades o leer la prensa a quienes no sabían leer, tuvo que exiliarse bajo el totalitarismo del “rey felón”, Fernando VII, que volvió a imponer las cadenas. Así tuvieron que seguir el largo y doloroso camino de “Los bienaventurados” que dice María Zambrano, y, curtidos en los clubes británicos, volver a la palestra trayéndonos ese segundo Ateneo romántico.
He aquí la segunda característica que se añade a la ilustración solidaria propia de todo carácter ateneísta: el romanticismo, donde idea colectivizada y sentimiento personal persistente se aúnan contra toda forma de absolutismo, productor de ciega ignorancia. Al romanticismo corresponde la que Umberto Eco llama “originalidad”, allí donde el ser humano explora lejanías en el núcleo esencial de sí mismo para extraer una vibración de belleza y de verdad. “Frescura, elevación y fuerza”, según Pierre Ambroise Choderlos de Laclos, emergen como un sentimiento persistente que embellece el alma. De ello, y a modo de ejemplo, se alza el “Himno a la noche” de Novalis: “¿También tu gozas de nosotros, noche/ oscura? ¿Qué sostienes bajo el manto que,/ con fuerza invisible, alcanza mi alma? Un/ bálsamo precioso se derrama de tus manos,/ del haz de adormidera. Alza las pesadas alas/ del corazón”. El hombre romántico, ante una racionalidad reseca no teme abismarse, saltar por encima de “las bardas del corral” para unir los fragmentos rotos y recuperar el símbolo de sí mismo, la que Eco llama “autorrepresentación del hombre romántico: belleza y melancolía, corazón y razón, reflexión e impulso se complementan mutuamente”. Emerge de él un poder creativo y al tiempo contestatario contra todas aquellas formas que pretendan fosilizar la vida.
A ese respecto, he aquí un fragmento del Duque de Rivas que Abellán menciona:
“Los gobiernos absolutos ¡harto sabemos, señores! Cuyo elemento son las tinieblas de la ignorancia, cuyos falsos principios temen el más escaso rayo de luz, y que en cada súbdito ven un enemigo, y en cada sociedad una conspiración, dirigen sus esfuerzos todos a apagar el más débil resplandor del ser humano, y emplean su mano de hierro en romper despiadadamente hasta el más pequeño vínculo, que pueda reunir al hombre con el hombre […]”.
Sin embargo, convengamos que al tiempo que toda forma de poder totalitario pretende romper los vínculos que transmitan luces, para mejor controlar sus posesiones crean camarillas, servilones, seres de dos chaquetas: ¿Quién puede olvidar a Galdós y su “Segunda casaca”; la figura del conseguidor, “el coletilla” de “La Fontana de Oro”; las intrigas fernandinas que narra “Las memorias de un cortesano de 1815”, una vez que Fernando VII haya dado el carpetazo a la Constitución nacida de las Cortes de Cádiz mediante un auténtico golpe de Estado?.
Hay muchas formas de utilizar el poder conseguido. Tras Fernando VII, hiede el “Balance de la cultura moderna y actualización de la tradición española” que organizaba nuestro Ateneo allá por 1950: “ […] España ha renovado en el mundo del espíritu su fuerte afirmación de voluntad creadora. […]resulta claro que han caducado por propio agotamiento las concepciones culturales vigentes aún ayer mismo, en la época liberal”. La bota implacable volvió a pisarnos el corazón y el cerebro y a sablazos trataron de cortarnos los vínculos. Y como pudimos, cuando pudimos, hicimos torniquetes a la sangría y enlazamos de nuevo nuestras neuronas, y corazón y cerebro volvieron a ofrecer luces a España. No, nuestro ser ilustrado y nuestro romanticismo no nos convierten en “aprendices del delirio” como motejaba Mesonero a todo romántico. Resistimos afianzando nuestro carácter personalista, resistente, y un tanto ácrata, y aquí encuentro nuestra tercera característica, porque cuando idea y corazón ahondan una identidad que ha permanecido durante doscientos años, su doble característica de dignidad e implicación echa raíces que ningún golpe, ni fernandino ni franquista, ha podido arrancar.
Califico de ácrata ese movimiento centrípeto que, desde la inteligencia, que toma la medida a la realidad, y, desde el sentimiento que la experiencia de lo real produce como resonancia, evocan la memoria de aquello que somos, de cómo hemos venido a serlo, y promueven la afluencia de esa forma de contrapoder que emerge de uno mismo. Experiencia vital, inteligencia para comprenderla, y memoria, destapan el poder interior singularizado.
A ojos extraños puede aparecer un peligro aquello que consiste en una constante creación de posibilidades. Me refiero a las diferencias. Sabido es que la Ilustración produce la diversidad que con la singularidad puede topar, pero de la mano de Kierkegaard me atrevo a decir que de ese choque surge la chispa si se dan las dos condiciones que el Profesor Abellán recoge de la historia del Ateneo: la creencia del progreso indefinido que, en mi caso, el pensamiento continuo interpreta y produce, y, en el suyo, y muy propio del humanismo, la creencia en la bondad natural del hombre. A la luz de la dialéctica entre ambos principios se entiende que la renovación anual del 50% de la Junta de Gobierno, y la anual de sus Secciones, no entorpecen la continuidad del progreso por cuanto, a la luz del segundo principio, nadie pretenderá optar a ninguna responsabilidad llevado por un ánimo maligno, y aquí el sentimiento ilustrado fracasa.
Con Popper nos podemos incluir en la categoría de “la sociedad abierta y sus enemigos”, pero esa misma apertura nos hace vulnerables; esa creencia liberal y humanista que corresponde al núcleo identitario del Ateneo, con su rico patrimonio material e inmaterial, queda sin defensa ante cualquier infiltración. Por ello quizás este pensamiento vigilante debe tomar en consideración a Victoria Camps quien dedica, en “Tiempo de cuidados. Otra forma de estar en el mundo”, todo un capítulo a “Cuidar la casa común”, y pone en su frontispicio el trabajo de Hans Jonas sobre “El principio de responsabilidad”. La dignidad y la identidad se hacen respuesta en el momento oportuno.
El filósofo surcoreano de moda Biyung-Chul Han, prolífico en sus publicaciones, nos ha dejado últimamente la que lleva por título “Capitalismo y pulsión de muerte”. De muerte va herido el mundo; también el pensamiento. De esa obra tomo una reflexión con la que quiero concluir esta colaboración: Kant nos dejó un extraordinario trabajo al otear el horizonte del mundo y postular en él “La paz perpetua”. Pues bien, en su “Apéndice” hallamos una desavenencia entre la moral y la política que lo hacen peligrar. Y es que si moral es la “quintaesencia de las leyes que hay que obedecer a toda costa”, su riego sanguíneo y su inspiración diría yo, una sustancia que debería sustantivar la política, esa moral se sustituye por la “doctrina de la astucia”, una teoría de máximos orientada a “escoger los medios más idóneos para sus intenciones calculadas en función del provecho”.
La inteligencia, el “interlegere” que sabe leer líneas y entrelíneas, y el pensamiento noble, deben saber interpretar. En el decir Unamuniano, cuando interpreta la “Historia del Ateneo” en su artículo en la “La Nación·”, ni podemos segar con la hoz mellada, ni podar o talar con el hacha roma. Esenciales son la preparación y la ejecución en el tiempo oportuno.
Si cultura es el cultivo del ser humano, esa es la función propia del Ateneo de Madrid. Su voz crítica se escucha dentro para seguir siendo pedagogo de la sociedad española. Aquí se afilan la hoz del segador y el hacha que poda y tala. La Ilustración no ha terminado… todavía. ¡Al tajo!.