El eje predominante en el debate político de las democracias europeas se está desplazando claramente desde el comienzo de este siglo XXI. Durante la segunda mitad del siglo XX, la confrontación política se producía generalmente en torno al eje izquierda-derecha. Sin embargo, la globalización acelerada, los cambios tecnológicos y el auge populista están favoreciendo un esquema distinto y más peligroso, determinado sobre todo por la exacerbación y el conflicto entre identidades.
El debate izquierda-derecha ha alimentado fuertes pasiones en uno y otro bando, pero casi siempre contó con una base racional muy elaborada. La izquierda y la derecha han representado los valores tradicionales de la igualdad y la libertad; del énfasis en los derechos colectivos y los derechos individuales; de la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, en expresión de Constant. La izquierda busca generalmente la redistribución solidaria mientras la derecha persigue garantías para el libre albedrío.
De un tiempo a esta parte, por el contrario, el pulso político no se discierne a partir de convicciones más o menos liberales o igualitaristas, sino muy a menudo desde la afirmación de la identidad propia frente a las demás. La identidad más comúnmente esgrimida es la identidad nacional, pero también se están abriendo rápidamente paso los programas políticos que hacen bandera de la identidad étnica o religiosa. La tesis a partir de la que se pretenden organizar el espacio compartido es la siguiente: nuestra identidad nacional, étnica o religiosa requiere defensa y predominio frente a la amenaza que representan las demás identidades nacionales, étnicas o religiosas.
¿Por qué avanzan estas ideas? Desde luego, no pueden presentarse como nuevas, ni pueden acreditar éxito alguno en la historia europea. Más bien al contrario: la confrontación irracional e identitaria se encuentra en el trasfondo causal de buena parte de los desastres que hemos sufrido los europeos, especialmente durante la primera mitad del siglo XX. Estas ideas avanzan al calor de las desigualdades, las injusticias y las inseguridades vinculadas a los procesos de globalización desregulada y revolución tecnológica acelerada. El paro, la precariedad y el aumento de la pobreza ocasionan temor, frustración e ira en amplios sectores de la población, muy receptivos a los mensajes simples que señalan culpables para su sufrimiento.
El discurso identitario, además, es puramente emocional y facilita la movilización en mayor medida que las construcciones racionales del discurso que defiende los derechos colectivos y la distribución solidaria. Es más fácil convencer al sufridor señalando a un culpable, aunque sea falso, que armando un análisis y una propuesta compleja para solucionar los problemas.
La trinchera de la identidad sirve también para esconder la incapacidad y la incompetencia a la hora de elaborar programas realmente útiles para el bienestar colectivo. El ‘somos de los nuestros’ y el ‘a por ellos’ son argumentos muy socorridos y no requieren casi de esfuerzo intelectual alguno.
Ahora bien, las consecuencias de esta evolución están siendo muy negativas a la hora de afrontar los muchos desafíos de las sociedades europeas en el siglo XXI, desde la imprescindible integración en la Unión Europea hasta la administración del fenómeno migratorio y la articulación de políticas comunes en la lucha contra la pobreza o el cambio climático. El arrinconamiento del debate racional y la promoción constante de las emociones identitarias solo conducen a alimentar la confrontación, a dificultar la convivencia y a postergar las soluciones precisas a los problemas colectivos.
Es difícil ser optimista en el presente escenario político europeo. El discurso identitario avanza en muchos países, hasta el punto de que se afianza incluso en Gobiernos muy significativos. Ahí están los supremacistas del este europeo, el nuevo canciller austríaco, el ministro de interior alemán o el neofascista vicepresidente italiano, que un día niega auxilio humanitario a centenares de subsaharianos y otro día amenaza con expulsar a los gitanos de su país. También puede hablarse de la auténtica naturaleza del argumentario pro ‘brexit’ o del avance del lepenismo entre las clases populares de buena parte de la Europa del sur.
Aquí, en el escenario doméstico, el independentismo catalán permanece anclado en las creencias pre-racionales del ‘nosotros y vosotros, mi tierra y tu tierra’. Ciudadanos cada día parece más proclive a responder al fuego identitario catalanista con fuego identitario españolista. Y el episodio de la llegada al puerto valenciano de más de 600 personas rescatadas en el Mediterráneo ha destapado un buen número de reacciones muy lamentables, con expresiones relativas al falso ‘efecto llamada’, a las ‘avalanchas’, las ‘oleadas’ o las ‘hordas’ peligrosas de inmigrantes.
No hay salida positiva en los discursos y en las políticas que buscan afrontar los problemas con la exaltación emocional de la identidad propia y la incitación al temor o al odio hacia la identidad ajena. Al final de ese camino solo se encuentra el abismo. ¿O no hemos aprendido nada de la dramática historia europea del siglo XX?