
La situación financiera de la Francia de Luis XVI era, especialmente, desde el final de la Guerra de los Siete Años en 1763, catastrófica. En este sentido, Turgot como inspector general de Finanzas, propuso, en principio, al rey no declarar la bancarrota, ni aumentar los impuestos, ni tan siquiera emitir deuda. Había que optar por una reducción drástica de los gastos, algo más popular y que podía generar menos oposiciones de los estamentos, tanto privilegiados como del estado llano.
Pero, además, fiel a su defensa de los principios fisiocráticos, planteó la necesidad de una reforma agraria, algo mucho más complicado porque aquí sí había intereses estamentales evidentes. Se conformó con algunas cuestiones un tanto epidérmicas en relación con la renovación de los contratos de arrendamiento y la suspensión de algunos abusos.
Por otro lado, Turgot anuló algunas contratas con el Estado, como la de la fabricación de la pólvora y la administración de los correos. En principio, Turgot consiguió rebajar el déficit de forma significativa, por lo que justo antes de ser cesado en 1776 consiguió la negociación de un préstamo al 4% con la banca.
Consiguió, además, suprimir una serie de impuestos, aunque no pudo sacar adelante su gran proyecto, y no lo pudo hacer porque socavaba un pilar fundamental del Antiguo Régimen, es decir, el privilegio fiscal. Nos referimos a cambiar los impuestos indirectos por un impuesto sobre los valores inmobiliarios, también dentro de la filosofía fisiocrática. En todo caso, sabiendo que entrar en una nueva guerra supondría desequilibrar una Hacienda que, a duras penas, había medio calmado, se opuso a que Francia se involucrase en la Guerra de la Independencia de las Trece Colonias.
Otro de los esfuerzos de Turgot pasaba por el libre comercio de los granos, también dentro de los principios fisiócratas clásicos. Le costó redactar el decreto correspondiente, y encontró una fuerte resistencia de los especuladores del precio del grano, entre los que estaban algunos miembros de la propia familia real.
Pero el problema principal le llegó con la mala cosecha de 1774, algo periódico en la agricultura de la época preindustrial. Se produjo una clásica crisis de subsistencia, con una fuerte elevación de los precios del grano ya en el invierno de ese año, y mucho más en la primavera siguiente. Y, como solía habitual en estas crisis, estalló la tensión social. Esta vez los motines se produjeron en Dijon en abril, para estallar luego en mayo las conocidas como “guerra de las harinas”. A Turgot no le tembló la mano a la hora de la represión.
En enero de 1776 nuestro protagonista presentó los que se conocen como sus Seis Decretos, aunque solamente dos son los importantes, y que suprimían la corvée royale y los jurandes y los gremios. Estos decretos defendían el hecho de que todos los estamentos pagaran impuestos, de terminar con los privilegios, algo que era impensable, como bien podemos suponer. Es más, también defendían el derecho de los hombres a trabajar sin restricciones.
Turgot terminó granjeándose muchos enemigos, algunos en el propio gobierno. Sus ideas y proyectos chocaban con las bases de la sociedad estamental, con los privilegios fiscales, como hemos apuntado.
Turgot no viviría muchos años más, ya que falleció en 1781, por lo que no vio la Revolución francesa.











