Por Aura María Ospina* (Meta, Colombia).- | Marzo 2018
Mientras vivas, brilla,
no sufras por nada en absoluto.
La vida dura poco,
y el tiempo exige su tributo.
Esta parece ser la melodía más antigua de la humanidad, inscrita en piedra por un hombre llamado Seikilos en el sepulcro de su esposa, Euterpe, con el propósito de dejar el más sublime conocimiento reducido a líneas.
En él está resumida nuestra fragilidad, los trazos de nuestros límites, los vestigios de la supervivencia, el dolor, la enfermedad, la vida, la esencia de nuestro mundo y de nuestra civilización, en el pasado o en el futuro, en nuestro paso por el tiempo éste exige su tributo.
Quien es sabio, es amigo del tiempo. Sin embargo este personaje parece no existir, pues el tiempo se define como una respuesta de debilidad de los hombres ante el final o el comienzo. El tiempo se ha idealizado como se ha hecho con los dioses. El hombre es supersticioso y débil, y le ha concedido a estas ideas temor y, por consiguiente, poder.
Dese hace siglos el hombre tuvo claro sus prioridades, sus mayores debilidades, y es que el tiempo hace de nuestra existencia un ciclo riguroso donde todo lo que germina llega a un trazo final.
Nosotros somos motas de polvo suspendidas en los rayos del sol, efímeros y vastos. En estos tiempos la certeza ha perdido su prestigio y pues, cosas tan gastadas como los juramentos, las promesas o como las palabras siempre o nunca; palabras vastas, limitadas, conservadoras, reposadas en la quietud como un anciano prejuiciado, palabras ancanas, privadas sobre sus conceptos y resignadas a su longevidad.
Y hasta hoy esta melodía ha tenido tanto sentido como desde el siglo I. No podemos meter el tiempo en una botella como Jim Croce, como un río fluye al mar, así es.
- *Aura María Ospina es escritora.